De segunda mano y a mucha honra (2)

Librería de ocasiónQue los precios han subido como hacía tiempo no sucedía es algo que todos hemos podido comprobar en nuestros propios bolsillos. El pan, los huevos, la fruta, las verduras y los libros, sí también los libros, todos ellos productos de primera necesidad (unos más que otros) han subido de manera escandalosa. Es por tanto una buena ocasión para echar un vistazo a las librerías y plataformas de venta de libros de segunda mano. No soy un asiduo a estas librerías, antes lo era más, y el motivo de que no acuda con más frecuencia se debe a que me he vuelto excesivamente escrupuloso, algunos dirían que maniático. Al entrar en estos establecimientos a veces percibo un aroma que no sabría cómo describir, no se trata sólo del previsible olor a polvo y naftalina sino de olores que durante años se han debido de ir a adhiriendo a los libros, concentrándose en el papel y dejando un residuo odorífero permanente de la vida cotidiana de sus previos dueños. A saber la de cocidos, frituras de empanadillas y boquerones y emanaciones humanas de toda índole (de las que mejor no doy ejemplos) que habrán soportado sus hojas.

No hace mucho entré en una de estas librerías y como la ventilación parecía funcionar de manera aceptable pude quedarme husmeando un rato sin desmayarme. Me encontré con lo que pensé un gran descubrimiento que me podría servir para el Clásico o polvoriento de este año. Se trataba de He aquí el hombre (1966) de Michael Moorcock, un clásico de ciencia ficción religiosa sobre un hombre que viaja al pasado en busca de Jesús de Nazaret y que si mal no recuerdo tiene un desenlace que si bien se corresponde con lo que dicen las escrituras al mismo, lo trastoca todo. Feliz de mi hallazgo, me fui a pagar lo que yo pensaba que no serían mucho más de cinco euros. Me reclamaron veinte. La propietaria del establecimiento al ver mi cara de asombro me informó de que había sitios en los que estaba más caro, dato que comprobé en cuanto llegué a casa. Efectivamente, algunos pedían 40€ pero había quién incluso pedía 349€.

Aparte de esta clara manifestación de que la codicia alcanza todas las facetas de la vida humana, pueden encontrarse libros excelentes a muy buen precio. A veces es la única manera de leer a determinados autores como es el caso de Bob Shaw, en el que he centrado mis pesquisas. Shaw fue un escritor al que si se recuerda por algo, es por haber concebido algunas de las ideas más excitantes de la ciencia ficción. Para muchos es uno de los grandes autores de segunda línea como Keith Laumer o Harry Harrison, lo que no sé si es una apreciación adversa o elogiosa. Escribía novelas muy entretenidas, algunas de las cuales pueden encontrarse en el mercado de segunda mano. Entre ellas está Periplo nocturno (1972), una de las más fáciles de conseguir como sucede con casi todos los libros que publicó Orbis en su Biblioteca de Ciencia Ficción. La leí hace tiempo por lo que sólo guardo un vago recuerdo de la trama. Si no me equivoco arranca con un protagonista preso y ciego, que de alguna manera logrará construir un dispositivo que le permitirá ver a través de los ojos de otras personas e incluso de otros animales y así escapar del lugar donde está encerrado.

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Guía del usuario para el nuevo milenio, de J. G. Ballard

Guía del usuario para el nuevo milenioEn alguna ocasión me he preguntado si, leyendo una página de un libro, sería capaz de reconocer a su autor basándome en el estilo o su mirada a los temas tratados. Si más allá de las marcas argumentales y de trama, podría reconocer la personalidad de la escritura, esas características a las que aludimos los reseñistas y la mayoría de las ocasiones escondemos detrás de tres fórmulas generales. En mi caso, pecando de inmodestia, creo que sería capaz de reconocer la mayor parte de obras de J. G. Ballard. Además de tenerlo bastante leído, es de los pocos escritores del cual soy capaz de hacer ese ejercicio de síntesis estilística y temática. Aunque el Ballard de 1962 no es el mismo que el del año 2000, hay una serie de cuestiones que prefiguran sus inquietudes y visiones a la hora de escribir y terminaron configurando una literatura que, con mérito propio, se ha convertido en un calificativo (lo ballardiano) que trasciende una serie de iconos que también se sienten suyos. Y no hay nada como coger este libro para comprobarlo.

