Supongo que recordarán Sólo el acero, la novela de Richard Morgan que abría la trilogía Tierra de héroes. Allá por 2012 Alamut publicó la primera entrega y no editó las dos siguientes hasta 2017, ya mediante una de sus suscripciones para minimizar riesgos. Si le añaden otro par de años para macerarme adecuadamente entre el capricho y la culpa, entenderán por qué no llegué a El gélido mando hasta verano de 2019. Con un lapso de, se escribe pronto, siete años respecto a Sólo el acero (al que se suma otro para publicar este texto). Obviamente, me las vi y me las deseé para reingresar en el mundo. No tanto en las historias personales de sus tres protagonistas, más o menos claras, como para empaparme de nuevo en los pormenores geográficos, culturales, jerárquicos inexcusables en toda fantasía medievaloide. Un grado de detalle al que, comparando con otras obras y autores, tampoco Morgan imprime una excesiva complejidad.
Esa escenografía, el “uolbilding” fuente de “looooor“, sacrosanto en la recepción de la fantasía y la ciencia ficción contemporáneas, conlleva unas labores de albañilería y alicatado cuya consecuencia más apreciable suele ser el formato trilogía, pentalogía… ene-logía. Ya sea para extraer el mayor rendimiento a ese esfuerzo de diseño; contar una historia con docenas de actores y, a la vez, desplegar ese complejo mundo; pereza… Y que a mi, como lector un poco de vuelta de todo, me suele dejar casi siempre la misma interrogación retórica en los labios. ¿Eran necesarias tantas páginas?
Suena a boutade, y lo es, pero en Sólo el acero ya estaba el 75% del escenario de este libro. Primero, en mucho de lo que se refiere a dos de sus tres protagonistas. Archeth, la mestiza kiriath, se ve involucrada en una conjura palaciega con amplia presencia del emperador, los frágiles equilibrios de poder en su corte y la llegada de un nuevo timonel, una de las IAs kiriath, heraldo del gran fin de fiesta que se intuye para La impía oscuridad. Una amenaza que promete dejar en pañales a las vistas en los dos libros anteriores y, probablemente, a la de la gran guerra contra el Pueblo Escamoso. A su vez, Egar el Matadragones se distingue en una búsqueda relacionada con las intrigas de palacio (y uno de sus líos de faldas), para terminar en un decorado más urbano, entre los callejones, tabernas y fortalezas de Yhelteth, la capital del imperio.
En ambas peripecias el avispero de la corte, las costumbres de la gente de las estepas a las que pertenece Egar, la relación entre humanos y kiriath, ganan detalles y, puntualmente, se extienden en nuevas direcciones. Sin embargo, salvo en un par de capítulos de Archeth cuando emergen las tensiones de su naturaleza híbrida, el resto me ha dado como un poco lo mismo; los personajes apenas profundizan en las direcciones previamente marcadas y el escenario ampliado acostumbra a quedarse en un aspecto superficial, basado en el puro apilamiento de palabrería y nombres de personajes (que se llaman todos muy parecidos en sintonía con su prácticamente idéntica forma de ser), lugares del mundo o la terminología desarrollada para rellenar la creación.
Es una suerte que el formato papel no permita las búsquedas que facilita el digital, porque se podría haber cuantificado la turra que se da con la Quebrada del Patíbulo, la muerte del dragón y alguna otra hazaña de la guerra contra el Pueblo Escamoso. Podría entenderse que forma parte del intenso aunque escaso bagaje de los protagonistas, leyendas hastiadas de una contienda en la que fueron héroes a su pesar y que, de cara a sus congéneres, les ha aupado a la categoría de estereotipos estelares, pero mi sensación va más en el camino que Morgan no maneja los códigos de la fantasía como los de la ciencia ficción y su mundo carece bien del nivel de detalle necesario, bien de capacidad de sugerencia. El tradicional cabreo contra el sistema que tan bien le sienta a sus narraciones más punks queda aquí parcialmente ahogado.
La historia centrada en Ringil escapa a estos derroteros, primero con una pequeña escaramuza con esclavistas que ahonda en su “estoy de vuelta de todo”, y después con un febril viaje por los Lugares Grises, los caminos entre los mundos que aparecieron en la anterior novela. Un agradable contrapunto a sus capítulos anteriores y los del resto de personajes que pone sobre el rastro de su evolución en una línea trágico-Moorcockiana, preso de fuerzas sobrehumanas. Después, una vez regresa a nuestro plano y se sumerge en el esperado reencuentro con sus excompañeros de fatigas, el tono de los relatos de Egar y Archeth se vuelve dominante, aunque esta vez, ya en el último tercio, la maestría de Morgan para el thriller y la acción más pura se imponen sobre cualquier otra consideración. Incluyendo un tramo final durante el cual el “chetado” de uno de los personajes para salir del embrollo (lo que antes, finamente, se decía un deus ex machina) salva el día porque yo lo valgo.
En sus agradecimientos finales, Morgan deja el primero para M. John Harrison y su secuencia de Viriconium. Y la relación con La ciudad pastel, esa textura de fantasía entre lo épico y lo decadente con trazas de ciencia ficción, contracultura y melodrama, está ahí. Lástima que la concisión y la polisemia de las que hiciera gala el autor de Tormenta de alas se haya quedado por el camino. Algo todavía más evidente cuando el último volumen de la trilogía, La impía oscuridad, sobrepasa las 600 páginas. La tengo anotada para este verano. Espero que su reseña no se demore tanto (y no se me desborde la pila con tanta palabrería vacua).
El gélido mando (Alamut Ediciones, 2017)
The Cold Commands (2011)
Traducción: Núria Gres
Rústica. 443pp. 24,95€
Ficha en La tercera fundación