Mundo azul, de Jack Vance

Mundo azulEn realidad no revisito este libro para esta ocasión de examinar libros viejos, sino al autor. Jack Vance: un presunto clásico del cual en esta misma web, a lo largo de la muy respetable cantidad de años que lleva activa, sólo he escrito yo una vez, aunque en realidad no lo hice. Un tipo nada seguido en los cincuenta y sesenta, relativamente reivindicado en los setenta, convertido en rey de las publicaciones de cf en España en los ochenta y noventa, denostado a partir de los 2000 por el mal rendimiento comercial de sus últimos trabajos publicados en Gigamesh. y hoy olvidado entre los olvidados: demasiado pulpero para que le defienda el lector de literatura prospectiva, demasiado sofisticado estilísticamente para ser recordado por los adoradores del garbancerismo. El rey de la aventura espacial exótica, del que durante unos años yo me leía religiosamente una novela en mis vacaciones de verano, hasta prácticamente conocer su obra al completo.

No sé muy bien por qué dejé de leer a Vance. Quizá me dejé llevar por la corriente. Tampoco me quedaban pendientes muchas cosas: una de ellas era este Mundo azul de colección ultramaldita. El enésimo intento de Marcial Souto de hacer algo relevante fuera del campo de las colecciones de género, consiguiendo incluso prólogos de gente como Antonio Muñoz Molina, Julio Llamazares, Manuel Vicent, Fernando Savater o Vicente Verdú, además de textos originales de grandes de la cf anglosajona escritos para la ocasión. Un fracaso tan descomunal que de los doce libros publicados, los seis últimos (éste entre ellos) sólo se distribuyeron en Argentina, pese a estar impresos en Barcelona. Misterios del mundo editorial. No quieran mirar el precio en Iberlibro de estos tomitos; yo los conseguí hace una década a través de un contacto, y hay otras formas de leerlos.

¿Cómo ha sido entonces mi reencuentro con Vance, tras la frustrada experiencia pandémica? En resumen, para qué dilatarlo más: estupendo. Vance no es, decididamente, mi taza de té. Las suyas son aventuras irrelevantes, y creo que ni él mismo se las tomaba muy en serio; intuyo que una muestra de ello son esos finales abruptos que le son característicos. Aquí nos encontramos una vez más con ese corte radical una vez cerrada la trama, como si él mismo se cansara de esa movida tan extraña que ha ido creando con su imaginación disparatada. Pero es que, amigos y amigas, cómo escribe. En particular: cómo describe. Efectivamente, ya lo destacó hace cuarenta años Carlo Frabetti en los volúmenes de Bruguera en los que presentó a Vance al público español: sólo él tiene esos olores, esos colores, ese detalle en la vestimenta, esas formas de diálogo alternativas, esas costumbres extrañas a las que arma pacientemente de coherencia. Imaginativo hasta lo excéntrico, sus mundos son estructuras cerradas que sólo funcionan conforme a sí mismas, a lo largo del periodo en el que nos ponemos en sus manos para compartir su sueño.

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Fracasando por placer (III): Ciencia ficción. Selección 27, Bruguera, enero de 1977

Selección 27

Después de Paco Porrúa y Domingo Santos, sin duda la persona más influyente en el desarrollo de la ciencia ficción en España en los setenta y los ochenta fue Carlo Frabetti. Sobre todo por los 40 volúmenes (en realidad 41, puesto que el último apareció descolgado bajo el título Extraterrestres y otros seres como número 13 de la Colección Naranja) publicados en la colección Libro Amigo de Bruguera bajo el título genérico de «Ciencia ficción. Selección», que escogían material publicado originalmente en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Frabetti dirigió también la primera colección Nova y los primeros volúmenes de la edición de Forum de Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine, además de colaborar con Nueva Dimensión de manera frecuente, ser uno de los guionistas del mítico programa La bola de cristal (sí, uno de los padres de «¡Viva el Mal! ¡Viva el Capital!», un adoctrinamiento tan efectivo que 33 años después tenemos a Vox en el Congreso), y un cuentista no muy prolífico pero bastante interesante.

La única vez que le he visto me lo encontré en un ascensor en la Semana Negra de Gijón. Se puede decir muchas cosas de ese evento, pero una positiva sin duda es que es campo abonado para trabar conversaciones casuales. Lo intenté, pero el hombre no me dio bola; me pareció que le estaba molestando con cosas que le resultaban lejanas y poco gratas. Es bien cierto que Frabetti fue uno de los enfants terribles de la época, con ese posicionamiento político de extrema izquierda nada oculto, y escasa paciencia para con el aficionado medio tirando a obtuso que debía ser moneda corriente aquellos años. O, dicho de otra forma, puede que quedara aún más harto que yo de todo esto. De manera significativa, en su página de Wikipedia ni se menciona su relación con el género, sólo sus logros como escritor de novela juvenil y su condición de matemático, por la que ha aparecido en numerosos medios presentando pasatiempos y reflexiones ingeniosas.

