El clamor del silencio, de Wilson Tucker

El clamor del silencioDecir que la guerra tiene algo positivo sería (es, de hecho) una estupidez, pero lo cierto es que la atmósfera que se respira en estos momentos, cargada de ozono por los vientos que vienen de Ucrania, favorece la lectura de ciertos libros. Apetece volver a leer a Graham Greene o a John Le Carré y sumergirse en aquellas novelas de espías de posguerra y Guerra Fría que tenemos olvidadas hace años. O ir un poco más lejos y recuperar ficciones más radicales del mismo palo, como Tormenta roja, de Tom Clancy, o La tercera guerra mundial, del general John Hackett. E incluso, por qué no, ser más radical aún y releer esa ciencia ficción del miedo nuclear de los años 50 y 60 que tantos momentos de angustia placentera nos dio. Son tiempos propicios para recordar obras como La hora final, de Nevil Shute, o Dr. Bloodmoney, de Philip K. Dick, y también para intentar por primera vez algunas viejas novelas que se nos escaparon, de esas que ya sólo vemos en las ferias de ocasión, como El clamor del silencio, de Wilson Tucker.

La lectura de este último tipo de libros demuestra, a quien tuviera dudas, que la ciencia ficción no es un ejercicio de adivinación, que una historia que por fecha y materia de especulación pudiera parecer passeé sigue siendo válida como obra literaria, pues no otra cosa es, al fin y al cabo, la ciencia ficción sino literatura. La suspensión de incredulidad es una capacidad muy maleable, por eso le es posible al lector sumergirse en historias con fechas cumplidas hace décadas y acontecimientos que nunca ocurrieron (disfrutar de un subgénero como el steampunk y de ciertas ucronías sería, si no, imposible). Si la historia humana y los personajes tienen interés, si enganchan, entonces la localización temporal de los hechos no importa, ni tampoco que el elemento de crítica o estudio esté superado hace lustros. La ciencia ficción, debido a su esencia literaria, no tiene caducidad, se disfruta como arte.

Wilson Tucker se movía más a gusto en el mundo del fandom que en el de la escritura profesional. Su obra dentro de la no ficción es numerosa, aunque también escribió un buen número de relatos y novelas. Quizás la más conocida sea El año del sol tranquilo (1970), una historia de viajes en el tiempo con elemento político, pero sus dotes como escritor de ficción ya se habían hecho evidentes en El clamor del silencio (1952). En esta novela, los EE.UU. sufren un ataque nuclear y bacteriológico que asuela el este del territorio. El país queda dividido por el río Mississippi, con la parte “sana” convertida en un estado semimilitarizado que, buscando aislar la parte infectada y evitar que la radiación y la enfermedad se extiendan, aposta fuerzas a lo largo de su ribera y vuela la mayoría de los puentes de cruce. La novela sigue el recorrido del protagonista, el cabo Russell Gary, por la zona bombardeada. Describe sus esfuerzos por sobrevivir e intentar cruzar alguno de los puentes aún en pie, y también sus encuentros y relaciones con otros personajes, buena y mala gente por igual, a lo largo de varios años.

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The Question Mark, de Muriel Jaeger

The Question MarkUno de los debates más interesantes leyendo la contraportada de esta edición de The Question Mark surge en la insistente línea difusa existente entre distopía y utopía. En apenas cinco líneas es capaz de pasar de definirnos este libro como una utopía a denominarlo un libro fundacional de la distopía. Y, de paso, incluir el añadido de que se trata de un “fantástico trabajo de ciencia ficción literaria”, que lo “literario” siempre asusta un poco menos al lector incauto. En cualquier caso, y sin entrar al debate, todos tenemos clara la diferencia entre ambas, pero supongo que desde un punto de vista comercial sigue siendo más sencillo referirse a los habituales George Orwell o Aldous Huxley que a una obra H.G. Wells, por poner un ejemplo y sin tener en cuenta cualquier utopía clásica del siglo XIX.

