Conferencia de clausura del Congreso Internacional «Los fines del mundo. Textos, contextos, tradiciones y réplicas» de la Facultad de Filología de la Universidad Complutense de Madrid, 4 de junio de 2021.
Me parece muy sugerente el plural del título de este congreso: no se habla del fin del mundo sino de los fines del mundo, no de uno, sino de una serie de finales, lo que apunta más bien a la idea de infinito, de algo que se renueva continuamente.
Seguro que aquí ya se ha hablado de cómo las sociedades primitivas vivían apegadas a los ciclos de la tierra, y al terminar cada año se producía una muerte simbólica y un renacimiento del mundo: de hecho, nosotros aún celebramos el año nuevo con una mentalidad parecida. Esta muerte y resurrección del mundo se experimentaba también a nivel individual o comunitario en los rituales de paso. Según Mircea Eliade: «En el escenario de los ritos iniciáticos, la “muerte” corresponde al regreso temporal al caos. Es la expresión paradigmática del final de un modo de ser: el modo de la ignorancia y la irresponsabilidad infantil».
Quizá lo que nos cuenta la ficción apocalíptica sea eso, por encima de cualquier otra cosa: el final de un modo de ser.
Incluso en la Biblia, que introdujo la linealidad en el relato mitológico, por decirlo así, no existe un único final sino una serie de finales parciales: la expulsión del Edén, el diluvio universal, las diez plagas de Egipto… Todos estos son en realidad relatos de supervivencia. En ese sentido Noé no se diferencia de Isherwood Williams, el protagonista de La Tierra permanece, ni el pueblo de Moisés se diferencia de los protagonistas de The Walking Dead.
Incluso el Apocalipsis que cierra la Biblia podría entenderse como una historia de supervivientes, o del final de un modo de ser, puesto que se habla de un más allá o una vida eterna para los justos.
Cuando hablo de literatura apocalíptica me voy a referir solo a historias en las que tiene lugar un evento ligado la extinción: meteoritos, epidemias, invasiones alienígenas, nubes tóxicas, guerras mundiales, zombies… No estamos hablando por tanto de ficciones que simplemente muestran sociedades distópicas o en proceso de desintegración, que en mi opinión tienen unas dinámicas narrativas diferentes.
Cabría incluso preguntarse si existe la ficción apocalíptica. Si nos tomamos al pie de la letra la noción del fin de los tiempos, por definición se trata de un suceso que no puede ser narrado, sino únicamente esperado o temido. Por eso la ficción apocalíptica en realidad solo tiene dos argumentos posibles. O bien se narran historias de supervivientes a dicho evento, que por lo tanto no es un final sino un posible reinicio, (lo que siempre hemos llamado género posapocalíptico), o bien son historias que nos hablan de la preparación mental de los personajes para una muerte que será inevitable.
La gran mayoría que produce nuestra cultura popular son historias de supervivientes. Más que nada, porque nos resulta muy difícil encontrar placer en historias donde sabemos a priori que el protagonista va a morir. Nunca veremos una tendencia o una moda de películas sobre la preparación para la muerte, a pesar (o precisamente porque) es un tema que siempre está de actualidad en nuestros miedos más íntimos.
Al final volveré sobre este tipo de historias, pero prefiero centrarme en las de supervivientes, que son las que más comúnmente asociamos con la ficción apocalíptica.
Pasajeros del arca
La familia de Noé, y el pueblo judío, el sherif Rick Grimes, Robert Neville de Soy leyenda, todos tienen en común que son los elegidos, elegidos por Dios o elegidos por el narrador, que en este caso es lo mismo. Pero ¿elegidos por qué y para qué?
Lo bueno de ser escritor es que puedes coger esta pregunta gigantesca, filosófica que todos nos hacemos, y apretarla en los márgenes de un papel y de una historia inventada: ¿por qué me estoy fijando en estos personajes?, ¿qué es eso tan importante que van a hacer y que merece ser contado?
Se trata de un problema de relevancia: lo más difícil para un autor es decidir el criterio para discriminar los personajes y sucesos más significativos de los que no lo son tanto. El problema —y aquí es donde el escritor se distancia radicalmente del científico o del historiador— es que la relevancia no es una cuestión objetiva sino subjetiva, podríamos decir incluso que una cuestión moral.
Y no solo porque el autor quiera emitir algún mensaje determinado con su historia, sino porque todo escenario narrativo es siempre un paisaje moral, en el sentido de que los personajes están obligados a tomar acciones, y esas acciones siempre tienen efectos en el bienestar o el sufrimiento de otros y de ellos mismos.
Entonces, ¿a quién meto en mi arca y por qué? Cualquier obra de ficción ya es un arca en sí misma, una selección representativa del mundo tal como lo entiende el autor. Igual que la última página de cualquier novela o relato supone el final de un mundo.
