Mejor lo digo de entrada: nunca me han interesado los sesenta, ni los Stones, ni los Who (admito que no he visto Quadrophenia), tampoco los mods han despertado en ningún momento mi curiosidad, y puede que la sustancia de las de andar por casa que menos me gusta sea el speed. ¿Por qué digo todo esto? Pues porque de esto va Here Comes The Nice, la última novela hasta la fecha del británico Jeremy Reed.
Y lo digo porque me ha enganchado desde el primer párrafo. De acuerdo en que me interesa mucho la música, el devaneo de la cultura popular en general, sus modas, sus tribus, su cuitas y vaivenes, pero lo que quiero dejar claro es que el mérito es exclusivamente del autor, ese maldito enfant terrible de la cosa literaria británica.
Es bastante probable que no hayas oído hablar de él porque se le ningunea de mala manera desde hace décadas. Marginal por los dictados del libre albedrío y del estar a lo que hay que estar, Jeremy Reed escribe como un Ballard extasiado, con una sagacidad que por momentos parece atravesar la realidad de lo descrito, como si las palabras fuesen bisturíes que esgrimiera un William Gibson hasta las cejas de Adderall. Reed es ante todo poeta y le basta con un par de párrafos para sumergirte en su alucinada recreación y sacarte del continuo espacio-temporal en el que como lector estás obligado a subsistir.
Y de eso va también y sobre todo Here Comes The Nice, de viajar en el tiempo, de abstraerse del flujo temporal del presente, de licuarse y filtrarse hasta un tiempo que no es el propio mediante una especie de hibernación lúcida que ralentiza todo lo que no es el organismo.
Anestesiados por la magia de lo escrito vamos alternando entre el Londres de los primeros sesenta (básicamente no salimos del triángulo de las bermudas que conforman Carnaby Street, Kingly Street y Ganton Street), y un Londres futuro (bajando las escaleras) que casi ni llega a distópico: las milicias de excombatientes de Irak campan a sus anchas por las calles, los delincuentes de la City se desplazan en coches blindados que se dirían tanquetas y las explosiones no del todo aleatorias son el pan de cada día.
Por una lado, de la mano de The Face, el mod primigenio, a través de sus ojos y sus estados alterados, seremos testigos de esos cuatro o cinco años de principios de la década que marcaron un antes y un después en el mundo de la música, la moda, las drogas y el sexo. Por el otro, en las carnes de Paul, periodista musical que trabaja en un libro sobre el diseñador John Stephen (el famoso rey de Carnaby Street), viviremos la ambigüedad y el relativismo absoluto de un presente sólo ligeramente extrapolado.
A lomos de nuestro hipermaqueado escúter, iremos de concierto en concierto, de un club al otro, de una resaca a la siguiente, repasando los sesenta envueltos en la neblina anfetamínica del momento. Desde la aparente anarquía de los primeros Stones, pasando por la efímera incandescencia de los Small Faces y la pirotecnia desatada de los Who, que ya anticipaba la decadencia del movimiento mod, hasta dar con nuestros huesos en el concierto de los Rolling Stones en Hyde Park, que dio paso a los hippies y a los setenta y para muchos supuso el aciago pero ineludible broche final a una década de ensueño en la que nada parecía imposible.
Imposible parece la capacidad de Reed para narrar los conciertos en el Scene, en esos primeros años de alumbramiento de la subcultura, en ese momento de gestación en el que nadie se percata de que está pasando algo. Reed, apenas un adolescente en esa época, difícilmente pudo ser testigo directo del fenómeno, pero no sé muy bien cómo (sirva como muestra de su talento) logra transportarnos literalmente al Londres de esos años. Y lo hace de tal modo que cuanto más presente está, más desaparece, y la narración parece avanzar sola y a poco que uno se deje llevar se convierte en un simulador perfecto: el universo entero condensado en cuatro bares, en tres calles, en la música de la Motown que suena en los clubes, en la ropa que engalana los cuerpos, el speed que los propulsa y la ambivalencia sexual que los trastoca.
Perdido en su tiempo, confundido por el deterioro moral que lo rodea en una ciudad más allá de toda redención, Paul irá dando tumbos por el otro lado del ahora, por ese pasado mañana que ya vemos en los telediarios. Entre un polvo bien echado por aquí y un flirteo inconcluso por allá, irá avanzando lentamente en su libro, entrevistando a los pocos supervivientes del mítico Swinging London, indagando sin llegar a comprender del todo ese arte de refinar el gusto hasta convertirlo en un modo de vida que tuvo en la figura de John Stephen a su creador y gurú, a su alfa y omega.
Y un buen día The Face aparecerá en la vida de Paul y las dos líneas argumentales se irán enlazando sinuosa y lascivamente, preñadas de incertidumbre y lógica difusa. Puede que sea precisamente en este punto, en este nodo helicoidalmente especulativo, donde más se noten los remaches de esta brillante simulación, más que nada por su dudosa y un tanto sui géneris consistencia. Pero forma parte del juego que nos propone un Jeremy Reed en estado de gracia.
Que no se espanten aquellos que siguen cegados por los destellos de los rayos láser y las espadas de luz, que quede claro que los elementos fantacientíficos son colaterales y no hacen ningún daño, pues la chicha está aquí en ese retrato, en ese simulacro que Reed erige de una época y su paisanaje, de lo que fermentaba en esas tres o cuatro calles del Londres de la década de 1960.
El motor lingüístico de lo real se pone en marcha y uno se deja envolver por la prestidigitación de las frases. Las imágenes van quedando impresas en la corteza y uno se ve transportado a otro tiempo, a otro espacio. Eso es lo que se nos ofrece: la posibilidad de perderse en el flujo narrativo de una buena historia contada con maestría, una simulación fabulosa y fastuosa de un tiempo y un espacio ajenos, una realidad virtual en forma de párrafos.
Es un tópico decir que un libro, que la literatura y la novela en particular, nos ofrece una de las mejores maneras de viajar en el tiempo. Pocas veces como en Here Comes The Nice, que te permite tocar la cuerda de lo que fue y de lo que está por llegar como si acariciaras una chaqueta de mohair con la yema de los dedos.
Here Comes The Nice, de Jeremy Reed.
Chômu Press, Noviembre 2011.
294 pp; 11₤
Ficha en la web de la editorial
Joer, que buena la reseña, me lo has vendido totalmente. No soy muy aficionado de la música de aquella época (no me desagrada tampoco), pero me interesa mucho el aspecto de juerga juvenil que acaba convirtiéndose en movimiento subcultural. Y con las referencias a Gibson y Ballard, pues para qué más.
¿Has leído “El programa final” de Moorcock? Es el Swinging London descrito en clave de cf pop, muy divertido, muy loco. A mí me gustó mucho en su momento, quizá te merezca la pena echarle un vistazo.
Me apunto ese “El programa final”. Gracias por la recomendación.