Si me permitís la anécdota os voy a contar cómo dos hechos aparentemente separados terminaron por provocar que esta novela de Muriel Jaeger cayera en mis manos. Por un lado, desde hace cinco años se está llevando a cabo una colecta para encargar una estatua a tamaño real de Virginia Woolf para colocarla en algunas de las zonas por las que la escritora paseó cuando vivió en la zona de Richmond, Londres, en el momento de escribir estas líneas mi lugar de residencia. Durante ese tiempo, de 1914 a 1924, Woolf fundó junto a su marido Leonard la editorial Hogarth Press, en honor al nombre del edificio en el que vivieron en esta localidad ahora integrada en la gran urbe londinense.

Por otro lado, en un reciente viaje a Bristol me encontré con una de las múltiples librerías de segunda mano que por suerte resisten en el difícil ecosistema económico actual. Todos los libros de la tienda, ya fueran de tapa blanda o dura, antiguos o bastante recientes, valían £3. En la sección de fantasía y ciencia ficción se encontraba una pequeña selección de los libros que la British Library ha publicado este último lustro. En esa línea han ido recuperando viejas antologías y novelas, además de creando sus propias selecciones. Mirando unos y otros terminé llevándome The Question Mark porque, además de ser un libro de los géneros que nos ocupan y nos gustan, incluye en su primera página la carta de aceptación de la novela por parte de Leonard Woolf, el marido de Virginia, y que Jaeger terminaría por aceptar, siendo la novela publicada en la mencionada Hogarth Press a mediados de los años veinte del siglo XX.

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Los tejedores de cabellos, de Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellosGracias a Lola Mérida conocí, hace ya unos meses, la novela Los tejedores de cabellos, del alemán Andreas Eschbach.­ El extraño planteamiento de la historia, con esa referencia, ya en el mismo título, a esa suerte de sastres del cabello humano, me sorprendió por su rareza y esa rareza se daba porque no entendía qué eran esas alfombras ni cómo se podía erigir toda una historia con una premisa así. Luego vi que la novela, que tiene un inicio muy leguiniano, nos va planteando, en pequeñas teselas, una historia de dominación y credulidad. El Emperador, figura legendaria, es obedecido y a él se le dedica en ceremonia solemne la tarea de toda una vida: las alfombras tejidas con cabellos humanos, en intrincados diseños geométricos, son ofrenda y señal de fidelidad y devoción. Todos creen en el poder absoluto del Emperador, y todos creen, devotos, que le deben la vida. Nadie piensa nada más.

Pero la historia, sofisticada, no es una alegoría. A medida que esas teselas van aumentando, crece el radio de acción de la novela, y vemos las conexiones entre hechos y personajes que, al principio, nos parecían aislados. No es un disfraz cienciaficcionesco que recubre la religión y la iglesia como los (evidentes) instrumentos de control de masas que son; no es el dibujo de una sociedad futura que define la nuestra. Es un canto al pensamiento crítico como ariete contra el poder en un mundo alejado, fascinante, donde el planeta en el que los humanos siguen tejiendo esas alfombras nos fascina como también lo hacen unos personajes que, conscientes de la caída del aún venerado Emperador, aterrizan desde el espacio para descubrir un pensamiento subdesarrollado y romo –bloqueado por la fe– y unas costumbres primitivas en ese planeta desconocido. Es una oda a la crítica como liberación y como desobediencia ilustrada.

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Star Trek: La serie original

Foto de familia

Empecemos por el final: Prodigy, Strange New Worlds, Lower Decks, Picard y Discovery. Cinco series, ni más ni menos, tiene ahora mismo Star Trek en activo, y eso sin incluir The Orville, que técnicamente no es de la franquicia, pero como si lo fuera. La heterogeneidad de estos títulos (del humor gamberro de Lower Decks al ritmo y la espectacularidad de Discovery, pasando por la más reflexiva Picard o Strange New Worlds y su intento de recuperar el sentido de la aventura del Star Trek más clásico) demuestra que las posibilidades narrativas del universo Trek son inagotables. Y si la familia no para de crecer es porque los devenires de la Federación Unida de Planetas siguen interesando al público del siglo XXI pese a lo mucho que ha llovido desde el 6 de septiembre de 1966, cuando se estrenó el primer capítulo de la saga: La trampa humana.