En la ficción apocalíptica, esta metáfora se hace literal y universal: cada grupo de supervivientes se convierte en una humanidad supersimplificada. Son historias llamadas a hablar sobre el conjunto de la sociedad y a emitir mensajes sobre la naturaleza profunda del ser humano mucho más que otro tipo de historias. Cormac McCarthy lo sabe y por eso en La carretera el padre y el hijo no tienen nombres propios, son simplemente eso, el padre y el hijo, una representación de todos los padres y todos los hijos. Y las palabras que intercambian son algo más que palabras, adquieren una resonancia mítica.
En este sentido la Biblia es bastante decepcionante: nunca parecen claros los motivos de Dios para salvar o castigar a los hombres. No se explica cuáles son los méritos de Noé para ser salvado ni cuál es la culpa de Job que justifique sus penurias.
En la ficción apocalíptica tampoco encontramos una respuesta clara: repasando unos cuantos títulos emblemáticos, la primera conclusión que saco es que la mayoría de los protagonistas no se salvan de la extinción por su virtud ni por mérito propio sino por pura casualidad.
Adam Jeffson, el protagonista de La nube púrpura, de M.P. Shiel, se salva de la nube tóxica porque está de expedición en el polo norte. Y lo irónico del asunto es que él ni siquiera quería unirse a aquella expedición, pero finalmente le toca ir porque su prometida ha envenenado a otro de los participantes.
Isherwood Williams, el protagonista de La Tierra permanece, de George R. Stewart, se salva del virus que arrasa la humanidad por la mordedura de una serpiente, que al parecer funciona como antídoto, mientras permanecía aislado en una cabaña del bosque.
Robert Neville no sabe muy bien por qué es inmune al virus que convierte a los muertos en vampiros en Soy leyenda, de Richard Matheson, pero sospecha que también puede deberse a la mordedura casual de un murciélago.
Bill Masen, el protagonista de El día de los trífidos, de John Wyndham, se salva de la ceguera que provoca el paso de un cometa gracias a que está hospitalizado y con los ojos vendados, de una forma parecida al protagonista de la película de zombies 28 días después.
En ninguno de estos casos, por lo tanto, se encuentran rastros de un merecimiento para la supervivencia. El mecanismo elegido por los narradores es abrumadoramente aleatorio. Pero no siempre.
El comienzo más hermoso y lleno de sentido moral que conozco, a la vez que sencillo, es el del Mecanoscrito del segundo origen, de Manuel de Pedrolo. La protagonista, Alba, es una chica de catorce años que va caminando por el campo y de pronto ve a unos muchachos, unos bestias del pueblo, que cogen a un niño negro de nueve años y lo arrojan a una alberca, con la intención de dejar que se ahogue. Alba no se lo piensa y se echa de cabeza para salvarlo, y es justo entonces, en ese minuto en el que Alba está buceando para salvar la vida de Dídac, cuando pasan unos platillos volantes y arrasan con toda la humanidad. Pero atención: Alba divisa los platillos antes de echarse a la alberca. Vale la pena leer el fragmento:
Y Alba miró todavía un momento hacia los extraños objetos ovalados y planos que avanzaban con rapidez hacia el pueblo mientras aumentaba el temblor de la tierra y del aire y crecía el ruido, pero entonces pensó de nuevo en el hijo de su vecina Margarida, Dídac, que había desaparecido ya en las profundidades de la esclusa, y se lanzó de cabeza al agua, dejando atrás a los chicos, que se habían olvidado por completo de lo que habían hecho y ahora decían:
—¡Mira cómo brillan! ¡Parecen de fuego!
Aquí tenemos por tanto a una protagonista que se salva de la extinción por su cualidad moral, de una forma además muy clara, a pesar de que la propia Alba más adelante negará en una conversación con Dídac que exista ninguna razón de orden moral para su supervivencia.
La siguiente pregunta relevante para el autor es, lógicamente, ¿qué hacen mis personajes ahora, ante la constatación de un suceso inconcebible, fantástico y radicalmente traumático?
Hay una cosa que un escritor no puede permitirse, y es dejar que la parálisis y el terror se apoderen desde el inicio de sus protagonistas. Porque entonces no hay historia. La única posibilidad de relato descansa sobre la existencia de unas mentes lo suficientemente sólidas para no colapsar en medio de un mundo que colapsa. Seguramente sea esa la clave para seleccionar a los protagonistas de estas ficciones: deben tener un carácter fuerte hasta un extremo épico.
Ish, el protagonista de La Tierra permanece, encuentra un martillo en el mismo lugar en el que es mordido por la serpiente, en la primera página del libro. Es como si el autor quisiera trasladar el mensaje de: “Te concedo la vida, pero es para que hagas algo interesante con ella”. Que es exactamente lo que decimos los escritores a todos nuestros personajes.
