Después de Paco Porrúa y Domingo Santos, sin duda la persona más influyente en el desarrollo de la ciencia ficción en España en los setenta y los ochenta fue Carlo Frabetti. Sobre todo por los 40 volúmenes (en realidad 41, puesto que el último apareció descolgado bajo el título Extraterrestres y otros seres como número 13 de la Colección Naranja) publicados en la colección Libro Amigo de Bruguera bajo el título genérico de «Ciencia ficción. Selección», que escogían material publicado originalmente en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Frabetti dirigió también la primera colección Nova y los primeros volúmenes de la edición de Forum de Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine, además de colaborar con Nueva Dimensión de manera frecuente, ser uno de los guionistas del mítico programa La bola de cristal (sí, uno de los padres de «¡Viva el Mal! ¡Viva el Capital!», un adoctrinamiento tan efectivo que 33 años después tenemos a Vox en el Congreso), y un cuentista no muy prolífico pero bastante interesante.
La única vez que le he visto me lo encontré en un ascensor en la Semana Negra de Gijón. Se puede decir muchas cosas de ese evento, pero una positiva sin duda es que es campo abonado para trabar conversaciones casuales. Lo intenté, pero el hombre no me dio bola; me pareció que le estaba molestando con cosas que le resultaban lejanas y poco gratas. Es bien cierto que Frabetti fue uno de los enfants terribles de la época, con ese posicionamiento político de extrema izquierda nada oculto, y escasa paciencia para con el aficionado medio tirando a obtuso que debía ser moneda corriente aquellos años. O, dicho de otra forma, puede que quedara aún más harto que yo de todo esto. De manera significativa, en su página de Wikipedia ni se menciona su relación con el género, sólo sus logros como escritor de novela juvenil y su condición de matemático, por la que ha aparecido en numerosos medios presentando pasatiempos y reflexiones ingeniosas.
La verdad es que si hay un tipo de la historia del género en España al que me gustaría entrevistar, aparte del misterioso Enrique Lázaro, sin duda es él. Porque lo que hizo me gusta y me influyó; y porque en gran medida también soy incapaz de explicármelo. Entiendo los criterios que guiaban a Nueva Dimensión, más o menos, y desde luego los gustos que marcaban las decisiones de Santos y Porrúa. Pero ¿cómo hacía Frabetti las antologías «Ciencia ficción»? Tenía a su disposición cientos de números de una revista extraordinaria, quizá la mejor, y entonces ¿por qué publicaba relatos malos de autores desconocidos con tanta frecuencia? ¿Formaban parte de sus gustos, tenía acceso a una cantidad limitada de material original, les cobraban más por reeditar a unos escritores que a otros? En resumen, ¿cuál era el criterio editorial?
Los volúmenes los presentaba Frabetti con una paginita y media, cortita y al pie, y luego raramente dedicaba más de unas líneas por cuento. Pero esos textitos exudaban personalidad y observaciones interesantes. En el que vengo a comentar, por ejemplo señala que a su parecer la ciencia ficción es más alarmante que pesimista «en su acepción literal: que da la alarma», lo cual es un comentario tan atinado como poco trillado.
A partir del número 24, más o menos, la elección de los relatos empieza a tener más consistencia y sentido, con especial hincapié en las Selecciones conmemorativas 25 y 39 (correspondientes a los especiales por el 25 y el 30 aniversario de F&SF), dos de las mejores antologías jamás publicadas en España. En este 27 destacan nombres como los de Asimov, Vonnegut, Sheckley o Wyndham, junto a otros de interés para el buen conocedor como los de Bertram Chandler, Young o Dickson. El denominador común se supone que es el humor, pero no es cierto.
El plato fuerte es, sin duda, «Harrison Bergeron», de Kurt Vonnegut. Un relato que aparece con frecuencia en los listados de los mejores de la historia de la cf, en realidad el único del autor que tiene tanto valor dentro de una obra reconocida sobre todo por la relevancia de sus novelas. Me parece especialmente interesante que Frabetti publicara un cuento que argumenta de manera precisa las objeciones habituales del individualismo capitalista estadounidense contra cualquier forma de socialismo; una historia que habría podido escribir con gusto Ayn Rand si hubiera sido algo más inteligente que listilla y no hubiera padecido un severo caso de diarrea literaria.
En el futuro distópico esbozado por Vonnegut, cualquiera que sobresalga de lo común debe ser penalizado en aras de la igualdad: los más inteligentes escuchan ruidos que les impide pensar con continuidad, las bailarinas especialmente ágiles deben cargar pesos. Nadie puede ser mejor que los demás para no provocar envidias y conflictos. El Harrison Bergeron del título es una suerte de superhombre que intentará salirse del rebaño.
