Los portadores del fuego. Narrativas posibles sobre un mundo en cenizas

Posapocalíptico

Conferencia de clausura del Congreso Internacional «Los fines del mundo. Textos, contextos, tradiciones y réplicas» de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, 4 de junio de 2021.

Me parece muy sugerente el plural del título de este congreso: no se habla del fin del mundo sino de los fines del mundo, no de uno, sino de una serie de finales, lo que apunta más bien a la idea de infinito, de algo que se renueva continuamente.

Seguro que aquí ya se ha hablado de cómo las sociedades primitivas vivían apegadas a los ciclos de la tierra, y al terminar cada año se producía una muerte simbólica y un renacimiento del mundo: de hecho, nosotros aún celebramos el año nuevo con una mentalidad parecida. Esta muerte y resurrección del mundo se experimentaba también a nivel individual o comunitario en los rituales de paso. Según Mircea Eliade: «En el escenario de los ritos iniciáticos, la “muerte” corresponde al regreso temporal al caos. Es la expresión paradigmática del final de un modo de ser: el modo de la ignorancia y la irresponsabilidad infantil».

Quizá lo que nos cuenta la ficción apocalíptica sea eso, por encima de cualquier otra cosa: el final de un modo de ser.

Incluso en la Biblia, que introdujo la linealidad en el relato mitológico, por decirlo así, no existe un único final sino una serie de finales parciales: la expulsión del Edén, el diluvio universal, las diez plagas de Egipto… Todos estos son en realidad relatos de supervivencia. En ese sentido Noé no se diferencia de Isherwood Williams, el protagonista de La Tierra permanece, ni el pueblo de Moisés se diferencia de los protagonistas de The Walking Dead.

Incluso el Apocalipsis que cierra la Biblia podría entenderse como una historia de supervivientes, o del final de un modo de ser, puesto que se habla de un más allá o una vida eterna para los justos.

Cuando hablo de literatura apocalíptica me voy a referir solo a historias en las que tiene lugar un evento ligado la extinción: meteoritos, epidemias, invasiones alienígenas, nubes tóxicas, guerras mundiales, zombies… No estamos hablando por tanto de ficciones que simplemente muestran sociedades distópicas o en proceso de desintegración, que en mi opinión tienen unas dinámicas narrativas diferentes.

Cabría incluso preguntarse si existe la ficción apocalíptica. Si nos tomamos al pie de la letra la noción del fin de los tiempos, por definición se trata de un suceso que no puede ser narrado, sino únicamente esperado o temido. Por eso la ficción apocalíptica en realidad solo tiene dos argumentos posibles. O bien se narran historias de supervivientes a dicho evento, que por lo tanto no es un final sino un posible reinicio, (lo que siempre hemos llamado género posapocalíptico), o bien son historias que nos hablan de la preparación mental de los personajes para una muerte que será inevitable.

La gran mayoría que produce nuestra cultura popular son historias de supervivientes. Más que nada, porque nos resulta muy difícil encontrar placer en historias donde sabemos a priori que el protagonista va a morir. Nunca veremos una tendencia o una moda de películas sobre la preparación para la muerte, a pesar (o precisamente porque) es un tema que siempre está de actualidad en nuestros miedos más íntimos.

Al final volveré sobre este tipo de historias, pero prefiero centrarme en las de supervivientes, que son las que más comúnmente asociamos con la ficción apocalíptica.

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Realismo capitalista, de Mark Fisher

Realismo CapitalistaEn esa contienda de discursos y visiones sobre lo que es y lo que debería/podría ser la ciencia ficción, cotiza al alza la demanda de historias con una perspectiva optimista/positiva del escenario, de las relaciones entre los personajes y/o su desarrollo. Tras años de dominio del fin del mundo, el postapocalíptico o la distopía, se ha activado la demanda de narraciones que combatan ese pesimismo, no sé si sanadoras o terapéuticas. Sin embargo en esta búsqueda parece quedar fuera de cuestionamiento la realidad política, económica y casi diría social de nuestra civilización. El capitalismo se mantiene como ideología imperante y su presencia anega cualquier relato hasta el punto de construir un efectivo muro de contención que impide sobrepasarlo. Pensar en una sociedad libre de su influencia continúa fuera de la ecuación.

Esa prevalencia sistémica, cómo el libre mercado ha colonizado hasta el ámbito más insospechado de nuestras vidas, es el objeto de Realismo capitalista. Mark Fisher se apoya en ideas de Deleuze, Zizek, Jameson y otros filósofos marxistas para cartografiar esta tiranía, las armas de las que se ha servido para someter cualquier otro sistema y domeñar el panorama incluso hasta alentar iniciativas percibidas como anticapitalistas. Esta aparente contradicción, una de las numerosas incoherencias apuntadas por el autor de Lo raro y lo espeluznante caracterizada a través de un film como WALL·E, deja de serlo cuando Fisher profundiza hacia sus cimientos en un mesurado equilibrio entre filosofía, sociología, psicología y semiótica.

