El hombre en el laberinto, de Robert Silverberg

El hombre en el laberintoLa búsqueda de “Robert Silverberg” en el catálogo electrónico de la biblioteca pública en la que escribo esta reseña arroja sólo seis resultados. Cinco de ellos son de antologías que recopilan cuentos de varios autores, el otro es de una de sus novelas: Gilgamesh el rey. Una escasez extraña, si consideramos la importancia y el nivel con los que cuentan los numerosos relatos y novelas de Silverberg dentro de la ciencia ficción, pero quizás un hecho bastante normal si atendemos a la incidencia que estos han tenido fuera del género. Mientras que apellidos como los de Dick, Lem, Ballard, Le Guin, Bradbury o Gibson han ido abriéndose camino y siendo admitidos dentro de la literatura general, algunos otros que, se presumía, iban a seguir el mismo destino no han logrado dar el salto. La obra de Robert Silverberg, al igual que la de algunos escritores importantes como Brian Aldiss o Thomas M. Disch, no por casualidad relacionados con la new wave, espera ser reivindicada y descubierta fuera de los muros del género. Seguramente se trate de un fenómeno arbitrario ante el que poco se pueda hacer mas que esperar la serie televisiva de éxito o la recomendación del influencer de turno.

Desgraciadamente, lo acontecido hace unos años tampoco ha ayudado mucho al escritor de Brooklyn. Aunque no puede decirse que hayan tenido nada que ver con su, digámoslo así, irrelevancia exterior, las declaraciones filtradas del autor sobre el discurso que dio N. K. Jemisin al recibir su tercer premio Hugo consecutivo[1] le han reportado cierta antipatía en algunos sectores internos. Silverberg nunca fue un tipo que callara sus opiniones, por muy controvertidas que estas fueran. En “Reflections”, la sección de artículos de opinión iniciada en 1986 en Amazing Stories y continuada hasta el día de hoy en Asimov’s Science Fiction, el autor ha ido volcando durante casi 40 años sus opiniones y ha abordado todos los temas posibles sin miedo a la polémica: de la ablación a la pedofilia, pasando por los negacionistas del Holocausto y, naturalmente, las interioridades de la ciencia ficción. Siempre del mismo lado, fue uno de los firmantes del documento contra la guerra de Vietnam que promovieron en 1968 Judith Merril y Kate Wilhelm y que dividió a los escritores de la época. Silverberg firmó en la página de los que se oponían.

Lo cierto es que dentro de la ciencia ficción del siglo pasado la obra de Silverberg contó con grandes reconocimientos. Es el autor con más obras de ficción nominadas a los Hugo y los Nebula, premios que obtuvo en cuatro y cinco ocasiones respectivamente. Ostenta el título de Gran Maestro y es autor de novelas y cuentos magníficos, bien escritos y de gran profundidad. Aunque ha publicado una gran cantidad de novelas y cuentos, la buena consideración que tiene como escritor dentro del género se debe, principalmente, a una remesa de obras de gran calidad publicadas en un periodo de tiempo muy concreto, que el propio autor sitúa entre 1968 y 1973.

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Fracasando por placer (XXVIII): The Magazine of Fantasy & Science Fiction, octubre de 1969. También Ciencia Ficción, Selección 20, Bruguera, 1976

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Ya he explicado varias veces que no me parece que pueda considerarse que la Edad de Oro de la cf se sitúe en los años cuarenta, como ha sido el convencionalismo impuesto durante décadas. En años sucesivos, la práctica totalidad de los mejores autores anglosajones de esa primera época publicaron buena parte de sus obras más destacadas (Sturgeon y Heinlein en los sesenta, Asimov, Pohl y Clarke en los setenta), a la vez que se consolidaban como figuras también los mejores de los aparecidos en los cincuenta (Silverberg, Dick, Ballard, Aldiss), y los posteriores se encontraban en una prematura plenitud (porque Le Guin, Zelazny, Disch, Delany, Niven o Tiptree nunca superaron el nivel de sus primeros quince años de carrera). Aunque el final de los ochenta y comienzos de los noventa presenció la hegemonía de una nueva aristocracia (Gibson, Willis, Robinson, Vinge…) posiblemente nunca como en ese periodo entre 1965 y 1980, aproximadamente, se produjo un cruce de talentos generacional tan importante dentro del género.

