Christopher Priest, In Memoriam

Christopher Priest

La muerte de Christopher Priest el dos de febrero me ha entristecido hasta extremos difíciles de explicar. De los escritores foráneos que más he leído es el único con el que he podido conversar en más de una ocasión. Guardo un recuerdo magnífico de cada uno de aquellos encuentros. No sólo parecía encantando de recibir el agradecimiento de un fan; fue amable y se mostró abierto a tratar multitud de asuntos con inteligencia, humor, una ligera causticidad si el tema era peliagudo… Esto se hace extensible a muchos otros escritores y escritoras, pero en mi caso lo valoro por mi timidez recalcitrante, una característica que se ahonda con las personas por las que siento una admiración especial. Y por Priest tengo auténtica devoción.

Cuando en 1999 Alan Moore inició su aventura editorial America’s Best Comics (La liga de los hombres extraordinarios, Tom Strong, Top 10…) hubo mucha expectación. Su propuesta de retrotraerse a las fuentes de la literatura pulp, explorar arquetipos previos o paralelos a lo superheroico, pudo salir mejor o peor pero fue una decisión inesperada en un contexto poco dado a salirse de los raíles. También un paso autoconsciente de sus fortalezas y la manera en la que se había acercado previamente a los superhéroes. En el campo de la ciencia ficción, en 1999 Christopher Priest llevaba ya tres décadas cultivando una línea semejante. Se sumergía en los orígenes de la ciencia ficción, se imbuía de sus arquetipos, les incorporaba elementos poco o nada utilizados y les insuflaba una mirada genuina convertida en una marca de fábrica reconocible.

El mundo invertido, La máquina espacial o El glamour emanan de H. G. Wells, a la vez que integran lo aprendido durante más de medio siglo de evolución literaria (J. G. Ballard, John Fowles, Walter de la Mare), en una búsqueda por mantener a la novela fiel a su raíz etimológica: hollar nuevos territorios, en la forma, en el fondo. En este enfoque es decisiva un visión desacomplejada de las convenciones que, incluso en la obra que más se acerca a ellas (El mundo invertido), sorprende por su distancia respecto a las corrientes dominantes dentro de la ciencia ficción. Entre todas las fajas y las cubiertas traseras que anuncian textos que rebasan, trascienden los límites de los géneros hay escaso material que merezca esa afirmación como hizo Christopher Priest. Al igual que Ballard o Philip K. Dick alcanzó la categoría de género en sí mismo.

Sigue leyendo

Atrapados en estrecha compañía, de Daniel Pérez Navarro

Atrapados en estrecha compañíaLa Cosa es una película impactante, más si cabe durante la adolescencia. Recuerdo verla en VHS con 15 o 16 años mientras pasaba unos días en casa de mi abuela, tras alquilarla en un videoclub del pueblo de al lado. Algo a lo que me había resistido porque me daba pavor lo que me habían contado sobre ella y recordar la imagen de carátula que tenía asociada; esa criatura informe, indefinida, hecha de carne y sangre que te contemplaba sobre esas tres siluetas en fondo blanco. La experiencia fue transformadora. Todas las películas con monstruo que vinieron posteriormente quedaron a sus pies y pocas veces recuperaría esa sensación de paranoia, intriga, duda. Además, La Cosa invita a la discusión y el debate. En un nivel más primario, el juego detectivesco de quiénes y cuándo se transforman en Cosas. Soterradas quedan muchas otras cuestiones que abarcan lo político, lo social, la manera de contar historias, el modo de acrecentar las emociones del espectador mediante la música…

Al igual que en su estudio sobre El resplandor, Torrance, en Atrapados en estrecha compañía Daniel Pérez Navarro reivindica el ensayo en su acepción primordial: tantear ideas, profundizar en sus significados y sacar a la luz su conexión con cualquier aspecto de nuestra cultura. Ese es el sentido de los 10 capítulos del libro. Cada uno abre en canal un tema que, en la secuencia en la que están engarzados, se realimenta con los anteriores y posteriores. Esa malla de argumentaciones analiza el entramado de La Cosa desde una multiplicidad de ángulos. Algunos bastante discutidos, otros inician exploraciones pioneras.