La primera actividad que emprenden los protagonistas de estas ficciones, después del shock inicial, es inevitablemente la de explorar. Es imprescindible, porque necesitan saber cuáles son los límites de la devastación y en qué clase de mundo deben seguir viviendo. Esta es quizá la parte de la ficción apocalíptica que nos ofrece unas imágenes más impactantes e imborrables. Incluso una novela tan clásica y poco morbosa como La nube púrpura presenta imágenes de este tipo, como el momento en que el protagonista, al timón del barco con el que va costeando Europa, vislumbra otro buque de vapor humeando y moviéndose en la distancia, e inmediatamente se dirige a su encuentro, dando gritos de júbilo, hasta que los dos barcos se cruzan, y entonces dice el texto:
En ese momento se alzó, y llegó hasta mí, un olor repugnante, execrable; oía ya cerca el ruido de sus máquinas, y aquel maldito osario pasaba batiendo el mar en su frenética carrera, a poco más de veinte metros de mis narices. Dios mío, era una cosa tan abominable, que hasta un buitre habría huido de él: pude echar una ojeada a las cubiertas, llenas de cuerpos descompuestos.
Esta imagen, como otras de este tipo, resulta perturbadora y al mismo tiempo fascinante no solo por el aspecto masivo de la muerte, sino por el descubrimiento de que las cosas siguen funcionando en ausencia de la mano del hombre. Es algo que damos por sentado en la naturaleza (los pájaros siguen cantando, el sol sigue saliendo) pero que nos perturba de un modo especial cuando se trata de instrumentos humanos. Esto es algo que César Mallorquí reflejó de forma magistral en su relato “El rebaño“, donde en un mundo posapocalíptico vemos cómo unos perros pastores siguen realizando sus tareas diarias, y sus movimientos con las ovejas en el prado son detectados por un satélite que orbita la Tierra y que lleva tiempo tratando de reconectar con los hombres, desesperado, incapaz de entender que han sido extinguidos.
Un placer oscuro
Nos gusta fantasear con la destrucción de lugares icónicos de nuestra cultura. Estamos hartos de ver cómo Nueva York es destruida por olas gigantes, monstruos gigantes, naves extraterrestres… No sé cuál es el origen psicológico de esta fascinación, pero la historia y la mitología nos cuentan que toda civilización nueva se construye sobre las ruinas, o sobre el cadáver, de una civilización anterior. La imagen más emblemática de esto sería la estatua de la libertad en el mítico último plano de El planeta de los simios.
Esta fijación por los escenarios ruinosos ya fue explorada antes por la novela gótica. El mensaje que trasladaban aquellos castillos abandonados y toda su fantasmagoría era doble: por un lado el protagonista (la protagonista) se siente miembro de una nueva clase (la burguesía) que se alza victoriosa sobre las ruinas del antiguo régimen, y por otro lado esas ruinas son un recordatorio de que nada dura para siempre, y de que esa misma burguesía tampoco durará.
En el caso de la ficción apocalíptica, que podría cumplir esa misma función de memento mori para nosotros, la clase emergente sería la clase del superviviente, salvo que no es una clase, sino todo lo contrario; por lo menos en una primera fase de estas narraciones, lo que se presenta es una realidad de individuos completamente desarticulados y hostiles entre sí. Se trata de una lucha por la supervivencia individual, que solo gradualmente (y no siempre) confluye hacia la constitución de grupos humanos.
Si nos detenemos a examinar de dónde proviene el placer que nos producen estas historias de muerte y desolación, si lo hacemos con sinceridad, lo que encontramos son una serie de instintos y fantasías bastante oscuras y poco confesables.
La primera y más evidente sería una fantasía de destrucción y de soledad, que seguramente tiene un trasfondo de resentimiento con el mundo. Esta se complementa además con una fantasía de rapiña que probablemente surge de lo más profundo de nuestro cerebro animal. Recuerdo la sensación de regocijo al leer Apocalipsis, de Stephen King; a mis quince años: el disfrute de vagabundear por las calles de Nueva York o por los pueblos del interior de Estados Unidos, donde todo está plagado de cadáveres por culpa del virus de una supergripe, pero ha sucedido de forma tan fulminante que todas las tiendas, gasolineras y casas particulares están prácticamente intactas, disponibles para que los supervivientes entren y cojan lo que quieran. ¿Por qué nos estimulan tanto estas fantasías de saqueo, esa sensación de impunidad? ¿Es un instinto biológico, o es un disfrute cultural, una especie de transgresión del precio de las cosas?
Retomando la idea del paisaje moral, lo que ocurre cuando eres el único superviviente de la Tierra es que tus actos no tienen consecuencias en el bienestar o el sufrimiento de otras personas, porque están todas muertas, y en ese sentido se conviertes en absolutamente libre, ajeno a cualquier responsabilidad.
De hecho, es habitual en estas historias que, si el protagonista tarda demasiado en encontrar compañía, acabe entrando en una espiral de egolatría y de comportamientos maniáticos que casi lo lleven a la locura. Sucede en La nube púrpura, de Shiel, donde nuestro protagonista-narrador viaja por Europa y luego hacia oriente para vivir y vestirse literalmente como un sátrapa. Pero aquello no parece satisfacerle. Dice:
Estaba un día sentado delante de la puerta del monasterio, cuando algo dentro de mí me dijo: “No serás nunca un hombre bueno ni podrás escapar para siempre del infierno y la locura, a no ser que tengas un objetivo en la vida, que dediques tu corazón y tu alma a alguna obra que requiera todo tu pensamiento, tu ingenio, tu saber, tu fuerza física y moral, la habilidad de tus manos y tu mente: de otra forma, estás condenado a sucumbir.