Guía del usuario para el nuevo milenio es el típico popurrí de artículos donde se arrejuntan textos de diarios (The Guardian), semanarios (Sunday Magazine) o revistas (New Statesman o New Worlds). Hay desde reseñas de biografías (Elvis, Marqués de Sade) ensayos o películas, columnas de opinión (las de New Worlds son imprescindibles) y notas autobiográficas; las más interesantes, cómo no, sobre su vida en Shepperton y su infancia en Shanghái​, paisajes que han prefigurado el obsesivo imaginario del autor. Esta reunión no se ha hecho de cualquier manera: David Pringle colaboró con el autor de El mundo sumergido y Rascacielos para imponer la estructura y el orden necesario para afinar la realimentación de los más más de 100 artículos que contiene. Y esa división funciona muy bien. Si hay algún tema que se hace bola, se pueden ojear los siguientes textos, más o menos relacionados, y prescindir de algunos hasta encontrar un nuevo tema y continuar desde ahí. Pero lo más destacable es cómo, independientemente de que esté escribiendo sobre Nancy Regan, la obra de William S. Burroughs, las pinturas de Salvador Dalí, la Coca-cola-colonización o una exposición de fotografía bélica, su mirada se impone sobre cualquier otra consideración como si estuviera ante un encargo tan personal como relatar un viaje que hizo en los 90 a Shanghái para reencontrarse con su niñez.

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Fata Morgana, de William Kotzwinkle

Fata MorganaHace año y medio leí Doctor Rat, premio mundial de Fantasía del año 1977 escrito por William Kotzwinkle y recién rescatado de un ostracismo de cuatro décadas por Navona Ediciones. De sus libros más conocidos quedaba pendiente la traducción de Fata Morgana. En este caso las expectativas no derivaban de un galardón sino de su inclusión en Fantasía. Las 100 mejores novelas en lengua inglesa, de David Pringle. Una lista menos polémica que su listado de ciencia ficción y siempre atractiva para descubrir obras eclipsadas por los grandes títulos cuya presencia ya se encarga de enfatizar el propio mercado. De nuevo ha sido Navona Ediciones quien ha solventado el asunto al publicar por primera vez en castellano (y catalán) un título cuya ausencia ahora me parece todavía más incomprensible.

Con una brevedad ajena a los cánones contemporáneos (apenas 200 páginas), Kotzwinkle recrea un folletín policiaco que nace y desemboca en el París en los años previos a la guerra franco-prusiana. Una ambientación decimonónica descrita con viveza y sensualidad mientras su protagonista se mueve entre los bajos fondos y las camarillas próximas a la corte del Emperador Luis Napoleón. La narración se inicia tras el fracaso de Paul Picard en aprehender al barón Mantes, un cruel asesino cuya persecución termina con el inspector al borde de la muerte. Tras su convalecencia, Picard recibe una nueva misión: investigar el pasado de Ric Lazare, un personaje en el centro del poder político gracias a una máquina que utiliza para leer la fortuna a la burguesía y la nobleza de la ciudad. La escasa información disponible, el miedo a su influencia y sus intenciones, preocupan al departamento de policía.

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Caminando hacia el fin del mundo, de Suzy McKee Charnas

Caminando hacia el fin del mundoDe las admirables reivindicaciones de la ciencia ficción feminista de los años setenta, de todas esas páginas, se desprende hoy una fuerza que cristaliza en historias e imaginarios tan impactantes como lúgubres. Y si digo lúgubres es por lo oscuro de los mundos que tejieron esas autoras, por la visión tan crítica y desesperanzada que tenían de las sociedades coercitivas en las que nacieron, no tan diferentes de las nuestras. Pienso en autoras como Ursula K. Le Guin, Joanna Russ o, en la mejor de todas, James Tiptree, Jr., alias de Alice B. Sheldon. Pero, sobre todo, en una novela en concreto, oscura y tétrica, que por encima de eso es una pieza explosiva de rabia y causticidad ácrata. Me refiero a Caminando hacia el fin del mundo, de Suzy McKee Charnas.

Estamos ante la precursora directa de las escalofriantes novelas del argentino Rafael Pinedo y de la Kameron Hurley de Las estrellas son Legión. Charnas mezcla postapocalipsis, fantasía macabra y crítica social en un todo que se podría calificar de “ciencia ficción gore”. Es decir: el marco es ciencia ficción, y en ese marco tienen cabida la fantasía, la sociología y el relato de aventuras –no muy cantarinas– en la línea de indagación en el horror que planteaba El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad.

