Siempre me ha resultado curiosa una opinión muy extendida sobre la figura de Michael Moorcock, me refiero a esa imagen de “Moorcock el garbancero”, un tipo capaz de escribirse en dos días una novela sobre torturados antihéroes albinos (que detestaba), para pagar las enormes deudas generadas por la revista New Worlds gracias a su pésima gestión financiera. Sin embargo, y sin negar que pudiera haberse ganado a pulso cierta reputación, la influencia de Moorcock en la ciencia ficción resulta capital; carismático y entusiasta, fue capaz de convencer y animar a diversos autores británicos (y más tarde norteamericanos) para embarcarse en la misión de demoler y transformar la ciencia ficción anglosajona que predominaba en aquella época de mediados/finales de los años cincuenta del s.XX, es decir, una serie de narraciones escritas de la forma más funcional posible, al margen de la modernidad literaria y cultural de su tiempo, en las que héroes positivistas superaban una serie de obstáculos para reafirmar la idea de que vivimos en el mejor de los mundos posibles y si no, ya lo arreglaremos gracias a la tecnología (generalización injusta quizá, aunque cuando uno es joven y se rebela contra sus mayores no suele reparar en matices). El resultado fue un movimiento literario conocido como New Wave y su órgano propagandístico, la revista New Worlds, una publicación de papel cochambroso que comenzó distribuyéndose junto a revistas porno, y que, guiada por un afán destructivo y plagado de episodios psicóticos, consumo de drogas, obligaciones familiares desatendidas, acreedores violentos, frustraciones sexuales, caradura sin límites y estrecheces financieras, fue el inicio de un largo camino que, desbrozado por autoras y autores posteriores, ha acabado por convertir a la ciencia ficción en un género lo suficientemente elástico como para albergar todo tipo de inquietudes e intereses temáticos y estéticos, completamente normalizado e integrado tanto en el mainstream como en la “alta cultura”.
Dicho esto, importancia de Moorcock no es sólo circunstancial como catalizador de un movimiento literario tan importante dentro del género, o por la influencia de sus temáticas, ya que más allá de haber inventado el dark fantasy, su influencia también resulta fundamental para entender la obra de toda la caterva de autores británicos de historietas que se harían tremendamente famosos a partir de los ochenta, desde Alan Moore hasta Grant Morrison (por poner el ejemplo más palmario, Los Invisibles es un 50% The Illuminatus Trilogy, 50% Las crónicas de Cornelius), pasando por Bryan Talbot o Warren Ellis, sino que, sumergidas en el magma de los miles de millones de novelas mediocres sobre mundos paralelos y Campeones Eternos que conforman su marca personal, podemos encontrar un puñado de obras que merece la pena rescatar; He aquí el hombre, Glorianna, Mother London, el ciclo de Dancers at the End of Time y, por supuesto, El programa final.
Presentada por primera vez en 1965 en New Worlds en forma de tres relatos, o “fases”, independientes, El programa final sería editada como novela dos años más tarde, con sustanciales cambios y añadidos. A lo que Moorcock añadiría tres volúmenes más a lo largo de los años setenta; Una cura para el cáncer, El asesino inglés y La condición de Muzak, que formarían el Cornelius´ Quartet (Las crónicas de Cornelius en la edición de Minotauro), el cual abundaría en la crónica de la degradación urbana de la Inglaterra de los años setenta, una vez que el esplendor de la creatividad pop británica de los sesenta desembocó en una gran crisis económica, social, cultural y mental. No trataré dichas continuaciones en este análisis salvo para comentar que a estas alturas resultan sólo aptas para ya muy bregados en la experimentación nuevaolera al estilo del Brian Aldiss más radical o el M. John Harrison de las últimas novelas y relatos del ciclo de Viriconium con las que éstas posteriores novelas de Cornelius guardan un gran parecido en lo conceptual, y nos quedaremos únicamente con el primer y más “accesible” volumen del ciclo. He de mencionar además que, posteriormente, la grafomanía de Moorcock ha contribuido al personaje con numerosas continuaciones, añadidos o spin-offs en cantidad suficiente como para que un completista se entretenga durante el resto de su vida pero que, evidentemente, voy a obviar.