A falta de mejores ideas, Adam decide levantar un palacio para sí mismo, y dedica diecisiete años a su construcción, pero luego descubre que eso tampoco le satisface y se inventa otra diversión, la de quemar ciudades, y se da una vuelta por el mundo quemando hasta trescientas ciudades. Entonces se encuentra con una muchacha perdida, quizá la única persona viva sobre la Tierra además de él mismo, y su primer instinto es el de matarla.
Tanto Jeffson como Isherwood, el protagonista de La Tierra permanece, así como el protagonista de El día de los trífidos o incluso el Robert Neville de Soy leyenda parecen sentirse ligeramente contrariados cuando se encuentran con una mujer superviviente y se ven “obligados” a convivir con ella, como si esto supusiera una pérdida de libertad.
El protagonista de Soy leyenda da refugio a una mujer que aparece un día merodeando cerca de su casa, y comienzan a convivir, aunque con cierta frialdad, hasta que surge la duda de si ella estará infectada por el virus. Neville es un científico, así que comienza a hacerle pruebas. Y dice el narrador:
Neville sabía que si ella estaba infectada trataría de curarla, fuese o no posible. ¿Pero y si no tenía el bacilo? De algún modo esta posibilidad era aún más enervante. En el primer caso todo seguiría como hasta entonces, sin abandonar esquemas y normas. Pero si la joven se quedaba, había que establecer una relación, ser quizá marido y mujer, tener hijos…
Otro disfrute inconfesable que encontramos en la ficción apocalíptica es la fantasía de simplicidad. Es como si una parte atávica de nuestra mente sintiera nostalgia de los tiempos en los que todo era más sencillo y el mundo se podía explicar con un puñado de dogmas y principios incontrovertibles. Era un pasado en blanco y negro, bipolar, marcado por la separación entre el bien y el mal, nosotros y ellos.
En La nube púrpura se habla de un poder blanco y un poder negro, que el protagonista identifica con las fuerzas del bien y del mal, o con el altruismo y el egoísmo. Él mismo se reconoce como siervo del poder negro hasta el mismo final del libro, cuando se da cuenta de que ama a la mujer, y entonces proclama la victoria del poder blanco.
En Apocalipsis, de Stephen King, los supervivientes se agrupan en dos bandos, liderados respectivamente por una anciana bondadosa llamada Madre Abigail y un hombre de naturaleza diabólica llamado Randall Flagg.
Esta base moral binaria comienza a demostrarse ineficaz tan pronto como la historia se alarga y gana en complejidad. Con la formación de grupos cada vez más nutridos surgen las decisiones complicadas y el paisaje moral comienza a llenarse de grises. En La Tierra permanece este momento se escenifica con el asesinato del forastero que se enamora de la mujer discapacitada. Los líderes del grupo se reúnen y deciden que no pueden permitir que la muchacha tenga descendencia, pero ella pertenece al grupo, y la quieren, así que toman la decisión de asesinar al forastero. Se trata de una decisión injusta, inmoral, pero tomada por un bien mayor, supuestamente, que sería la fortaleza del grupo. Otra forma de verlo sería que aquí es donde comienza la corrupción del grupo.
El presente detenido
Pero antes de llegar a la construcción social siempre se le exige al protagonista un despliegue de actividad puramente física, manual, que también nos fascina como una experiencia perdida o añorada en nuestra vida hiper digital, hiper segura pero también hiper virtual, es decir no del todo real. En este terreno personalmente creo que nadie supera a Cormac McCarthy en el modo de transmitir con la prosa esa plasticidad del mundo real, el que se toca y se transforma con las manos.
Esta manipulación del mundo que acometen los personajes viene acompañada por la necesidad de reactivar algo que damos por sentado, o por natural, pero que necesitó crearse socialmente, que es la idea del tiempo. Porque la destrucción de la cultura implica la destrucción del tiempo. Los protagonistas de la ficción apocalíptica viven en un presente detenido o un presente inacabable. Cada día es igual al siguiente, no hay cambios ni interrupciones. Y para poder construir cosas, o mejor dicho, comunidades, es necesario que haya un futuro, una idea de futuro. Así que primero hay que reactivar el tiempo.
En La Tierra permanece es la mujer protagonista, Em, quien lo propone; y al principio Isherwood lo descarta como una bobada, porque es un machista y desprecia todas las ideas que provengan de ella, hasta que al final reconoce:
Más tarde, hubo de confesarse que la sugerencia de Em tenía su importancia. Sí, era indispensable medir el paso del tiempo. Al fin y al cabo, el tiempo, la historia, la tradición y la civilización eran una sola cosa. Perder la continuidad del tiempo, era perder algo irremplazable. Los siete días de la semana, con su día de descanso, eran una valiosa tradición.