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Barbagrís, de Brian W. Aldiss

BarbagrísLo escribió Julio Numhauser y la cantó Mercedes Sosa, aunque ya lo sabíamos desde Heráclito. Panta rei, todo fluye, todo cambia; en la realidad y en la vida, en las costumbres y los hábitos. Y en los pequeños asuntos cotidianos. Si se compara el mercado del libro actual con el del pasado se percibe enseguida un claro contraste. Aquellas tendencias que hace treinta años apenas comenzaban a vislumbrarse, hoy son imperio. La necesidad de estar al día, de leerse lo último, esa novedad de la que todo el mundo habla, ha pasado de mero postureo a obligación. Las editoriales se encargan de que la dependencia sea intensa y esté bien cubierta. No puede ser de otra forma en nuestra amada sociedad capitalista. El negocio es el negocio. El caudal insostenible de novedades, así como la obligación autoinfligida de leer lo que hay que leer, acaba provocando un cierto estrés a ambos lados del libro. Como “ritmo demencial” lo denunciaba el escritor Guillem López, ganador de los dos últimos premios Ignotus en la categoría de novela española, en un tweet reciente. “Un día de estos, alguien tendrá que plantear el debate, porque no es normal y no está bien”, acababa diciendo.

Lo cierto es que, antes del cambio de siglo, aun existiendo el normal interés por la novedad, no se llegaba a estos extremos. Entonces pesaban más los nombres antiguos que los nuevos, uno quería leerse antes a los escritores consagrados que al autor del último hit, comentar las grandes obras antes que las novedades. Buscabas primero en la biblioteca y luego en la librería. Ahora sucede al revés, el orden se ha invertido y realiza más estar leyendo (e informar de que se está leyendo) lo últimísimo que hayan puesto a la venta las editoriales o los autores mejor promocionados. Las novelas con más de diez años solo son rescatadas por sucesos ajenos: alguna iniciativa de club de lectura, una película o, como ha sucedido con El cuento de la criada, de Margaret Atwood, gracias al éxito de una serie de televisión. Y esta displicencia se da con los clásicos, a los que es difícil ignorar debido a su pervivencia en las listas o en los escritos de los críticos viejunos; si vamos un paso más allá, encontraremos que las novelas con solera cuyo pecado fue el de ser “solamente buenas” están, a estas alturas, casi enterradas.

Llama la atención ese desafecto por lo anterior, el hecho de que atraiga más una novedad cuya calidad está por ver que un libro cuya bonanza literaria ha sido confirmada tanto por numerosas opiniones como por su perdurabilidad. Más cuando el descubrimiento de esos libros añejos por parte del devorador de novedades suele acabar con exclamaciones de sorpresa y satisfacción. Desentrañar las causas de semejante fenómeno no es labor de este texto, pero sí tratar de recuperar uno de esos libros a dos pasos de la excelencia. El fallecimiento de Brian W. Aldiss y algún comentario sorprendente sobre su irrelevancia no me han dejado opción a la hora de elegirlo.

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Sobre Incrustados, de Ian Watson, y por qué merece la pena reemplazar nuestro ejemplar de Empotrados

Incrustados y otros delirios racionalistasA pesar de las arrugas y las canas, todavía encuentro su encanto al zambullirme en una novela previa a la década de los 80. Allá cuando los libros de más 250 páginas eran una excepción, las presentaciones jamás se dilataban, los desarrollos entraban con rapidez en vereda y no existían los continuarás. Quizás muchos personajes pecaban de un cierto descuido, pero se apreciaba una espontaneidad que echo en falta en gran parte de la ciencia ficción actual, en ocasiones demasiado apegada al metrónomo, los bloques y patrones aprendidos en talleres de escritura. Esta sensación se ha reforzado tras leer Incrustados, conocida en España como Empotrados y buque insignia de Watsonianas. El proyecto de la editorial Gigamesh cuyo objetivo es recuperar la obra de Ian Watson en castellano.