Ser la semilla de la que brotó todo esto bastaría quizá para otorgar a Star Trek: La serie original (TOS por sus siglas en inglés) la categoría de «clásico», incluso aunque obviáramos su tremendo impacto en la cultura popular (el saludo vulcano y los uniformes pijamescos de la Flota Estelar, por citar dos ejemplos, están asentados en el imaginario colectivo más mainstream). Pero las virtudes de TOS van mucho más allá. La serie es hoy, todavía, una delicia plenamente disfrutable, puro entretenimiento con guiones imaginativos que invitan a la reflexión y tres personajes protagonistas —el cerebral señor Spock, el apasionado capitán Kirk y el gruñón, pero entrañable, doctor McCoy— con una química espectacular y una sinergia derivada de la inteligente manera en la que se complementan entre sí. William Shatner se ha quejado en alguna ocasión de que sus excesos interpretativos como Kirk, de los que se le acusa a menudo, eran intencionados y necesarios para resaltar la contención inherente al personaje de Leonard Nimoy, Spock, y lo cierto es que tiene todo el sentido que fuera así. Las continuas pullas entre Spock y McCoy (DeForest Kelley), la amistad que mantienen a pesar de sus diferencias, y cómo Kirk debe lidiar con los dos para mantener la concordia, son una fuente inagotable de regocijo a lo largo de toda la serie.

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Mundo azul, de Jack Vance

Mundo azulEn realidad no revisito este libro para esta ocasión de examinar libros viejos, sino al autor. Jack Vance: un presunto clásico del cual en esta misma web, a lo largo de la muy respetable cantidad de años que lleva activa, sólo he escrito yo una vez, aunque en realidad no lo hice. Un tipo nada seguido en los cincuenta y sesenta, relativamente reivindicado en los setenta, convertido en rey de las publicaciones de cf en España en los ochenta y noventa, denostado a partir de los 2000 por el mal rendimiento comercial de sus últimos trabajos publicados en Gigamesh. y hoy olvidado entre los olvidados: demasiado pulpero para que le defienda el lector de literatura prospectiva, demasiado sofisticado estilísticamente para ser recordado por los adoradores del garbancerismo. El rey de la aventura espacial exótica, del que durante unos años yo me leía religiosamente una novela en mis vacaciones de verano, hasta prácticamente conocer su obra al completo.

No sé muy bien por qué dejé de leer a Vance. Quizá me dejé llevar por la corriente. Tampoco me quedaban pendientes muchas cosas: una de ellas era este Mundo azul de colección ultramaldita. El enésimo intento de Marcial Souto de hacer algo relevante fuera del campo de las colecciones de género, consiguiendo incluso prólogos de gente como Antonio Muñoz Molina, Julio Llamazares, Manuel Vicent, Fernando Savater o Vicente Verdú, además de textos originales de grandes de la cf anglosajona escritos para la ocasión. Un fracaso tan descomunal que de los doce libros publicados, los seis últimos (éste entre ellos) sólo se distribuyeron en Argentina, pese a estar impresos en Barcelona. Misterios del mundo editorial. No quieran mirar el precio en Iberlibro de estos tomitos; yo los conseguí hace una década a través de un contacto, y hay otras formas de leerlos.

