Ya el propio punto de partida de este libro es raro. Y lo es de esa manera en que nos desconcierta lo descontextualizado, lo extraño, ante lo que normalmente reaccionamos con alguna de las variantes de la pregunta: ¿cómo se le ha podido ocurrir al autor una cosa así? En El mundo invertido, de Christopher Priest, la ciudad de Tierra, con sus edificios y sus gentes trabajadoras y bien organizadas, se mueve sobre raíles que hay que ir construyendo y arreglando sobre la marcha. La ciudad avanza hacia un punto inalcanzable llamado Óptimo, sin que acabemos de saber, igual que los personajes, por qué. Hay unos gremios especializados en la construcción de puentes para salvar los obstáculos naturales de la orografía, y hay otros gremios, como en el que ingresa Helward Mann, claro protagonista de la novela, llamados del futuro, que es el nombre que le dan a la tierra que tienen por delante, aún por descubrir. La primera frase ya nos empuja a un mundo distorsionado hasta en sus mismas concepciones del tiempo, hasta en la manera misma en que lo miden: “Había cumplido las seiscientas cincuenta millas de edad”.
La primera parte de El mundo invertido está narrada en primera persona, y es a través de Mann, el joven protagonista, que nos familiarizamos con el mundo extraño de Priest, con sus gremios, sus sistemas de trabajo, y con la lejana incógnita del mundo exterior. Es, en ese sentido, una novela de formación, en la que vemos cómo evoluciona la mente y los conocimientos del protagonista, cómo se estructura su personalidad.
Construcción de vías, comida sintética, relaciones programadas, referencias misteriosas a un planeta Tierra que ya no existe: este es el entramado de esta historia en la que el hecho de que una ciudad que se mueva ya es, o para mí al menos ha sido, un detonante de las mejores sensaciones de fascinación que provoca lo cienciaficcionesco. Pero ya en la segunda parte, donde un narrador en tercera persona se encarga de narrar la salida de Helward al mundo ajeno, se vuelve todo un poco loco. La realidad misma se altera, la propia fisicidad objetiva del entorno como los ríos, las montañas o las compañeras de viaje del protagonista pierden su forma original, y fluctúan de tamaño, de color y de forma como imágenes de caleidoscopio, como las coloridas alucinaciones de la psicodelia sesentera. Por eso no es gratuito el cambio de narrador: no sería creíble, dada la metamorfosis de todo lo real en la novela, que una primera persona afectada de tal manera contase lo que le rodea como si no pasara nada.