Y así podían producirse fenómenos como que The Magazine of Fantasy & Science Fiction se marcara un número de aniversario con un cartel como este: Asimov, Bradbury, Dick, Sturgeon, Aldiss, Ellison, Zelazny, Niven y Bloch. Creo que ningún número de revista en la historia del género ha presentado una alineación tan poderosa, ni siquiera la propia F&SF cinco años después, cuando en sus bodas de bronce incluyó algunos nombres para mí de menor interés como los de Anderson, Dickson, Merrill o Bretnor. Si bien ese 25 aniversario entraría a la historia quizá más que este número que vengo a comentar por distintas razones: un Hugo para Ellison, el maravilloso “Tam, mudo y sin gloria” de Frederick Pohl sobre notas de Cyril Kornbluth (uno de los mejores relatos poco conocidos de la historia del género, para mí), y un cuento infame de Dick que sus seguidores preferimos olvidar, “Las prepersonas”, que generó gran polvareda al hacer montar en justa cólera a Joanna Russ, entre otras. Pero esa es una historia para otro día.

No había conseguido este número del 20 aniversario hasta hace muy poco, en perfecto estado con su cubierta negra mate y su papel de mala calidad, pero en la compra me cegó su fulgor: todos los cuentos están en el número 20 de las selecciones de Bruguera, salvo el de Bloch, que apareció en el último número (el 4) del extraño experimento de selecciones de fantasía que hizo la misma casa. Por tanto, había leído tiempo ha todos los cuentos. La razón de que me pasara inadvertido en detalle fue que, mientras el Selección 25 destacaba desde la portada que remitía al número aniversario correspondiente (del que se saltaban varios cuentos), en esta selección 20 sólo había una mención al detalle en la contraportada. El propio Carlo Frabetti, en el prólogo, anda bastante a por uvas soltando una perorata sobre la falacia de identificar progreso con calidad de vida, que es un tema que solo se toca en alguno de los cuentos incluidos. Incluso manda su típico mensajito izquierdosillo que yo compro como el rojete de cuarta categoría que soy, mencionando “la trama de intereses creados que desvían el progreso lejos y a menudo en contra del bien común”. El hecho de presentar el mejor sumario que había tenido nunca sus antologías no parece despertarle a Frabetti ni frío ni calor.

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Fracasando por placer (III): Ciencia ficción. Selección 27, Bruguera, enero de 1977

Selección 27

Después de Paco Porrúa y Domingo Santos, sin duda la persona más influyente en el desarrollo de la ciencia ficción en España en los setenta y los ochenta fue Carlo Frabetti. Sobre todo por los 40 volúmenes (en realidad 41, puesto que el último apareció descolgado bajo el título Extraterrestres y otros seres como número 13 de la Colección Naranja) publicados en la colección Libro Amigo de Bruguera bajo el título genérico de «Ciencia ficción. Selección», que escogían material publicado originalmente en The Magazine of Fantasy and Science Fiction. Frabetti dirigió también la primera colección Nova y los primeros volúmenes de la edición de Forum de Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine, además de colaborar con Nueva Dimensión de manera frecuente, ser uno de los guionistas del mítico programa La bola de cristal (sí, uno de los padres de «¡Viva el Mal! ¡Viva el Capital!», un adoctrinamiento tan efectivo que 33 años después tenemos a Vox en el Congreso), y un cuentista no muy prolífico pero bastante interesante.

La única vez que le he visto me lo encontré en un ascensor en la Semana Negra de Gijón. Se puede decir muchas cosas de ese evento, pero una positiva sin duda es que es campo abonado para trabar conversaciones casuales. Lo intenté, pero el hombre no me dio bola; me pareció que le estaba molestando con cosas que le resultaban lejanas y poco gratas. Es bien cierto que Frabetti fue uno de los enfants terribles de la época, con ese posicionamiento político de extrema izquierda nada oculto, y escasa paciencia para con el aficionado medio tirando a obtuso que debía ser moneda corriente aquellos años. O, dicho de otra forma, puede que quedara aún más harto que yo de todo esto. De manera significativa, en su página de Wikipedia ni se menciona su relación con el género, sólo sus logros como escritor de novela juvenil y su condición de matemático, por la que ha aparecido en numerosos medios presentando pasatiempos y reflexiones ingeniosas.

La verdad es que si hay un tipo de la historia del género en España al que me gustaría entrevistar, aparte del misterioso Enrique Lázaro, sin duda es él. Porque lo que hizo me gusta y me influyó; y porque en gran medida también soy incapaz de explicármelo. Entiendo los criterios que guiaban a Nueva Dimensión, más o menos, y desde luego los gustos que marcaban las decisiones de Santos y Porrúa. Pero ¿cómo hacía Frabetti las antologías «Ciencia ficción»? Tenía a su disposición cientos de números de una revista extraordinaria, quizá la mejor, y entonces ¿por qué publicaba relatos malos de autores desconocidos con tanta frecuencia? ¿Formaban parte de sus gustos, tenía acceso a una cantidad limitada de material original, les cobraban más por reeditar a unos escritores que a otros? En resumen, ¿cuál era el criterio editorial?