Es interesante observar cómo Manuel de Pedrolo transmite esta sensación de tiempo detenido o de ausencia de tiempo con un mecanismo formal, que es el de comenzar todos los párrafos de la novela con la conjunción “Y”. Esta estructura implica también una uniformidad en la relevancia de los acontecimientos. No hay sucesos más importantes que otros, todos están al mismo nivel. También M.P. Shiel escribió La nube púrpura sin tener en cuenta capítulos, solo con una cadena de episodios seguidos y sin jerarquía, al igual que McCarthy en La carretera, aunque allí al menos existe la idea de camino o carretera que ordena linealmente los sucesos.
En estas ficciones podría asomar también algo de nuestro viejo espíritu de conquista o de colonización, y en ese sentido el posapocalíptico no se aleja de los relatos del western o incluso de la conquista del espacio.
Y si hay un colonizador y superviviente célebre en la historia de la literatura ese es el Robinson Crusoe de Daniel Defoe. Como sabemos, es una novela escrita en primera persona y que contiene frases tan inolvidables como:
En primer lugar, le hice saber que su nombre sería Viernes, que era el día en el que le había salvado la vida. También le enseñé a decir amo, y le hice saber que ese sería mi nombre.
Esta arrogancia o hibris de los héroes posapocalípticos seguramente surge de la dimensión mítica de su vivencia: ¿cómo no te vas a creer el rey o el patriarca del mundo si eres el único hombre civilizado? Convertir el caos en orden, que es lo que hacen los supervivientes posapocalítpicos, a fin de cuentas es una tarea de dioses, así como el poner nombre a las personas, a las criaturas, a los fenómenos y a las relaciones que se establecen en la nueva realidad.
Que Crusoe le ponga de nombre Viernes al indígena podría interpretarse además como una identificación entre el tiempo y la dominación: es el tiempo civilizado del amo el que se impone sobre el tiempo natural del indígena.
Para que haya un futuro, en el sentido de progreso, es necesario que haya un tiempo, y para que haya un tiempo es necesario crear un reloj capaz de contarlo. ¿Y cuál es el reloj más perfecto? O dicho de otra manera: ¿cuál es el símbolo perfecto del futuro? Claramente, los hijos.
El final del presente detenido llega cuando se pone en marcha el reloj de la gestación. Y es habitual que ese momento coincida con el final del relato apocalíptico. Sucede así en el Mecanoscrito del segundo origen, El día de los trífidos, La nube púrpura, incluso La carretera podríamos decir que termina cuando el hijo se une al otro grupo y constituye una verdadera familia con ellos.
También llega el final del relato cuando desaparece la posibilidad de que haya hijos, como en Soy leyenda. O en el otro extremo, se puede construir toda una novela alrededor del hecho de que no hay niños, como en Hijos de los hombres, de P.D. James. Porque la infertilidad mundial sería en sí misma un evento ligado a la extinción.
¿Un ideal?
En todo caso, para salir de ese presente detenido y construir una cultura nueva no basta solo con reactivar el tiempo y reactivar el futuro a través de los hijos, sino que hace falta algo más, hace falta un ideal. Porque si no, ante el inmenso trabajo de organizarse, formar comunidades, educar a los hijos, etc, el protagonista podría preguntarse ¿por qué? ¿qué motivo tengo para acometer semejante tarea? ¿Cuál es mi meta, o, por usar una palabra más grandilocuente, mi destino? La idea de destino subyace a todo relato de ficción por mucho que el escritor sea, como yo, de los que decimos escribir con brújula y sin un plan previo. Hay que recordar que en la mitología griega incluso los dioses estaban sometidos al destino.
Los niños representan (más bien encarnan) el futuro, como he dicho, pero no representan un ideal o un destino en sí mismos. Por eso el final del Mecanoscrito es desolador, desde mi punto de vista: porque hay un futuro (hay niños) pero no hay un ideal.
En mi opinión la historia de Alba y Dídac tiene un trasfondo muy desesperanzador, ofrece una visión muy fría de la naturaleza humana, a pesar de ese inicio que he mencionado antes, marcado precisamente por la acción heroica y salvadora de la joven. Desde ese momento Alba asume un papel maternal sobre Dídac, incluso el acto físico de salir del agua con él tiene ese parecido simbólico con el alumbramiento, a pesar de que muy pronto queda establecido entre ambos que cuando él adquiera la mayoría de edad, se unirán y tendrán hijos. Ahí vemos cómo Alba activa así el primer reloj, el que descuenta el tiempo que falta hasta la madurez sexual de Dídac.
Pero este papel maternal y amoroso de Alba tiene también un reverso posesivo y en cierta forma limitante para Dídac. Muy pronto se aprecia que el carácter del niño es más aventurero que el de ella, él muestra más atrevimiento y más curiosidad, mientras que ella tiende a desanimarle en sus ensoñaciones y en fomentar la prudencia. En su relación hay un elemento de dominación que no esta demasiado lejos de la posesión de Crusoe sobre Viernes, a quien también salvó la vida.