Sigue leyendo

El programa final, de Michael Moorcock

Siempre me ha resultado curiosa una opinión muy extendida sobre la figura de Michael Moorcock, me refiero a esa imagen de “Moorcock el garbancero”, un tipo capaz de escribirse en dos días una novela sobre torturados antihéroes albinos (que detestaba), para pagar las enormes deudas generadas por la revista New Worlds gracias a su pésima gestión financiera. Sin embargo, y sin negar que pudiera haberse ganado a pulso cierta reputación, la influencia de Moorcock en la ciencia ficción resulta capital; carismático y entusiasta, fue capaz de convencer y animar a diversos autores británicos (y más tarde norteamericanos) para embarcarse en la misión de demoler y transformar la ciencia ficción anglosajona que predominaba en aquella época de mediados/finales de los años cincuenta del s.XX, es decir, una serie de narraciones escritas de la forma más funcional posible, al margen de la modernidad literaria y cultural de su tiempo, en las que héroes positivistas superaban una serie de obstáculos para reafirmar la idea de que vivimos en el mejor de los mundos posibles y si no, ya lo arreglaremos gracias a la tecnología (generalización injusta quizá, aunque cuando uno es joven y se rebela contra sus mayores no suele reparar en matices). El resultado fue un movimiento literario conocido como New Wave y su órgano propagandístico, la revista New Worlds, una publicación de papel cochambroso que comenzó distribuyéndose junto a revistas porno, y que, guiada por un afán destructivo y plagado de episodios psicóticos, consumo de drogas, obligaciones familiares desatendidas, acreedores violentos, frustraciones sexuales, caradura sin límites y estrecheces financieras, fue el inicio de un largo camino que, desbrozado por autoras y autores posteriores, ha acabado por convertir a la ciencia ficción en un género lo suficientemente elástico como para albergar todo tipo de inquietudes e intereses temáticos y estéticos, completamente normalizado e integrado tanto en el mainstream como en la “alta cultura”.  Sigue leyendo

National Quiz, de Reiichi Sugimoto y Shinkichi Kato

Uno de los aspectos más agradecidos del manga japonés para el lector curioso, quizá un poco trastornado también, es su carácter de pozo sin fondo rebosante de propuestas insólitas, en el que, si rascamos más allá de los títulos más populares y los géneros habituales, seguro que encontraremos un manga sobre alguna obsesión de nuestro interés por muy rara que sea nuestra parafilia. Tráfico de órganos, competiciones de comida, manuales de agricultura, ucronías feministas, toreras lesbianas, futbolistas japoneses en el Betis, la vida cotidiana en una aldea uzbeka del siglo XIX, un trasunto del patito feo protagonizado por un bondadoso aparato reproductor masculino…, etc, etc, todo lo que la mente humana pueda imaginar. Sin embargo la sátira política no es algo muy común en Japón, tanto en el mundo del humorismo como en los mangas. No faltan, por supuesto, los tebeos políticos, alguno de ellos publicado en España, como el premio Eisner, Eagle de Kaiji Kawaguchi, donde se relata la carrera a la presidencia USA de un candidato de ascendencia japonesa, Santuario, de Buronson y Ryoichi Ikegami, el equivalente en manga a cuñadear a voces cocido de sake en la barra del izakaya a cuenta del corrupto sistema político japonés, o Akumetsu, de Yoshiaki Tabata y Yuki Yugo, la demencial, salvaje y catárquica historia de un sangriento vengador de corruptelas bancarias e injusticias económicas en un Japón del futuro cercano arrasado por la deuda y la crisis. Pero esto de echarse unas risas con el tema, pues poco. Así que hoy les presento una verdadera rareza hasta en su país de origen, National Quiz del escritor Reiichi Sugimoto y el dibujante Shinkichi Kato, una sátira política que parece el storyboard de una hipotética adaptación del V de Vendetta de Alan Moore y David Lloyd dirigida por un Paul Verhoeven japonés.