Surgido al resplandor de la época dorada del pop británico de los años sesenta, El programa final narra la peripecia de Jeremiah, Jerry, Cornelius, encarnación un poco de coña del ideal de hombre urbanita moderno de la época; mezcla de dandy wildeano, connoisseur pop, agente secreto, científico, filósofo, estrella del rock, premio Nobel, drogadicto, libertino, asesino, íncubo y bisexual. La historia arranca cuando Jerry, acompañado de un grupo de socios inversores, entre los que destaca Miss Brunner, súcubo y programadora de computadoras, asaltan la Mansión Cornelius con la intención de hacerse con un microfilm que se encuentra en manos de su malvado hermano Frank. En dicho microfilm se guarda cierta información que permitiría a los aliados de Jerry hacerse con el poder en Europa, puesto que sobre el continente se cierne una gran turbulencia económica y social en la que se adivina un final de ciclo cósmico. Aunque para Jerry es más personal, su intención es matar a su hermano Frank, que mantiene drogada e inconsciente a su hermana Catherine con la que el propio Jerry sostiene una relación incestuosa (el lector de Moorcock más avezado se habrá dado cuenta que con la excusa del Campeón Eterno, Moorcock recicló esta historia para el relato “La ciudad de los sueños”, con Elric en el papel de Jerry, Cymoril como Catherine, Frank como Yyrkoon y Miss Brunner como Stormbringer). Pero lo que comienza como un convencional thriller de espías desvergonzadamente pulp-psychedelic-pop, va desintegrándose poco a poco en el flujo de la entropía, el comportamiento irregular del tiempo, deslizándose hacia un apocalipsis entendido como el final de un ciclo cósmico, de un Manuantara. Pero las exigencias del fin del mundo y del argumento no dan tregua, así que, tras una crisis provocada por un mal viaje de LSD, Jerry pronto tendrá que interrumpir una sesión de meditación (básicamente celebrar una fiesta en su mansión que se alarga durante meses) para ayudar a la señorita Brunner a completar la supercomputadora donde ejecutar el Programa que da título a la novela mientras la realidad se desmorona a su alrededor.
La primera vez que leí El programa final en la entrañable edición de Minotauro, he de reconocer que me quedé en lo superficial, me pareció una novela libertina, socarrona y ambigua en lo moral y, sobre todo, muy divertida, que, tal y como aconsejaba el propio Moorcock cuando publicó la primera “fase” en New Worlds, no me tomé demasiado en serio. El programa final era la novela de ciencia ficción que encajaba a la perfección en la efervescencia creativa pop del Swinging London; The Who destrozando sus instrumentos en el escenario, Los Vengadores de Patrick McNee y Diana Rigg, El prisionero o Atraco a la inglesa. La ciencia ficción se ponía al día (de su época) y se encontraba tanto con la realidad pop como con la alta cultura del Modernismo, atenta a lo que ocurría en los laboratorios y a lo que ocurría en los clubes, en una aventura psicodélica de guitarras de diamante, bromas de astronautas difuntos, tierras huecas nazis y fiestas que duraban meses. Y aunque ese compromiso tan a tope con la modernidad de su época que no se ve muy a menudo en la ciencia ficción puede ser un efecto que caduca con facilidad, la novela se conservaba muy bien, porque lo moderno de la época se ha convertido en histórico y ese cambio digamos, de perspectiva, genera nuevos reflejos, nuevos significados a medida que la mirada del lector gana distancia respecto al objeto observado.