¿Cómo ha sido entonces mi reencuentro con Vance, tras la frustrada experiencia pandémica? En resumen, para qué dilatarlo más: estupendo. Vance no es, decididamente, mi taza de té. Las suyas son aventuras irrelevantes, y creo que ni él mismo se las tomaba muy en serio; intuyo que una muestra de ello son esos finales abruptos que le son característicos. Aquí nos encontramos una vez más con ese corte radical una vez cerrada la trama, como si él mismo se cansara de esa movida tan extraña que ha ido creando con su imaginación disparatada. Pero es que, amigos y amigas, cómo escribe. En particular: cómo describe. Efectivamente, ya lo destacó hace cuarenta años Carlo Frabetti en los volúmenes de Bruguera en los que presentó a Vance al público español: sólo él tiene esos olores, esos colores, ese detalle en la vestimenta, esas formas de diálogo alternativas, esas costumbres extrañas a las que arma pacientemente de coherencia. Imaginativo hasta lo excéntrico, sus mundos son estructuras cerradas que sólo funcionan conforme a sí mismas, a lo largo del periodo en el que nos ponemos en sus manos para compartir su sueño.

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Trouble on Triton, de Samuel R. Delany

En el ensayo sobre la utopía en la literatura de ciencia ficción, Soñar de otro modo. Cómo perdimos la utopía y de qué forma recuperarla, su autor, Francisco Martorell, señala una cuestión en principio sorprendente; a partir del trauma de la Segunda Guerra Mundial y el consecuente desprestigio de las utopías digamos “totalitarias” muy de moda a finales del siglo XIX y principios del XX, la ciencia ficción moderna apenas se ha ocupado de especular con otros mundos mejores o más justos de un modo que trascendieran dichas utopías decimonónicas, cuyas sociedades “perfectas” eran resultado de crudas operaciones de ingeniería social basadas en rígidas superestructuras que, en su propia naturaleza, albergaban la semilla de un sistema totalitario y opresor de la libertad individual, es decir, “el mundo según un iluminado”. Imaginar un sistema político, económico y social más justo e igualitario que no haya de estar reñido con las libertades individuales, que se encuentre en situación de cambio constante, y que no caiga en la prisión de la perfección y por tanto, del inmovilismo, parece una empresa a la que el género parece haber renunciado casi por completo. Martorell hace sus cuentas y en unos setenta años de ciencia ficción, apenas le salen tres obras que manejen estos parámetros; la Trilogía de Marte de Kim Stanley Robinson, la serie de La Cultura de Iain Banks (ésta pelín irrealizable de momento) y Los desposeídos de Ursula K. Le Guin. Da la impresión que la ciencia ficción se ha tomado más molestias en refutar la utopía o proponer distopías antiutópicas que en reformular sus propuestas para mejorar este asqueroso mundo. Parece como si los autores del género sólo fuesen capaces de tomarse la literatura utópica por lo literal en lugar de lo metafórico, un “espacio de las ideas” en el que proponer conceptos en un principio inconcebibles para el orden social imperante pero que con el tiempo fueran permeando en la esfera pública y social para finalmente mejorar nuestra vida como colectivo, por lo que uno se queda con la impresión (y la sospecha) de que si a la ciencia ficción “de toda la vida” le ha costado horrores imaginar un futuro posible diferente al capitalismo, el anarcocapitalismo o el libertarianismo es porque ha sido un género predominantemente conservador. Y aunque Trouble on Triton, la novela de Samuel Delany que he traído al especial anual “amojamado o solamente medio muerto”, comparte en cierto modo esta actitud antiutópica, en este caso los argumentos presentados por Delany, sobre todo filosóficos y literarios, resultan mucho más elaborados e interesantes que los de sus colegas más de centro sensato liberal, por lo que creo que es una obra que merece ser recuperada y revisada.