Sigue leyendo

Homúnculo, de James P. Blaylock

No recuerdo si les he dado la brasa todavía con la piedra angular de mis primeros pasos en esto del fantástico, es decir, los tres primeros números de la revista Gigamesh. Si no ha sido así, ya iba tocando. Para un jovencito de veinte años, pretencioso pero despistado, que apenas salía del cascarón escogiendo lecturas de lo más variopintas por el infalible método de “la portada mola” (tenía la estantería llena de ultramares) y cuyos ídolos del momento eran William Gibson y Gene Wolfe, la constante lectura y relectura de aquellos tres números supusieron la forja del lector profundamente snob que soy ahora, el periodo larvario de un crítico furibundo. Y es que, en unas circunstancias de escasez de información y desconocimiento del panorama editorial, aquellas páginas se convirtieron en imprescindible guía de compra (el primer estado del lector de crítica) a la que acudir para escoger lecturas. Además de las numerosas reseñas (muy graciosas en su mayoría), se incluían listas con lo mejor del año o especiales como aquel cyberpunk, abundante en nombres y libros, una mina para un lector solitario de ciudad dormitorio en los tiempos inmediatamente pre-internet. Y de entre toda aquella avalancha de títulos enseguida me llamó la atención Homúnculo, de James P. Blaylock, que recomendaba fuertemente el crítico y traductor Albert Solé, cuyos artículos y reseñas me molaban bastante por su sentido del humor y porque más o menos coincidíamos en gustos, para qué engañarnos. Era una novela con buenas puntuaciones en el Hit-parida de la crítica y la etiqueta con la que se vendía resultaba de lo más sugerente; steampunk, un “movimiento” literario que había surgido hacía algunos años en USA y que poco a poco iba llegando al mercado español.

Sigue leyendo

D de Destructor, de Ramón Muñoz

D de Destructor

Una de mis muchas lagunas lectoras en cuanto a fantasía, ciencia ficción, terror, literatura fantástica en general, se refiere, es la de los autores españoles (aunque más lamentable aún es mi ratio de libros escritos por mujeres, actualmente se encuentra en un paupérrimo cinco sobre cincuenta reseñas escritas en total, de las cuales sólo una fue positiva). Desconozco la razón, quizá se trate de un mecanismo mental involuntario en mi anárquica forma de escoger lecturas, la asunción profunda a nivel inconsciente de la (falsa) premisa de que el fantástico es un género fundamentalmente anglosajón y qué mejor que ir al original. O es quizá envidia de que la misma persona que me precede en la cola del Mercadona abarrotado un sábado a las doce y media de la mañana pueda estar fabulando otros mundos mientras yo sólo llego a odiar muy fuertemente mi vida y las decisiones que me han llevado a ese preciso momento espaciotemporal. O mejor aún, como manda el tópico perezoso, todo crítico literario es un escritor frustrado y yo no iba a ser menos. Bueno, no del todo, aunque como casi toda persona muy lectora he intentado emular a mís ídolos, enseguida me di cuenta de que aquello no era lo mío, escribir un relato, una novela, es una cosa dificilísima completamente fuera de mi alcance.

Bueno, les largo todo este rollo en plan excusatio non petita, pero que sinceramente es algo que me reconcome, para celebrar que llego a las dos, DOS, reseñas de autores españoles en un sólo año. En este caso se trata de D de Destructor la antología de relatos de Ramón Muñoz que ha publicado Cyberdark en su colección de antologías de autores españoles. ¿Y por qué he escogido la antología de Ramón Muñoz?. Pues porque a finales de los noventa, en la revista Gigamesh, entre relato de Greg Egan y relato de Greg Egan, su cuento “Días de tormenta” me impactó muchísimo, un relato a la altura del mejor Lucius Shepard.

Sigue leyendo

De Kant a la ciencia ficción

«Si quieres construir un barco, no empieces por buscar madera,
cortar tablas o distribuir el trabajo.
Evoca primero en las personas el anhelo del mar libre y ancho.»
(Antoine de Saint-Exupéry)

Historia y antología de la ciencia ficción españolaEn la introducción a la antología que trabajamos Julián Díez y yo para Cátedra, hacíamos una afirmación que varias personas me han cuestionado con mayor o menor escepticismo. La afirmación era la siguiente:

Tras Kant se había separado el conocimiento en dos grandes áreas complementarias: la cuantificable con fórmulas y números, y la que pertenece más al terreno de lo trascendente. Esta separación creó un nuevo concepto de sociedad, de ser humano, de universo. A partir de ese momento, comenzó a plantearse que la estética, la ética, la justicia, el amor… tenían una parte material y otra parte de construcción intelectual. Es decir, se certificó que muchos supuestos postulados se deben a opiniones nuestras disfrazadas de justificaciones divinas o (falsamente) universales.