A este respecto, una de las cosas que más han llamado la atención de El programa final en esta relectura, es como la novela responde con precisión a la brutal ruptura que supusieron los descubrimientos científicos de la primera mitad del s.XX con respecto a los valores que conformaban las sólidas bases de la sociedad, la ciencia y la cultura heredadas del s.XIX y que afectaron, por supuesto, también a la literatura. La teoría de la relatividad de Einstein hacía volar por los aires el principio de tiempo lineal, puesto que el tiempo se percibía de forma diferente según el punto de vista del observador, cada planeta, cada átomo, tenía su propio tiempo determinado por las leyes de la Relatividad General. Heisenberg publicaba su principio de incertidumbre según el cual las propiedades de un partícula pueden tener atribuidos diferentes valores de posición y masa a la vez, principio que dio origen a la mecánica cuántica y las teorías de universos paralelos de Everett. Las teorías de Freud mostraban la imagen de una mente humana dominada por impulsos subconscientes que el superego apenas podía controlar y Jung, un discípulo de Freud, analizaba el fenómeno ovni y publicaba teorías sobre los arquetipos e imágenes universales que emanaban del inconsciente colectivo. James Joyce, que había alternado con Einstein en un café de Zúrich, pretendía representar una ciudad al completo en una novela donde conviviría el flujo de consciencia con el artículo periodístico y el informe científico, Borges reflexionaba sobre la identidad múltiple del autor y la disolución del yo en una consciencia cósmica en “El inmortal”, y el poeta irlandés W.B. Yeats publicaba La segunda venida, un poema que predecía el final de la era cristiana para ser sustituida por algo peligroso, violento e imparable, obra en la que uno no puede evitar ver los ecos del hinduismo, cuyos ciclos cósmicos y su concepto del tiempo no-lineal encajan perfectamente en un primer tercio del s.XX occidental, donde se habían destruido tanto los conceptos de certidumbre como los del viejo “sentido común”. Este shock de descubrir que la investigación del universo empleando la razón es un proceso que arroja una imagen que resulta ininteligible, que al indagar en los misterios de la materia y la mente no se encontraban confirmaciones de las anteriores certezas, sino que se penetraba en lo desconocido y lo incomprensible, es muy evidente en la novela, el mundo que habita Jerry se precipita hacia el colapso, los relojes se paran, ni siquiera sale ya música pop nueva que merezca la pena. Tras el asalto a la Mansión Cornelius, el tiempo lineal comienza a desintegrarse, Jerry ya no sabe si el mundo que habita es real o irreal y le importa poco. Europa colapsa social, política y económicamente y la población se fusiona en hombres-masa informes. Se acerca inevitable un enorme final de ciclo cósmico que Miss Brunner busca controlar creando un nuevo ser humano al que injertará un Aleph en el cerebro y Jerry solamente aspira a la destrucción de la norma, el amanecer de una era post-cristiana y hedonista por el puro placer de serlo, sin moralidad ni valores, donde los términos hombre y mujer carecerían de sentido y en el que la nueva aristocracia serían los gays, las lesbianas, los bisexuales. La revolución sexual como modelo para un Edén del futuro que la cruda realidad de los setenta iba a frustrar, como se vería en las posteriores novelas de Las crónicas de Cornelius, pero que posteriormente Moorcock empleará como base para el ciclo de novelas de Dancers at the End of Time.
Y, por supuesto, todo este sindiós habría de aplicarse también a la ciencia ficción si, como afirmaba J.G. Ballard un día que se había venido muy arriba, aspiraba a convertirse en el único género capaz de explicar adecuadamente la realidad del presente. Si ya no es posible entender el mundo como un resultado de causa y efecto, si la ciencia misma nos revela que cuanto más sabemos del universo, más incomprensible resulta, es absurdo que la ciencia ficción continúe la senda del optimismo tecno-científico y la exploración triunfal del universo en una espiral de progreso sin fin. O seguir escribiendo como si el Modernismo no hubiese existido nunca; a finales de la década de los cincuenta el género ya no puede ignorar por más tiempo a Borges, James Joyce o William Burroughs si quiere evitar convertirse en una reliquia anquilosada sin valor. Y El programa final es el manifiesto de todo esto, todo lo que significaba la New Wave, una novela que resume su doctrina en doscientas vertiginosas, extravagantes y estimulantes páginas; abraza la destrucción creativa, hay que ser absolutamente modernos y, sobre todo, no te tomes nada demasiado en serio. Es un mundo delicioso.