Incrustados se encuentra en las tres listas de títulos fundamentales de ciencia ficción más conocidas en España: la de David Pringle, la de Miquel Barceló y la coordinada por Julián Díez. Como explicaba Alfonso García en su completa reseña, es una de las novelas esenciales sobre el problema de la comunicación con un enfoque muy diferente a las escritas anterior… y posteriormente. Frente a Babel-17, Los lenguajes de Pao o Lengua Materna, libros desarrollados alrededor de la hipótesis Sapir-Whorf, de nuevo boga tras el impacto de La llegada, Watson plantó su argumento sobre el innatismo postulado por Chomski y el concepto de la incrustación. Esa manera que tenemos de incorporar información relevante en el lenguaje a base de subordinadas y que, a mayor amplitud y profundidad, más dificulta la asimiliación; especialmente en el lenguaje oral cuando el cerebro no es capaz de absorber las ideas al ritmo que suelen fluir. Watson modela este sustrato mediante tres historias: unos científicos experimentan el potencial de la mente humana para tratar con la información a través de unos niños en un laboratorio; un antropólogo convive con una tribu amazónica cuyo uso de la incrustación tiene ramificaciones sociales y filosóficas; y unos alienígenas se interesan por las lenguas terrestres en un primer contacto. Cada una desde perspectivas complementarias, realimentadas entre sí a medida que Watson profundiza en su elaboración del marco de Chomski.

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The Phoenix and The Mirror, de Avram Davidson

The Phoenix And The MirrorDesde que leí las dos listas de libros de David Pringle hay un puñado de títulos no traducidos revoloteando por mi cabeza a la espera de confirmar si merecen o no estar ahí. Dentro de un hipotético Top-5 junto a The Complete Roderick de John Sladek, The Dancers at The End of Time de Michael Moorcock, The Dream Years de Lisa Goldstein y The Centauri Device de M. John Harrison estaba The Phoenix and The Mirror, de Avram Davidson. Con la evolución del mercado era del todo imposible verla traducida (como el resto), así que armado de paciencia y un buen diccionario he dado cuenta de esta, en palabras de Pringle, excéntrica obra maestra.

Ya desde sus primeras páginas, The Phoenix and The Mirror muestra su carácter. Sitúa al lector ante una fantasía en tiempos del Imperio Romano, pero no el más verosímil reconstruido a partir del trabajo de historiadores de los dos últimos siglos sino uno recreado a partir del ideal que de él se podía tener en los estertores de la Baja Edad Media; una hibridación entre el primer Imperio de Augusto, la memoria macerada tras mil años de descomposición de su recuerdo y la inevitable sublimación de su carácter legendario, mitológico, mágico. Una tarea abordada por Davidson desde los valores de una modernidad ahora mismo fuera de onda.

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Space Marine, de Ian Watson

Space Marine

Space Marine

Antes de que los fans de Warhammer se abalancen sobre los comentarios, aviso; nunca he jugado a Warhammer 40K y mis conocimientos sobre el universo warhammeriano son meramente superficiales. Mi único contacto con el juego tuvo lugar en mi tierna adolescencia con Space Hulk, donde un pelotón de marines espaciales se daba de piños con Genestealers, unos bichos feos y malos, que, en conjunto, no era más que una explotación de la saga Alien. El juego no estaba mal, creo, porque les hablo ya de mucha distancia en el recuerdo, pero el caso es que no me enganchó. Lo que si me interesó muchísimo fue el desquiciado universo que se podía atisbar en el panfleto de instrucciones. Cuarenta mil años en el futuro, un Emperador telépata zombi inmortal que se alimenta de almas rige los destinos de la humanidad con garra cadavérica; sus súbditos no son más que legiones de autómatas fanáticos dominados por Su Voluntad, emperrados en purificar de herejías el universo todo. A base de hostias. Y la poética, claro: “El éxito se mide con sangre, sea la tuya o de tu enemigo”, “El sirviente fiel aprende a amar los latigazos”, “La esperanza es sinónimo de infelicidad”, “La piedad es un signo de debilidad”. En fin, un sueño de hierro hecho realidad, habitado por una humanidad psicótica, enloquecida por fantasías de poder. A ver quien es el aburrido y blando occidental con gafotas que se resiste a un grandioso universo costra-gótico donde reina un fascismo nihilista de corte insectil en vez de otra Federación de buen rollo de americanos del futuro. Y con Inquisidores. Y armaduras chulas. Y fur…, no, que aquí de sexo nada. Aunque no me cautivó lo suficiente como para caer en otro infierno de pajeros.

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