Es la pesadilla clásica para la ideología estadounidense, heredera de los más que interesantes Emerson y Thoreau para desembocar en el lamentable darwinismo social contemporáneo. Se nos presenta un colectivismo llevado a sus últimos extremos para impedir el desarrollo individual (del libre mercado, ni hablemos). Planteado así como lo hace Vonnegut, con gracia y en doce páginas, hace pensar sin que se pueda tomar del todo en serio, considerando que en esa misma época un estado que llevaba las ideas del colectivismo supuestamente a rajatabla no cargaba con pesos a sus bailarinas, ni mucho menos.
Abunda en la típica admonición alarmante (en efecto) contra un futuro que no va a producirse: asustarse un poco por asustarse, por el gustirrico. Utiliza la falacia habitual de asimilar un disparate con el triunfo de un enemigo con objetivos bastante distintos: en el caso del estalinismo, el sometimiento a una dictadura, por mucha etiqueta proletaria que le quisieran poner como coartada; en el de la izquierda social real, la protección del débil frente a las fuerzas deshumanizadas de los automatismos del mercado, que ahora tan bien conocemos. Rand, como digo, hizo lo mismo durante páginas soporíferas y de un maniqueísmo sonrojante. Aquí ese temor está manifestado de una forma hilarante, precisa y literariamente contundente, por mucho que se trate de un temor infundado. Hay que reconocer los aciertos del enemigo y aprender de ellos: el futuro presentado por Vonnegut es igualitario, pero horrible.
Siento una debilidad importante por Robert F. Young, algo que debo en gran medida a su presencia en distintos números de estas antologías, porque hizo prácticamente toda su carrera de cuentista en F&SF. La suave crítica al capitalismo y la modernidad que centra buena parte de sus cuentos encajan como un guante en el proyecto que intuimos que sustentaba el acercamiento de Frabetti al género. Sus relatos me tocan con precisión una tecla interior, y son un excelente ejemplo de mi enfoque de la cf como arma política, en tanto que herramienta para la reflexión.
En las obras de referencia se suelen destacar dos cosas de Young: que cuando se jubiló se supo que trabajaba como conserje de colegio (por cierto, lo que escribió después, con más tiempo, tiene un corte más aventurero y es notablemente menos relevante), y que se le considera una suerte de epígono de Ray Bradbury. Es verdad que comparten el uso de esa maravillosa creación del género, la nostalgia por lo no sucedido, así como el tono poético, pero Young no se acerca a lo sublime de Bradbury en términos puramente literarios, a la vez que resulta más eficaz en términos puramente propios, internos: utiliza recursos de la cf algo más gruesos pero que despiertan en mí una absoluta simpatía.
Que Young esté hoy prácticamente olvidado, aunque aparezcan colecciones suyas en el mercado estadounidense con frecuencia mayor que la de otros colegas de la época, me parece una de las injusticias por antonomasia que rodean a la cf. Muchas infligidas desde dentro de sus muros contra sus heterodoxos, por cierto. En mis momentos más paranoicos me da por considerar la posibilidad de que se les haya acallado porque dan motivos de reflexión, pero luego veo Black Mirror y al fin y al cabo es lo mismo, pero setenta años después y hecho al gusto contemporáneo.
Aquí Young no alcanza su nivel máximo (el de «Traigo frescas lluvias», «Treinta días tiene septiembre» o «Romance en un cementerio de coches usados del siglo XXI», por si alguien tiene curiosidad), pero usa sus recursos habituales y deja un regusto para mí delicioso. A la Emily del título del cuento, «Emily y los bardos sublimes», es fácil imaginársela en la piel de la Sally Hawkins de La forma del agua, una mujer abusada, sensible y solitaria que, en este caso, cuida una curiosa sala de museo donde se han colocado androides con la apariencia de los principales poetas en lengua inglesa y declaman sus trabajos. Emily se siente íntimamente conectada con las figuras, en particular con la de Lord Tennyson. La sala no tiene visitas ante el desinterés por la poesía y los gestores del museo, más preocupados por lo crematístico que por lo artístico, deciden convertirla en una exhibición homenaje al cromado en los automóviles del siglo XX.
La idea, que en manos de una letraherida de las chungas derivaría hoy en un relato cuqui a la par que repleto de denuncia, es para Young sobre todo fuente de melancolía y ternura. Incluso el final positivo, facilón, lo recibo con una sonrisa de empatía. Quizá el tono global es algo naif y hubiera sido curioso conocer esta misma historia contada por la más pícara Evelyn E. Smith, por citar otra autora valiosa de la época en F&SF y hoy olvidada, pero funciona pese a todo por las mismas razones que La forma del agua: remite a una sociedad que por mucho que Young la sitúe en el futuro, forma parte de nuestras ensoñaciones del pasado.
