Otros días, otros ojos, de Bob Shaw

Otros días, otros ojosOtros días, otros ojos, publicado en 1972, es uno de esos libros de ciencia ficción que pivotan en torno a una buena idea, en este caso la del cristal lento, pero que no se quedan sólo en ella. Antes de entrar en harina he de confesar que, seguramente debido a la nostalgia, me suena mejor cómo lo tradujeron en Mundos desconocidos, aquella maravillosa colección de la Marvel en formato magazine presentada aquí en los Relatos Salvajes de la editorial Vértice, años 70 del siglo pasado, que la de vidrio lento con la que se lo cita siempre en el libro de Martínez Roca, y que es esa la razón por la que me voy a referir a él de la primera forma en la que lo leí. En aquellos cómics sólo se llegaba a adaptar el concepto que da vida al novum de esta novela, un tipo de vidrio que la luz tarda más tiempo del usual en atravesar. La naturaleza de ese efecto se encuentra en la extraña configuración del cristal, en cuyos laberintos atómicos los fotones se pierden durante minutos, días o incluso años, y no en su grosor, como cupiera pensar. Los cómics utilizaron la figura del cristal lento para, en palabras de Roy Thomas, enmarcar la narración, como enlace e introducción a una serie de cuentos de varios autores, entre los que se encontraba el propio Bob Shaw, aunque sólo uno de ellos, “Luz de otros días”, coincidiera con lo relatado en el libro. Sin embargo, el uso de aquella idea ya daba muestra de lo potente que era la propuesta y sus implicaciones.

La novela, de apenas 160 páginas, está construida como una colección de relatos, aunque no se trata de un fix-up, como erróneamente se cita en algunos sitios. Consta de una trama episódica, en la que el protagonista, el empresario descubridor del cristal lento, va resolviendo diversos casos detectivescos que tienen que ver con ese objeto, y de tres relatos intercalados que, aunque utilizan el motivo central, son independientes. La creación de esos tres relatos, publicados en revistas en 1966, 1967 y 1972 es previa a la de la trama que alimenta la novela, así que se puede decir que es esta última la que, curiosamente, complementa a aquellos. El tercer cuento, titulado “Una cúpula de vidrio multicolor”, es el de menor calidad, pues presenta un giro final algo efectista. El segundo es magnífico y versa sobre la frialdad de la ley, el peso de la moralidad en relación con los hechos y la necesidad del conocimiento de la verdad, y lleva el título de “El peso de la prueba”. El primero, precisamente el mencionado “Luz de otros días“, en el que Shaw presentó por primera vez el concepto del cristal lento, es extraordinario. No en vano, a punto estuvo de alzarse en 1967 con varios de los grandes premios de la ciencia ficción. Enfrenta el hastío conyugal con el abismo que deja la pérdida haciendo uso de una de las implicaciones de los efectos del cristal, y deja una desazón interior difícil de explicar.

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El hijo del hombre, de Robert Silverberg

El hijo del hombreDentro de la serie de entrevistas a Silverberg reunidas por Zinos-Amaro en Traveller of Worlds me sorprendieron bastantes asuntos. Lo habitual cuando te has formado una imagen de un escritor básicamente a partir de ficciones publicadas hace mucho tiempo sin demasiado contexto. Más allá de sus opiniones políticas o el recuerdo de ciertos momentos de su vida, me llamó la atención su recuerdo de esta novela y su pasión por la aventura en paisaje extraño. Una temática que, básicamente, pensaba había cultivado en su primera etapa, allá a mediados de los años 50 del siglo pasado, y en su regreso a la escritura a finales de los 70 con el pelotazo de Lord Valentine, cuando también era omnipresente en los libros escritos entre mediados de los 60 y principios de los 70. Desde esta óptica, El hijo del hombre (1971) se acerca además a un terreno para mi nuevo en su bibliografía: una extravagante fábula moral que encuadra sus inquietudes más extendidas en Alas nocturnas, Regreso a Belzagor, Muero por dentro, El libro de los cráneos y gran parte de las novelas de esta época.