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La estación del crepúsculo, de Kate Wilhelm

La estación del crepúsculoAborrecer lo ocurrido en las últimas décadas con la mayor parte de los premios a la mejor novela de ciencia ficción concedidos en EE.UU. no implica quitar valor a muchas de las obras agraciadas con él desde sus comienzos. De la mano de esta sensación camina otra idea; cómo el paso del tiempo y la dificultad para conseguir algunos de ellos en España ha desdibujado su relevancia. La estación del crepúsculo, traducida por Bruguera como Donde solían cantar los dulces pájaros, me parece uno de los ejemplos más relevantes. Apenas fue publicada una vez en la primera encarnación de la colección Nova, allá en 1979. Jamás fue reimpresa ni en esa editorial ni en su heredera, Ediciones B, y su reedición por Bibliópolis con una nueva traducción tres décadas más tarde se hizo desde una cierta clandestinidad. A la deficiente distribución de la casa se le unió una imagen de cubierta fea a rabiar. Por si esto no fuera suficiente, ha aquejado el desconocimiento de la figura de una autora, Kate Wilhelm, con apenas tres libros y un puñado de relatos traducidos hace ya demasiados años. Que una novela como Juniper Time, incluida por David Pringle en su lista de 100 mejores novelas de ciencia ficción en lengua inglesa, no haya sido traducida mientras nos han llegado multitud de títulos de autores de medio pelo da que pensar sobre los motivos que han llevado a esta situación.

Y eso que las primeras páginas de La estación del crepúsculo son un tanto decepcionantes: un narrador omnisciente relata cómo una familia muy numerosa, los Sumner, se prepara para el fin de la civilización en un recóndito valle de Virginia. Para no caer en los ladrillos informativos, Wilhelm pone en primer plano la historia de amor entre los primos David y Celia Sumner, al principio no correspondido para después acercarse al rollo “te quiero pero no puedo estar contigo”. En paralelo muestra el contexto del drama: una civilización en colapso muy de los 70, en la encrucijada de la catástrofe climatológica, la hecatombe nuclear y el apocalipsis demográfico de Hijos de los hombres o El cuento de la criada. Los Sumner afrontan este final con el optimismo de los tiempos de La edad de oro. Su reducto autosostenible se abastace de todo lo necesario para culminar las investigaciones punteras sobre clonación e iniciar un proyecto para atajar la creciente infertilidad.

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Clásico o polvoriento

¡Están vivos!

El acercamiento a la ciencia ficción de muchos medios generalistas con frecuencia se me antoja mohoso. Sirva de ejemplo la recomendación de títulos básicos de Kiko Llaneras en Jot Down apostando por una lista embadurnada en naftalina, sin resquicio a la más mínima sorpresa; no sólo entendida desde la actualidad sino desde una aproximación diferente a lo esperado/lo-que-debe-ser-porque-siempre-ha-sido-así. Esta atención al canon con la C de clásico y caballero mientras se olvidan las últimas tres décadas en las cuales la ciencia ficción se ha convertido en moneda común en las ficciones de cualquier tipo, contrasta con otros hechos difícilmente cuestionables.

Al poco de conocerse la muerte de Brian Aldiss me dio por comprobar en la tienda Cyberdark.net cuántas de sus obras continuaban en catálogo. El resultado no por esperado fue menos desolador: apenas aparecían Un mundo devastado y Enemigos del sistema, no precisamente entre lo más memorable de su bibliografía. Esta carestía se ha convertido en norma en un mercado donde, salvo excepciones muy contadas, los “clásicos” en reimpresión se reducen a unas decenas de títulos. Los nombres fuera de circulación son tan abracadabrantes como que algunos de los logros más destacables de la ciencia ficción de todos los tiempos, desde El libro del sol nuevo, de Gene Wolfe, a la obra de Octavia Butler, pasando por los relatos de Cordwainer Smith, James Tiptree, Jr. o Robert A. Heinlein, no sólo no están disponibles. Sin peli, serie de televisión o presidente de EE.UU. que les haga un blurb, ni se les espera. Queda el consuelo de las bibliotecas con fondo, la segunda mano, la lengua de Ursula K. Le Guin o medios alegales. Aunque en las librerías uno espera algo más que novedades.