Por ejemplo, el chico consigue poner en marcha un gran tractor y en lugar de felicitarle ella dice: “Es una bestia muy grande para ti, Dídac”. El se empeña en conducirlo, a pesar de todo, e insiste en bajar al pueblo a por gasolina, a lo que el narrador añade: “aunque a ella no le gustaba mucho la idea” (El narrador lo sabe bien, porque como veremos al final, es la propia Alba quien escribe los cuadernos). Justo cuando encuentran lo necesario para circular con el tractor aparecen cinco platillos volantes en el cielo, los chicos se esconden, aterrorizados, y deciden que ya no volverán a arriesgarse a encender el motor. A nivel psicoanalítico, podríamos especular con que esos platillos son una proyección del propio miedo de Alba, que no quiere alejarse de su cueva. En otra ocasión, más adelante, Dídac intentará convencerla para pilotar una avioneta, pero ella volverá a negarse.
Dídac no es tonto, y se da perfecta cuenta de lo que ella está haciendo, aunque sea de forma intuitiva. Por eso, cuando Alba propone cultivar un huerto, él le pregunta:
—Ya no vamos a movernos de aquí, ¿verdad?
—¿Por qué lo dices?
—Porque la gente, cuando empieza a trabajar los campos, se vuelve sedentaria.
Finalmente, sí que hacen un viaje. Viajan en barco hasta Italia, donde disfrutan de la naturaleza en una playa de Capri, pero tienen también un encuentro indesable con unos varones supervivientes que parecen dispuestos a eliminar al chico para abusar de Alba. Entonces Alba confirma esta identificación de su propio miedo con la violencia de los alienígenas al usar una pistola marciana, encontrada en el campo, para aniquilar a los hombres.
Alba se convierte en la tutora de Dídac, y le enseña todas las cosas que ella considera útiles para el futuro. En ese sentido Alba asume el papel de líder. El líder de la ficción apocalíptica (y cualquier líder, quizá) se distingue por dos cosas: es alguien con una capacidad de atención especial, es alguien que ve y entiende lo que está sucediendo mejor que los demás; y además tiene el don de la palabra, es capaz de explicar lo que está sucediendo de forma que tiene sentido y los demás lo entienden; podríamos decir que es el encargado de introducir un nuevo orden simbólico.
En el Mecanoscrito, sin embargo, Alba se cuida mucho de inculcar en Dídac cualquier tipo de pensamiento mítico. No solo reniega explícitamente de la religión (cosa comprensible, sobre todo teniendo en cuenta el pensamiento del autor de la novela), sino que no hay ningún tipo de enseñanza moral basada en un ideal más grande que su propia supervivencia, ni establece ningún tipo de ritual que les permita conectar con un engranaje mayor que ellos dos y sus necesidades inmediatas. Como decía Saint Exupery: “Los rituales son al tiempo lo que la morada es al espacio”. O como decía Mircea Eliade, los ritos sirven para conectar el tiempo presente y profano, con el tiempo mítico o sagrado. Nada de esto aparece en el Mecanoscrito, como sí aparece, por ejemplo, en los niños supervivientes de El señor de las moscas de William Golding, donde de forma espontánea se crea un culto, con unas representaciones totémicas, que de algún modo estructuran el significado de lo que están viviendo los niños.
En La Tierra permanece, Isherwood no quiere practicar ni inculcar ninguna religión a los miembros de su comunidad, pero entonces descubre que, también de forma espontánea, los niños han empezado a adorar al martillo del líder. Lo que en principio solo era una herramienta acaba investido de cualidades totémicas: el martillo se convierte así en un agregado de símbolos, representa la fuerza, el conocimiento, el liderazgo y la voluntad necesarios para construir un futuro.
En El día de los trífidos, se produce la siguiente conversación entre los dos protagonistas:
—Si yo fuese niño —reflexionó Josella—, creo que me gustaría que me dieran alguna razón. Si no ocurriera así, es decir, si me dejaran pensar que he nacido en un mundo absurdamente destruido me parecería que la vida es también absurda. (…)
¿No crees que se justificaría que inventáramos un mito para ayudarlos? La historia de un mundo que era maravillosamente inteligente, pero tan malvado que tenía que ser destruido… o que se destruyó a sí mismo por error. Algo así como el Diluvio. No se sentirían aplastados entonces por ese complejo de inferioridad. Al contrario, se verían impulsados a construir, y a construir esta vez algo de valor.
En La carretera, el padre tiene una meta concreta que es llegar hasta el mar, pero sabe o intuye que eso no será suficiente, y por eso también le habla a su hijo de un fuego. Le explica al niño que ellos son los que portan el fuego, y que por eso deben seguir adelante sin tirar la toalla. Resulta paradójico que el fuego pueda constituirse en un símbolo positivo y de futuro en medio de un paisaje que está completamente consumido y convertido en cenizas, pero simbólicamente sabemos que el fuego tiene un significado también de purificación y de luz. El fuego es el origen de la civilización humana y el final de la oscuridad. El padre, además, identifica al fuego con la bondad.
Digamos que el padre tiene un comportamiento ético mínimo en el sentido de que no asesina ni canibaliza a nadie, como hacen otros, sino que se limita a proteger a su hijo y mantenerse lejos de los demás, pero el hijo sí que se muestra más dispuesto a implicarse y a ayudar. En ese sentido representa la única esperanza de humanidad en un mundo que se ha convertido en una selva deshumanizada.