La verdad es que si hay un tipo de la historia del género en España al que me gustaría entrevistar, aparte del misterioso Enrique Lázaro, sin duda es él. Porque lo que hizo me gusta y me influyó; y porque en gran medida también soy incapaz de explicármelo. Entiendo los criterios que guiaban a Nueva Dimensión, más o menos, y desde luego los gustos que marcaban las decisiones de Santos y Porrúa. Pero ¿cómo hacía Frabetti las antologías «Ciencia ficción»? Tenía a su disposición cientos de números de una revista extraordinaria, quizá la mejor, y entonces ¿por qué publicaba relatos malos de autores desconocidos con tanta frecuencia? ¿Formaban parte de sus gustos, tenía acceso a una cantidad limitada de material original, les cobraban más por reeditar a unos escritores que a otros? En resumen, ¿cuál era el criterio editorial?

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Fracasando por placer (I): Nueva Dimensión nº 98, 1978

 

The Marching morons

Durante años, tuve la intención de contribuir a elevar el debate en el fandom español a través de mis reseñas, de conseguir llamar la atención de contenidos interesantes que pudieran pasar inadvertidos. El número de lectores no ha crecido (sí el de participantes en ese debate, hasta generar un nivel de ruido abrumador), el nivel tampoco ha mejorado, y en líneas generales se puede considerar que mis intenciones no tuvieron éxito alguno. Quizá por eso dejé de escribir ese tipo de material sin proponérmelo, por pura pereza. Sin embargo ahora se me ocurre que quizá todo se resuelve tan sólo si abandono toda esperanza relevante, si asumo el fracaso. Así que la idea que arranco aquí es la de hacer reseñas de contenidos que leo por gusto (discutible), por mucho que esos materiales no le importen a nadie. Y aprovechar el tirón para contar cosas que quizá sí interesen a alguien, pero que desde luego no aportarán nada significativo.

Nueva Dimensión

Bien, mi elección totalmente aleatoria y carente de justificación es en esta ocasión la de uno de los números de la etapa de transición en la que Nueva Dimensión, la más longeva revista de ciencia ficción nunca publicada en España, estaba a punto de irse al garete. La distribuidora les había hecho un agujero importante. Domingo Santos seguía trabajando en una sucursal bancaria (se explica en el propio correo de la revista), mientras los otros dos integrantes del triunvirato fundador, Luis Vigil (que se escribe un editorialito contra la pena de muerte) y Sebastián Martínez, estaban totalmente en otras cosas. Parece ser que Carlo Frabetti y Augusto Uribe llevaban una notable porción del trabajo, y poco después Santos se quedaría como responsable a tiempo completo, aunque no borrara de la mancheta de crédito a sus viejos socios Vigil y Martínez.

Es, por tanto, un número un poco de retalillos. Fue recordado luego, sobre todo, por la inclusión de un texto que el doctor José Botella Llusía había publicado unos meses antes en El País. Botella, ex rector de la Complutense, fundador de la Sociedad Española de Fertilidad y tío de Ana Coffee With Milk in Plaza Mayor, tuvo la peregrina idea de mojarse con la cuestión de la disgenesia bajo el título «¿Vamos hacia una subespecie humana?». Con frases de tan rico sabor a turrón como «temo que una de las consecuencias negativas de la, por otra parte, necesaria limitación de los nacimientos, sea una proliferación de los subnormales». Lo cual viniendo de un señor que estudió en los años treinta en Alemania digamos que ya tal.

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La estación del crepúsculo, de Kate Wilhelm

La estación del crepúsculoAborrecer lo ocurrido en las últimas décadas con la mayor parte de los premios a la mejor novela de ciencia ficción concedidos en EE.UU. no implica quitar valor a muchas de las obras agraciadas con él desde sus comienzos. De la mano de esta sensación camina otra idea; cómo el paso del tiempo y la dificultad para conseguir algunos de ellos en España ha desdibujado su relevancia. La estación del crepúsculo, traducida por Bruguera como Donde solían cantar los dulces pájaros, me parece uno de los ejemplos más relevantes. Apenas fue publicada una vez en la primera encarnación de la colección Nova, allá en 1979. Jamás fue reimpresa ni en esa editorial ni en su heredera, Ediciones B, y su reedición por Bibliópolis con una nueva traducción tres décadas más tarde se hizo desde una cierta clandestinidad. A la deficiente distribución de la casa se le unió una imagen de cubierta fea a rabiar. Por si esto no fuera suficiente, ha aquejado el desconocimiento de la figura de una autora, Kate Wilhelm, con apenas tres libros y un puñado de relatos traducidos hace ya demasiados años. Que una novela como Juniper Time, incluida por David Pringle en su lista de 100 mejores novelas de ciencia ficción en lengua inglesa, no haya sido traducida mientras nos han llegado multitud de títulos de autores de medio pelo da que pensar sobre los motivos que han llevado a esta situación.

Y eso que las primeras páginas de La estación del crepúsculo son un tanto decepcionantes: un narrador omnisciente relata cómo una familia muy numerosa, los Sumner, se prepara para el fin de la civilización en un recóndito valle de Virginia. Para no caer en los ladrillos informativos, Wilhelm pone en primer plano la historia de amor entre los primos David y Celia Sumner, al principio no correspondido para después acercarse al rollo “te quiero pero no puedo estar contigo”. En paralelo muestra el contexto del drama: una civilización en colapso muy de los 70, en la encrucijada de la catástrofe climatológica, la hecatombe nuclear y el apocalipsis demográfico de Hijos de los hombres o El cuento de la criada. Los Sumner afrontan este final con el optimismo de los tiempos de La edad de oro. Su reducto autosostenible se abastace de todo lo necesario para culminar las investigaciones punteras sobre clonación e iniciar un proyecto para atajar la creciente infertilidad.

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