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Bang, Bang, de Brian W. Aldiss

Bang, BangPuede que Bang, Bang (1977) no sea la mejor novela salida de la pluma de Brian W. Aldiss pero sí una de las que más me ha sobrecogido de todas las suyas que he leído. En realidad se trata de una novela más bien corta, lo que motivó que Ultramar la publicara en España junto a otro relato del mismo autor. El elegido fue “Donde las líneas convergen”, bastante menos impresionante que la novela que da título al libro. Cuando Bang, Bang hizo su aparición en las librerías tendría yo alrededor de veinte años y llamó enseguida mi atención ya que lo monstruoso, lo inaudito, lo anómalo tiene una fuerte atracción cuando somos jóvenes. Esa mezcla de repelús y de fascinación que nos provoca a esa edad es irrepetible. ¿Y puede haber algo más morboso y turbador que la historia de dos hermanos siameses? La novela estaba además escrita por Aldiss, del que había leído la estupenda Viaje al infinito (1958, traducida también como La nave estelar). Este libro había dejado en mí una huella imborrable unos años antes y creo que es uno de los que más influyó para que siguiera leyendo ciencia ficción.

El título de la edición en castellano, Bang, Bang, hace referencia al nombre del grupo musical al que pertenecen los dos protagonistas. No cabe duda de que Brothers of the Head, que es como Aldiss tituló la novela, además de ser mucho más ilustrativo y perturbador posee una fuerza de la que carece el título en español. Para ser justos debemos reconocer que hermanos de cabeza no suena muy bien en nuestro idioma. La novela cuenta el auge y declive de dos hermanos, Tom y Barry, unidos por debajo del hombro y la cadera.

Crecían juntos como crecen dos árboles donde sólo debería haber uno, con las ramas irremediablemente entrelazadas, deformándose mutuamente.

Roberta Howe reconstruye la vida de sus hermanos a partir de su propio testimonio y del de otras personas que los conocieron. Estos retazos de diferentes épocas de la vida de Tom y Barry además de la transcripción parcial de una entrevista realizada para la radio al manager del grupo nos proporcionarán una idea vaga pero enormemente sugestiva de lo que pasa por sus mentes. La historia comienza con la llegada del abogado de un productor sin escrúpulos a una tierra aislada por las mareas en la costa norte de Inglaterra llamada L’Estrange Head. El nombre escogido por Aldiss para el lugar en el que viven los dos hermanos junto a su hermana y a su padre no parece casual. El abogado viene a llevarse a Tom y Barry a Londres donde serán instruidos en música para que luego formen parte de una banda pop. Su padre con tal de librarse de ellos y de sus peleas continuas firma el contrato. Se los han «comprado», reconoce. En ese desolador paraje rodeado de marismas, azotado perpetuamente por el viento harán por primera vez su aparición en escena los dos hermanos siameses. Es entonces cuando descubriremos que en realidad no son dos, que existe una siniestra tercera cabeza que surge del hombro izquierdo de Barry.

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La mujer que caía, de Pat Murphy

La mujer que caíaPat Murphy cuenta con dos novelas traducidas. La menos conocida, La ciudad, poco después (EDAF), ya fue rescatada por Alfonso García en el Clásico o polvoriento hace tres años. La otra debiera tener más nombre; se hizo con el premio Nebula de 1987 por delante de títulos y autores entonces más afamados (Gene Wolfe, David Brin), y fue publicada en una editorial con mayor visibilidad, Ediciones B. Sin embargo, su condición de novela de fantasía contemporánea, unido al inexorable paso del tiempo y que su autora no terminara de ratificar las buenas sensaciones de ambos títulos, hizo que cayera en un olvido del que no ha sido rescatado. Y es una pena. Nos encontramos ante una narración bien urdida, de esas que no te cambia la vida ni todas esas chorradas manidas propias de un blurb cantamañanas, pero deja satisfecho. Además lo consigue desde una serie de temas actuales cuya aceptación por los escritores de la SFWA de hace 35 años demuestra unas sensibilidades que suelen ponerse en entredicho con demasiada alegría.