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La estación del crepúsculo, de Kate Wilhelm

La estación del crepúsculoAborrecer lo ocurrido en las últimas décadas con la mayor parte de los premios a la mejor novela de ciencia ficción concedidos en EE.UU. no implica quitar valor a muchas de las obras agraciadas con él desde sus comienzos. De la mano de esta sensación camina otra idea; cómo el paso del tiempo y la dificultad para conseguir algunos de ellos en España ha desdibujado su relevancia. La estación del crepúsculo, traducida por Bruguera como Donde solían cantar los dulces pájaros, me parece uno de los ejemplos más relevantes. Apenas fue publicada una vez en la primera encarnación de la colección Nova, allá en 1979. Jamás fue reimpresa ni en esa editorial ni en su heredera, Ediciones B, y su reedición por Bibliópolis con una nueva traducción tres décadas más tarde se hizo desde una cierta clandestinidad. A la deficiente distribución de la casa se le unió una imagen de cubierta fea a rabiar. Por si esto no fuera suficiente, ha aquejado el desconocimiento de la figura de una autora, Kate Wilhelm, con apenas tres libros y un puñado de relatos traducidos hace ya demasiados años. Que una novela como Juniper Time, incluida por David Pringle en su lista de 100 mejores novelas de ciencia ficción en lengua inglesa, no haya sido traducida mientras nos han llegado multitud de títulos de autores de medio pelo da que pensar sobre los motivos que han llevado a esta situación.

Y eso que las primeras páginas de La estación del crepúsculo son un tanto decepcionantes: un narrador omnisciente relata cómo una familia muy numerosa, los Sumner, se prepara para el fin de la civilización en un recóndito valle de Virginia. Para no caer en los ladrillos informativos, Wilhelm pone en primer plano la historia de amor entre los primos David y Celia Sumner, al principio no correspondido para después acercarse al rollo “te quiero pero no puedo estar contigo”. En paralelo muestra el contexto del drama: una civilización en colapso muy de los 70, en la encrucijada de la catástrofe climatológica, la hecatombe nuclear y el apocalipsis demográfico de Hijos de los hombres o El cuento de la criada. Los Sumner afrontan este final con el optimismo de los tiempos de La edad de oro. Su reducto autosostenible se abastace de todo lo necesario para culminar las investigaciones punteras sobre clonación e iniciar un proyecto para atajar la creciente infertilidad.

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Barbagrís, de Brian W. Aldiss

BarbagrísLo escribió Julio Numhauser y la cantó Mercedes Sosa, aunque ya lo sabíamos desde Heráclito. Panta rei, todo fluye, todo cambia; en la realidad y en la vida, en las costumbres y los hábitos. Y en los pequeños asuntos cotidianos. Si se compara el mercado del libro actual con el del pasado se percibe enseguida un claro contraste. Aquellas tendencias que hace treinta años apenas comenzaban a vislumbrarse, hoy son imperio. La necesidad de estar al día, de leerse lo último, esa novedad de la que todo el mundo habla, ha pasado de mero postureo a obligación. Las editoriales se encargan de que la dependencia sea intensa y esté bien cubierta. No puede ser de otra forma en nuestra amada sociedad capitalista. El negocio es el negocio. El caudal insostenible de novedades, así como la obligación autoinfligida de leer lo que hay que leer, acaba provocando un cierto estrés a ambos lados del libro. Como “ritmo demencial” lo denunciaba el escritor Guillem López, ganador de los dos últimos premios Ignotus en la categoría de novela española, en un tweet reciente. “Un día de estos, alguien tendrá que plantear el debate, porque no es normal y no está bien”, acababa diciendo.

Lo cierto es que, antes del cambio de siglo, aun existiendo el normal interés por la novedad, no se llegaba a estos extremos. Entonces pesaban más los nombres antiguos que los nuevos, uno quería leerse antes a los escritores consagrados que al autor del último hit, comentar las grandes obras antes que las novedades. Buscabas primero en la biblioteca y luego en la librería. Ahora sucede al revés, el orden se ha invertido y realiza más estar leyendo (e informar de que se está leyendo) lo últimísimo que hayan puesto a la venta las editoriales o los autores mejor promocionados. Las novelas con más de diez años solo son rescatadas por sucesos ajenos: alguna iniciativa de club de lectura, una película o, como ha sucedido con El cuento de la criada, de Margaret Atwood, gracias al éxito de una serie de televisión. Y esta displicencia se da con los clásicos, a los que es difícil ignorar debido a su pervivencia en las listas o en los escritos de los críticos viejunos; si vamos un paso más allá, encontraremos que las novelas con solera cuyo pecado fue el de ser “solamente buenas” están, a estas alturas, casi enterradas.

Llama la atención ese desafecto por lo anterior, el hecho de que atraiga más una novedad cuya calidad está por ver que un libro cuya bonanza literaria ha sido confirmada tanto por numerosas opiniones como por su perdurabilidad. Más cuando el descubrimiento de esos libros añejos por parte del devorador de novedades suele acabar con exclamaciones de sorpresa y satisfacción. Desentrañar las causas de semejante fenómeno no es labor de este texto, pero sí tratar de recuperar uno de esos libros a dos pasos de la excelencia. El fallecimiento de Brian W. Aldiss y algún comentario sorprendente sobre su irrelevancia no me han dejado opción a la hora de elegirlo.

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