Volviendo al Mecanoscrito, a pesar de que el mundo no está reducido a cenizas sino que todavía conserva cierto esplendor, no se muestra un sentimiento de admiración hacia las obras del hombre. Cuando Alba y Dídac pasean por Italia, que probablemente es el lugar del mundo con mayor densidad de maravillas artísticas, la única reflexión que hace es: “Alba pensó melancólicamente en todas aquellas riquezas y en tantas otras que se perderían sin remedio. Después del hombre, desaparecería su patrimonio”. Lo único que rescatan son, de hecho, unas ilustraciones de contenido erótico, que probablemente Alba considera parte de la educación reproductiva de Dídac.
De modo que en las enseñanzas de Alba hay una ausencia total de cualquier ideal ni siquiera en la forma de una admiración por la belleza (más allá del ocasional canto de los pájaros o el agua cristalina de una playa), pero lo que resulta todavía más llamativo y terrible es que en ningún momento de la novela los dos niños juegan a ningún juego. Esto, que en mi opinión es inverosímil, no puede ser casual. Pedrolo, a través de Alba, quiere eliminar incluso la faceta lúdica de la mente de Dídac, quizá porque considera que los juegos están peligrosamente relacionados con la exploración.
Esto significa que el espíritu heroico de Dídac queda de alguna forma bloqueado por Alba. Se produce aquí lo que el analista jungiano Erich Neuman llamaría un incesto urobórico, la tendencia del Yo a disolverse en el inconsciente, o el abrazo asfixiante de la Gran Madre, que en este caso está representada por Alba.
Este papel de madre arquetípica de Alba queda subrayado además por la insistencia que el propio libro hace en su virginidad. El libro está dividido en cinco cuadernos, y los cuatro primeros empiezan literalmente con la frase: “Alba, una muchacha de tantos años, virgen y morena”, hasta que el quinto y último cuaderno comienza con “Alba, una mujer de dieciocho años, morena y embarazada”. Mitológicamente ya sabemos que la virginidad no alude tanto a una virginidad física literal como al hecho de que se trata de una mujer que no pertenece a ningún hombre, y por tanto se puede relacionar directamente con los dioses: por eso los héroes míticos suelen nacer de vírgenes.
De modo que, lo que Alba le niega a Dídac, una dimensión mítica del mundo, Pedrolo sí nos lo transmite a nosotros, los lectores. Y no lo hace solo con la sutil alusión a la virginidad sino con un epílogo, que en mi opinión es un añadido desastroso, titulado “¿Es Alba la madre de la humanidad actual?”. Se supone que está escrito por alguien siete mil años después de la historia contada en los cuadernos, y en él se plantea explícitamente el carácter adánico de Alba y Dídac.
Por otra parte, tanto Mecanoscrito, como La nube púrpura, como El último hombre de Mary Shelley (que se podría considerar novela fundacional del género), todas ellas utilizan el formato del “manuscrito encontrado”, lo que subraya esa dimensión legendaria de la historia.
En la narrativa del superviviente se dirime en qué consiste la naturaleza humana, o, dicho de otra forma, cuál es la frontera donde termina el instinto y comienza la cultura. Porque la naturaleza en sí misma solo tiene un argumento: la lucha por la supervivencia. Podríamos decir que ese es el relato no humano del mundo. Por lo tanto, para saber cuál es el relato humano del mundo habrá que fijarse en qué hacemos las personas además de luchar para sobrevivir.
Morir en paz
Sobre la ficción de preparación para la muerte no voy a extenderme, porque, en fin, es un tema deprimente, como bien sabe Lars Von Triers, que utilizó el argumento del fin del mundo para hablar de la depresión en Melancolía.
Una de las películas apocalípticas que más me han impresionado en los últimos años es Aniara, basada en un poema futurista de Harry Martinson, y que básicamente narra cómo los últimos supervivientes de la especie humana vagan a la deriva en una gran nave espacial convertida en una ciudad o crucero vacacional, pero sin posibilidad real de llegar a ningún sitio, únicamente a la espera de que se agote la energía y vayan muriendo todos los pasajeros, muchos por suicidio. Es una película dura, y una muestra de cómo la ficción apocalíptica metaforiza el miedo a la muerte, y algo todavía peor, la sensación de falta de sentido y destino en nuestra vida.
Quiero terminar mencionando a un guionista que tuvo cierto éxito en el Hollywood de los años noventa, llamado Bruce Joel Rubin, y que nadie se ha molestado en reivindicar porque hizo películas buenas y otras no tanto, pero que tiene al menos cuatro títulos que abordan precisamente el tema de la preparación para la muerte, y las cuatro desde ángulos muy diferentes.