Escrita en tercera persona y en presente, El hijo del hombre cuenta cómo un personaje contemporáneo, Clay, se desplaza involuntariamente a un futuro lejano. Allí se topa con otros viajeros, descendientes de la humanidad y bastante cambiados respecto a nosotros (unos con forma de esfera, otros de aspecto caprino), y con los habitantes de esa Tierra de otra era, en cuya compañía recorrerá un escenario vivo reflejo de los ideales hippies. Una naturaleza exuberante sin rastro de construcciones o tecnología encuadra a unos seres que han sublimado diferentes aspectos de la condición humana. El grupo al cual Clay se siente más cercano, los deslizadores, se convierten en sus guías por este a priori idílico paisaje.

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Sobre Incrustados, de Ian Watson, y por qué merece la pena reemplazar nuestro ejemplar de Empotrados

Incrustados y otros delirios racionalistasA pesar de las arrugas y las canas, todavía encuentro su encanto al zambullirme en una novela previa a la década de los 80. Allá cuando los libros de más 250 páginas eran una excepción, las presentaciones jamás se dilataban, los desarrollos entraban con rapidez en vereda y no existían los continuarás. Quizás muchos personajes pecaban de un cierto descuido, pero se apreciaba una espontaneidad que echo en falta en gran parte de la ciencia ficción actual, en ocasiones demasiado apegada al metrónomo, los bloques y patrones aprendidos en talleres de escritura. Esta sensación se ha reforzado tras leer Incrustados, conocida en España como Empotrados y buque insignia de Watsonianas. El proyecto de la editorial Gigamesh cuyo objetivo es recuperar la obra de Ian Watson en castellano.

Incrustados se encuentra en las tres listas de títulos fundamentales de ciencia ficción más conocidas en España: la de David Pringle, la de Miquel Barceló y la coordinada por Julián Díez. Como explicaba Alfonso García en su completa reseña, es una de las novelas esenciales sobre el problema de la comunicación con un enfoque muy diferente a las escritas anterior… y posteriormente. Frente a Babel-17, Los lenguajes de Pao o Lengua Materna, libros desarrollados alrededor de la hipótesis Sapir-Whorf, de nuevo boga tras el impacto de La llegada, Watson plantó su argumento sobre el innatismo postulado por Chomski y el concepto de la incrustación. Esa manera que tenemos de incorporar información relevante en el lenguaje a base de subordinadas y que, a mayor amplitud y profundidad, más dificulta la asimiliación; especialmente en el lenguaje oral cuando el cerebro no es capaz de absorber las ideas al ritmo que suelen fluir. Watson modela este sustrato mediante tres historias: unos científicos experimentan el potencial de la mente humana para tratar con la información a través de unos niños en un laboratorio; un antropólogo convive con una tribu amazónica cuyo uso de la incrustación tiene ramificaciones sociales y filosóficas; y unos alienígenas se interesan por las lenguas terrestres en un primer contacto. Cada una desde perspectivas complementarias, realimentadas entre sí a medida que Watson profundiza en su elaboración del marco de Chomski.

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Naufragio, de Charles Logan

NaufragioNo sé si recuerdan el proyecto Orion, una de las ideas más fascinantes en la búsqueda de una propulsión eficiente para los viajes espaciales. Su base estaba en conseguir impulso mediante la detonación de bombas nucleares; el equivalente radiactivo de poner un petardo de 5 duros dentro de una lata de refresco para ver hasta dónde se levanta. La idea fue descartada a mediados de los años 60 y, quizás por eso, me ha sorprendido encontrármela en el origen de esta novela escrita una década más tarde, cuando estaban de moda otro tipo de sistemas como las velas solares o los modelos estatocolectores.

Naufragio comienza semanas después del accidente de una nave espacial con una imagen reveladora: su protagonista, Tansis, cava la tumba del penúltimo superviviente del naufragio tras su muerte por envenenamiento radiactivo. Un momento de pesar que introduce las dos ideas fuerza de la historia: la supervivencia en un medio hostil y la soledad más absoluta e irreversible. A partir de ese inicio, la novela toma la forma de una búsqueda: la del lugar donde Tansis debe situar el campamento para sobrevivir el tiempo que le quede de vida. Una pequeña quimera desde el momento en que el planeta donde ha quedado varado, sin ser un infierno absoluto, apunta alto como purgatorio.

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