Tampoco es de humor, y también es de tono bastante sensible, la aportación de John Wyndham, «Pliegue en el tiempo». Wyndham siempre escribía bien, pero este cuento no tiene mucho recorrido. Pronto nos percataremos de que se trata de un acercamiento bastante temprano a un tema que luego se ha tratado de forma extensa, el de enamorados que se reencuentran a distintas edades por estas cosas de los juegos temporales. Stephen King demostró no hace tanto que incluso se le puede dar una nueva vuelta emocionante.
No es el caso de otro tema muy topicón, el de los extraterrestres aterrizando justo en medio de unos paletos, que es el eje de «El malentendido», de Ruth M. Goldsmith. Una autora que escribió sobre todo en revistas generales y que con su único otro cuento en F&SF, anterior, había conseguido buenas reseñas. Esta es la típica historia que me despierta las ya mencionadas ganas de preguntarle a Frabetti el porqué. Lo único que se me ocurre es que le pareciera un asunto de actualidad dada la coincidencia de esta traducción con el relativo éxito del himno generacional «El O.N.I.», de La Charanga del Tío Honorio, que trata el mismo tema y tiene exactamente la misma puta falta de gracia. Pero, por otro lado, me cuesta imaginar a Frabetti reparando en esas minucias.
El otro cuento que más destaco en esta recopilación es «Amor S.A.», bien conocida historia de Robert Sheckley. Es una de esas fábulas amargas suyas, sin intención de verosimilitud alguna pero usando los mecanismos de la cf para hacer una suerte de filosofía cercana. No puedo hablar mucho de su argumento sin destriparlo, salvo para decir que implica algunas reflexiones sustanciosas sobre la naturaleza humana. La recuperación de Sheckley para el lector actual es otra cuestión más que pendiente, aunque su peso en la historia del género al menos no es puesto en duda salvo por gente abiertamente desinformada (que, por otra parte, ni escasea ni se recata en darnos a conocer su opinión).
Aún menos sentido como cf tiene el breve textito de Mark Twain, «Una curiosa excursión de placer». Siempre me ha llamado la atención cómo los exégetas habituales de la cf acaparan estos grandes autores como ejemplo del género mientras desdeñan a escritores actuales que puedan hacer lo mismo: pasarse por el forro la verosimilitud científica y soltar disparates por hacerse los graciosos o los modernuquis. No es que el cuento haya quedado obsoleto, es que era una tontería ya cuando apareciera en el siglo XIX, y lamento decirlo porque soy tan amante de Twain como el que más. Pero esta es la típica cosa rancia que sólo se sujeta por la firma.
«La jaula», A. Bertram Chandler, es citado generalmente como un clásico menor y es el título que inmediatamente citará un fan pollavieja (pero vieja de verdad) como lo más conocido de este autor australiano. El final es relativamente inesperado, pero en general apesta a pasado, a viejuno, pero mucho, como un filete de pollo después de tres días al sol, ese tipo de olor que se mete al fondo de la fosas nasales y produce dolor de cabeza. Baste decir que unos alienígenas capturan a unos terrestres y los meten en un zoo.
«La noche muere» es uno de los cuentos de Isaac Asimov protagonizados por el investigador Wendell Urth, y cumple sin mucho más. Finalmente, «Misión de rescate», de Gordon Dickson, no tiene gracia, pero ya está bien de enrollarme.
Como se verá, la selección es incomprensiblemente irregular, perjudicada en particular por cierta sensación de convencionalismo que contrasta totalmente con lo arriesgado de otras propuestas con las que comparten páginas. Por eso se me hace tan raro, por eso quisiera hablar con Frabetti. En el balance, estas selecciones de Bruguera siempre albergan alguna sorpresita y yo me sigo acercando a ellas con la fe serena del cristiano viejo.
En efecto, Frabetti es uno de los pilares de esa ciencia ficción a la que nos enganchamos de críos. Estaba invitado a la charla con Luis Vigil que se celebró en Barcelona en enero, pero el mismo día se excusó diciendo que no iba a poder asistir. Una lástima, porque habría sido interesante oírlo hablar de aquella época.
Es una pena que una hipotética antología de los mejores relatos de Robert F. Young o William Tenn (por poner otro ejemplo de autor infravaloradísimo que me encanta) no salga a cuenta.