Durante el siglo XIX este cisma derivó en el positivismo y en la pasión por la ciencia y la tecnología. Combinada con la revolución industrial que se producía de forma simultáneamente en esos años, introduciendo en la sociedad de manera progresiva elementos de ciencia cada vez más avanzada, constituiría así el germen del nacimiento de la ciencia ficción.

Este texto final ya contenía algunas modificaciones de Julián a mi teoría de que existe cierta vinculación entre la nuevas perspectivas de la Ilustración y lo que siglo y medio después sería conocido como «ciencia ficción». En fin, las puntualizaciones de mi querido colega me parecieron pertinentes, tanto desde un punto de vista teórico como desde lo divulgativo, especialmente en lo referido a la revolución industrial.

Considero justificadas las críticas que me han llegado desde la publicación, por el acto de fe que exijo ante una concepción de la historia del género que, hasta donde llego, nadie había defendido. Entiendo el escepticismo, que se dude de mi intención, puesto que no creo en ningún acto de fe en ciencias humanísticas. (Cuando dicho acto se le debe a un profesor de universidad, creo menos aún, si no se aportan explicaciones detalladas; conozco demasiado bien la universidad (española o no) como para confiar en los postulados de muchos investigadores.)

Por otra parte, me encantaría realizar algún día una comprobación empírica de mi teoría para satisfacer a los fanáticos irracionales de la razón. Lamentablemente, como tanto pasa en Humanidades, a menudo debemos basarnos en deducciones y justificaciones teóricas más que en comprobaciones empíricas. Eso no deslegitima a las Humanidades, sino que invita a trabajar sus afirmaciones, sincrónica y diacrónicamente, de una manera diferente que en las ciencias empíricas. Sobre esto también escribo más abajo.

Por cierto, aprovecho para defender que de ahí parte la necesidad de una imprescindible visión postmoderna de las mismas (no equivalente a un «todo vale»), visión no aplicable a las certezas empíricas de la tecnología. Esta manera de entender la cultura humana resulta fundamental para lo que pretendo exponer aquí, pero desgraciadamente su discusión merece otros espacios de debate. Espero que el propio desarrollo de mi argumentación permita prescindir por el momento de la eterna e interesante discusión sobre la postmodernidad.

En fin, todo esto me sirve para aclarar que mi afirmación se basa solo en una teoría, aunque esta parta, por supuesto, de las investigaciones y estudios que durante muchos años he realizado en torno a la ciencia ficción, la cultura popular y la filosofía y la historia del siglo XIX y principios del XX (con todas mis humildes limitaciones). Insisto: como debe hacerse siempre en Humanidades (y en cualquier tipo de estudio), mis afirmaciones habrán de ser complementadas, ratificadas, hundidas o matizadas.

Al lío…

Sigue leyendo

El ladrón cuántico, de Hannu Rajaniemi

El ladrón cuántico

El ladrón cuántico

Como todo ser humano, tengo mis debilidades. En lo que a la literatura se refiere, una de las muchas recae en mi predilección por las editoriales que tienen una línea más o menos clara; sellos que dejan entrever la personalidad de su editor. Una “marca” que, sin ser excluyente, va más allá de la temática, de seleccionar novelas con premio o la búsqueda de meros pelotazos. Un compromiso con una visión de la narrativa, no presente en todos y cada uno de los títulos pero sí fehaciente en una mayoría suficiente, que invita a conocer libros sobre los que apenas tienes información.

Ya he hablado alguna vez de mi sintonía con la visión de Paco Porrúa y su Minotauro o con Alejo Cuervo, su etapa detrás de Martínez Roca o gran parte de los primeros años de Gigamesh. Y con independencia de las diferencias de criterio o los borrones que se pueden encontrar, me ocurre otro tanto de lo mismo con Luis G. Prado y sus sellos Bibliópolis, Marelle y Alamut. Además tiene algo que cada vez echo más a faltar en este mercado editorial repleto de retruécanos, medias verdades y colaboradores disfrazados de lectores de base que vocean y vocean como si no tuvieran relación alguna, sin ningún tipo de autocrítica. Acostumbra a hablar claro, dar los datos objetivos (que puede) y vender sus productos como lo que suelen ser.

Sigue leyendo