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Barbagrís, de Brian W. Aldiss

BarbagrísLo escribió Julio Numhauser y la cantó Mercedes Sosa, aunque ya lo sabíamos desde Heráclito. Panta rei, todo fluye, todo cambia; en la realidad y en la vida, en las costumbres y los hábitos. Y en los pequeños asuntos cotidianos. Si se compara el mercado del libro actual con el del pasado se percibe enseguida un claro contraste. Aquellas tendencias que hace treinta años apenas comenzaban a vislumbrarse, hoy son imperio. La necesidad de estar al día, de leerse lo último, esa novedad de la que todo el mundo habla, ha pasado de mero postureo a obligación. Las editoriales se encargan de que la dependencia sea intensa y esté bien cubierta. No puede ser de otra forma en nuestra amada sociedad capitalista. El negocio es el negocio. El caudal insostenible de novedades, así como la obligación autoinfligida de leer lo que hay que leer, acaba provocando un cierto estrés a ambos lados del libro. Como “ritmo demencial” lo denunciaba el escritor Guillem López, ganador de los dos últimos premios Ignotus en la categoría de novela española, en un tweet reciente. “Un día de estos, alguien tendrá que plantear el debate, porque no es normal y no está bien”, acababa diciendo.

Lo cierto es que, antes del cambio de siglo, aun existiendo el normal interés por la novedad, no se llegaba a estos extremos. Entonces pesaban más los nombres antiguos que los nuevos, uno quería leerse antes a los escritores consagrados que al autor del último hit, comentar las grandes obras antes que las novedades. Buscabas primero en la biblioteca y luego en la librería. Ahora sucede al revés, el orden se ha invertido y realiza más estar leyendo (e informar de que se está leyendo) lo últimísimo que hayan puesto a la venta las editoriales o los autores mejor promocionados. Las novelas con más de diez años solo son rescatadas por sucesos ajenos: alguna iniciativa de club de lectura, una película o, como ha sucedido con El cuento de la criada, de Margaret Atwood, gracias al éxito de una serie de televisión. Y esta displicencia se da con los clásicos, a los que es difícil ignorar debido a su pervivencia en las listas o en los escritos de los críticos viejunos; si vamos un paso más allá, encontraremos que las novelas con solera cuyo pecado fue el de ser “solamente buenas” están, a estas alturas, casi enterradas.

Llama la atención ese desafecto por lo anterior, el hecho de que atraiga más una novedad cuya calidad está por ver que un libro cuya bonanza literaria ha sido confirmada tanto por numerosas opiniones como por su perdurabilidad. Más cuando el descubrimiento de esos libros añejos por parte del devorador de novedades suele acabar con exclamaciones de sorpresa y satisfacción. Desentrañar las causas de semejante fenómeno no es labor de este texto, pero sí tratar de recuperar uno de esos libros a dos pasos de la excelencia. El fallecimiento de Brian W. Aldiss y algún comentario sorprendente sobre su irrelevancia no me han dejado opción a la hora de elegirlo.

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Vacío perfecto, de Stanislaw Lem

Vacío perfecto

Vacío perfecto

Hay quien dice que Vacío perfecto es un libro de ficción, que su autor, Stanislaw Lem, en realidad existe. Yo no lo creo así y como yo hay otros muchos que, al contrario de la mayoría de académicos y lectores, dudan ya de la existencia de tal señor, de que éste fuera polaco y de que esté considerado como uno de los mejores escritores del siglo XX. Desde que se dispone del Language Analizator Technical Atomizer, superordenador puesto en funcionamiento en la Univesidad de Arizona de forma experimental, en el primer trimestre del año 2002, no es ya tan fácil afirmar esto.

En realidad Vacío perfecto es una trampa lógica, un artefacto semántico, un arma usada en una guerra en la que combatieron científicos, lógicos y miembros de agencias de seguridad de oriente y occidente durante los largos años de la guerra fría. No voy a abundar en la historia del siglo XX y en sus derivaciones ocultas, salidas a la luz solo muy recientemente. Hay una amplia bibliografía que da cuenta de aquella época. La información que nos atañe en cuanto a Lem y su existencia, aparece en la excelente tesis Lem y constructos filosófico-artísticos en la Europa del este de Margaret Goonell, uno de los primeros productos del equipo de analistas que trabajó con el LATA y que tuvo acceso la documentación que la caída del muro puso al alcance de occidente.

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