El guion que le hizo famoso fue el de la película Ghost, el thriller romántico sobrenatural con Patrick Swayze y Demi Moore, donde el protagonista investiga su propio asesinato, una vez convertido en fantasma, y a la vez trata de encontrar la forma de comunicarse con su novia y poder así despedirse de ella. Pero también es autor de otro guion que me gusta mucho más y está en las antípodas en cuanto al tono: el de La escalera de Jacob, una película de terror en la que todo transcurre dentro de la mente de un soldado de Vietnam que agoniza, malherido, y que se esfuerza por un lado en comprender por qué le ha atacado uno de sus propios compañeros, y por otro lado se enfrenta al trauma de la muerte de su hijo, que todavía no ha sido capaz de asimilar. Es una película que fracasó en las salas, primero por lo oscura y perturbadora que es toda su imaginería, y segundo porque termina con el protagonista muerto sobre una camilla en un hospital de campaña. Pero la clave está (o al menos eso debía pensar el guionista) en la media sonrisa que tiene en ese instante final el rostro del personaje, interpretado por Tim Robbins, y que no habla tanto de la salvación de su alma como de la idea de morir en paz.
(Esa idea morir en paz en la ficción se identifica con tres cosas, creo: con resolver conflictos personales no resueltos, con entender o encontrar un sentido a lo que ha pasado y con dejar algún tipo de legado. En definitiva se trata de la búsqueda de un cierre. Dice la wikipedia:
El cierre cognitivo o necesidad de cierre cognitivo son enunciados de la ciencia psicológica que describen la necesidad del individuo de obtener una respuesta firme y directa a determinadas preguntas personales o vitales, así como la aversión hacia la ambigüedad de sentido o inseguridad cognitiva en distintos aspectos de la existencia.
Más tarde Rubin se puso detrás de las cámaras para dirigir Mi vida, la historia de un enfermo terminal de cáncer que decide grabarse un vídeo para que pueda conocerle el hijo que espera su mujer. Lo que pasó con esta película es un poco tragicómico, tal como lo cuenta el propio Rubin en su blog:
La película se estrenó el mismo día que La señora Doubtfire. Cuando vi los anuncios a toda página de Robin Williams vestido de mujer, me di cuenta rápidamente de que la gente que salía un viernes por la noche, después de una larga y dura semana en la oficina, iba a estar más interesada en ver a Robin Williams vestido de mujer que a Michael Keaton muriéndose de cáncer. Ojalá hubiera pensado en eso antes de empezar a escribir el guion.
La película fue un fracaso completo, pero Steven Spielberg debió pensar que no era culpa de Rubin porque poco después lo llamó para trabajar juntos en una historia que se llamaría Deep Impact, Impacto Profundo. Tampoco esta tuvo demasiada fortuna en las salas porque se estrenó el mismo año que otra película que trataba exactamente de lo mismo, del impacto de un asteroide contra la tierra y los intentos para impedirlo, solo que la otra estaba protagonizada por Bruce Willis.
Pero Deep Impact es una película más que digna y me sirve para terminar esta charla porque aquel guion alumbrado junto con Spielberg combinaba de hecho las dos líneas en que he dividido la ficción apocalíptica, la de los supervivientes y la de la preparación para la muerte. El presidente de los Estados Unidos anuncia que un meteorito de gran tamaño se dirige hacia la tierra, y explica los planes que tienen en marcha para tratar de desviarlo a la vez que anuncia un plan de supervivencia para la especie humana, en caso de que la misión no funcione. Consiste en un búnker gigantesco con el oportuno nombre de El Arca, donde se dará refugio a un millón de personas que serán elegidas mediante una lotería. Eso sí, solo a menores de cincuenta años. Recuerdo que cuando vi la película por primera vez este dato me pareció de lo más razonable, pero ahora, a punto de cumplir los 49, digamos empieza a inquietarme un poco. El caso es que el sorteo se produce y algunos de los protagonistas deciden, a pesar de haber sido seleccionados, quedarse fuera en compañía de sus seres queridos o para restañar alguna herida emocional. La protagonista principal, que es una joven y ambiciosa periodista, decide no subirse al helicóptero de salvamento y acudir a la casa junto a la playa donde está su padre, ya demasiado mayor para entrar en el sorteo, y con quien tenía una mala relación. De modo que uno de los finales de la película se produce con la protagonista y su padre reconciliados y abrazados, esperando la inmensa ola del tsunami que viene sobre ellos. Y así mueren. Aunque se trata de un fin del mundo parcial porque justo después los astronautas consiguen destruir el segundo fragmento de meteorito, con lo que salvan a la mayor parte de la población mundial. Rubin había comprendido que no bastaba con la sonrisa feliz del muerto en el último plano, si quería que la cosa funcionara en la taquilla.
Termino concluyendo que la ficción, la buena ficción, es justo la que consigue causarnos ese impacto profundo. Y las cosas más significativas o impactantes que suceden en la ficción apocalíptica son justo las que no tienen que ver con la simple supervivencia o incluso van directamente en contra del instinto de supervivencia, quizá porque es ahí donde asoma el misterio de la condición humana.
Quizá de lo que nos hablan estas historias, como decíamos al principio, es del fin de un modo de ser. Y quizá, como decía Josella, la protagonista de El día de los trífidos, estas historias sirven para que no nos sintamos aplastados por el absurdo del mundo. Para que nos veamos impulsados a construir de nuevo, y a construir esta vez algo de valor.
Magnífico. Muchas líneas con las que coincidir y algunas para debatir. Más textos así, por favor.