The Final Programme, de Michael Moorcock. Introducción de John Clute.
Titan Books; primer volumen de The Cornelius Quartet (22 junio 2016) – originalmente publicada por Avon Books en 1968.
Rústica, 240 pp. 10€.
El programa final, de Michael Moorcock.
Minotauro ediciones, 1979. Traducción de Matilde Horne. 196 pp. Precio variable en el mercado de segunda mano.
Las crónicas de Cornelius, de Michael Moorcock. Introducción de John Clute.
Minotauro ediciones, 2003, dos volúmenes. Traducción de Matilde Horne, Ana Quijada y Marcelo Cohen.
Cartoné con sobrecubierta. Precio variable en el mercado de segunda mano.
Maravilloso texto. Y otro de esos tantos y tantos Minotauros inencontrables.
En este caso yo creo que lo que procedería es una nueva traducción porque se ha quedado un poco vieja, pero ni siquiera en la edición de las cuatro novelas en “Las crónicas de Cornelius” se molestó Minotauro en retraducirla, tradujeron las inéditas, reciclaron la antigua y ya está.
Muchas gracias, me alegro de que te haya gustao la reseña!
Es increíble como consigues venderme cada libro que reseñas. Tendrías un gran futuro como comercial de drogas lisérgicas en el Sprawl de Gibson.
https://www.youtube.com/watch?v=AhSFzbvwWBU
¡El vídeo es dinamita! Gracias por compartirlo
Vaya guinda que has puesto, si fuera más listo hubiera enlazado el video y me habría ahorrado la reseña XD.
Queremos más, siempre más. ¡No estamos para ahorrar!
(Youtube es lo peor… y -muy de vez en cuando- lo mejor).
¡¡¡¡¡¡!!!!!! ¡Un vídeo de MJH escalando! ¡Y en un momento de la entrevista le sale una mirada asesina!
Muchas gracias por el texto. Me ha interesado mucho. Ahora tendre que leerme la novela de Moorcock.
Disculpa el spam desvergonzado, pero si te interesa El Prisionero y la cultura de los 60 de la que tanto bebe Moorcock, quiza mi libro pueda interesarte.
https://appleheadteam.com/producto/no-soy-un-numero-un-viaje-por-la-cultura-popular-de-los-60-a-traves-de-el-prisionero/
En cualquier caso, felicidades por tu blog.
Hola Santi, muchas gracias, me alegro de que te gustara la reseña. Espero que la novela te guste si te animas con ella.
Respecto al desvergonzado spam, he de decir que gracias a un hilo tuyo en twitter acerca de las influencias literarias en El prisionero, descubrí “El mago” de John Fowles, que ha sido una de las novelas que más me han flipao en mi vida, así que por mi parte tienes barra libre para hacer todo el spam que gustes. Y por supuesto, tengo tu libro en el punto de mira desde hace tiempo, que soy fan de la serie.
Ya que estoy:
https://pmpress.org/index.php?l=product_detail&p=1201
[NOVEMBER coupon 50%].
Me lo estoy pensando, porque luego lo mismo me crujen con las aduanas y demás patrañas post-trumpistas…
(Por si le puede interesar a alguien por estos lares).
Tiene pintarraca y creo que sale en noviembre, no vas a tener problemas de aduana para pedirlo, acabo de ver en el Colmado del Mal que lo tienen disponible para la semana que viene.
¡Viva el mal, viva el Colmado del Mal!