La mujer que caía relata el reencuentro entre una madre y su hija después de tres lustros. Tras la muerte de su padre, Diane viaja hasta la excavación en la península del Yucatán donde trabaja su madre, Elizabeth. Allí se ponen de manifiesto los diferentes traumas larvados en su relación. Los de Diane son más previsibles; fundamentalmente el abandono materno cuando apenas era una niña y la incomprensión ante el tiempo transcurrido sin contacto. Los de Elizabeth resultan menos evidentes y se exponen a medida que Murphy, a machacamartillo, los revela en una serie de capítulos que dejan al aire su largo camino hasta convertirse en una experta en la cultura Maya. Unos son bastante comunes y entroncan con cómo una multitud de madres sacrifican sus carreras profesionales para verse atrapadas en una crianza que no deseaban. Otros tienen que ver con la faceta sobrenatural del argumento: su poder para observar a su alrededor personas del pasado. Una serie de espectros íntimamente relacionados con los suyos.

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El hombre en el laberinto, de Robert Silverberg

El hombre en el laberintoLa búsqueda de “Robert Silverberg” en el catálogo electrónico de la biblioteca pública en la que escribo esta reseña arroja sólo seis resultados. Cinco de ellos son de antologías que recopilan cuentos de varios autores, el otro es de una de sus novelas: Gilgamesh el rey. Una escasez extraña, si consideramos la importancia y el nivel con los que cuentan los numerosos relatos y novelas de Silverberg dentro de la ciencia ficción, pero quizás un hecho bastante normal si atendemos a la incidencia que estos han tenido fuera del género. Mientras que apellidos como los de Dick, Lem, Ballard, Le Guin, Bradbury o Gibson han ido abriéndose camino y siendo admitidos dentro de la literatura general, algunos otros que, se presumía, iban a seguir el mismo destino no han logrado dar el salto. La obra de Robert Silverberg, al igual que la de algunos escritores importantes como Brian Aldiss o Thomas M. Disch, no por casualidad relacionados con la new wave, espera ser reivindicada y descubierta fuera de los muros del género. Seguramente se trate de un fenómeno arbitrario ante el que poco se pueda hacer mas que esperar la serie televisiva de éxito o la recomendación del influencer de turno.

Desgraciadamente, lo acontecido hace unos años tampoco ha ayudado mucho al escritor de Brooklyn. Aunque no puede decirse que hayan tenido nada que ver con su, digámoslo así, irrelevancia exterior, las declaraciones filtradas del autor sobre el discurso que dio N. K. Jemisin al recibir su tercer premio Hugo consecutivo[1] le han reportado cierta antipatía en algunos sectores internos. Silverberg nunca fue un tipo que callara sus opiniones, por muy controvertidas que estas fueran. En “Reflections”, la sección de artículos de opinión iniciada en 1986 en Amazing Stories y continuada hasta el día de hoy en Asimov’s Science Fiction, el autor ha ido volcando durante casi 40 años sus opiniones y ha abordado todos los temas posibles sin miedo a la polémica: de la ablación a la pedofilia, pasando por los negacionistas del Holocausto y, naturalmente, las interioridades de la ciencia ficción. Siempre del mismo lado, fue uno de los firmantes del documento contra la guerra de Vietnam que promovieron en 1968 Judith Merril y Kate Wilhelm y que dividió a los escritores de la época. Silverberg firmó en la página de los que se oponían.

Lo cierto es que dentro de la ciencia ficción del siglo pasado la obra de Silverberg contó con grandes reconocimientos. Es el autor con más obras de ficción nominadas a los Hugo y los Nebula, premios que obtuvo en cuatro y cinco ocasiones respectivamente. Ostenta el título de Gran Maestro y es autor de novelas y cuentos magníficos, bien escritos y de gran profundidad. Aunque ha publicado una gran cantidad de novelas y cuentos, la buena consideración que tiene como escritor dentro del género se debe, principalmente, a una remesa de obras de gran calidad publicadas en un periodo de tiempo muy concreto, que el propio autor sitúa entre 1968 y 1973.

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