Una de las características más valoradas de un narrador de historias es su habilidad para mantener al público completamente embelesado, sumergido en el mundo irreal que le está contando, plenamente entregado a los tejemanejes de la ficción. Esa capacidad de inmersión en el universo creado por la narración es uno de los aspectos más potentes de La nube púrpura, una obra que, además, como un calidoscopio, ofrece diferentes niveles de lectura espléndidamente superpuestos y ensamblados. La recuperación de esta particular novela de 1901, previamente editada en 1963 por Edhasa y en 1986 por Seix Barral, aunque descatalogada hace bastantes años, se celebra, entonces, como una iniciativa editorial meritoria, tanto por la calidad del propio texto como por la confección del objeto libro.
Efectivamente, la edición de Reino de Redonda es gratamente lujosa: papel satinado –nada que ver con el sucedáneo de papel de periódico o el hinchado papel ahuesado que nos regalan otras editoriales–, tapas de cartoné de alto gramaje con una sobriedad marca de la casa, exquisita en estos tiempos en los que vende la ilustración de cubierta y no el título o el autor del volumen, y un interlineado y un tipo de letra generoso que permite una agradable lectura clara y descansada. El texto es una revisión de Antonio Iriarte de la traducción de la edición de Seix Barral, realizada por Soledad Silió. Además, el propio Iriarte completa el volumen con un estudio preliminar. Sin embargo, cabe achacarle a la edición el uso expresivo inglés de las cursivas y algunas erratas, algo ciertamente incomprensible dado lo cuidadoso de la confección del libro.
Pero volviendo a la obra literaria en sí, lo que más destaca de La nube púrpura es la soberbia atmósfera de locura que Shiel prepara, lanza y mantiene a lo largo de casi cuatrocientas páginas, que es en verdad magistralmente envolvente y absorbente, y las continuas dudas que siembra el narrador en el lector sobre la veracidad de lo relatado. La novela juega con el recurso del manuscrito encontrado y explota las posibilidades narrativas del diario, que es la manera en la que están recogidos los hechos: subjetivismo extremo, ausencia de exigencia de coherencia argumental y libertad temporal y de cambio de registro.
Arranca como un relato de aventuras con una expedición al Ártico. La promesa de una gran recompensa para el primer hombre que pise el Polo Norte dispara el espíritu aventurero pero también la codicia y las intrigas. Aunque plasmado con demasiada rapidez, el texto recoge la extrema dureza y la inevitable deshumanización del viaje. El protagonista, y autor del diario que estamos leyendo, es un médico que se embarca en la expedición, no de manera casual llamado Adam. Éste sufre de una extraña afección: oye en su interior dos voces contradictorias, pero que tienen a veces repercusión en el exterior; como dos seres que intentaran uno destruir y otro proteger al personaje. Como ese relato está en primera persona, mediante esa hábil jugada de Shiel no podemos saber si eso es cierto, un hecho fantástico, o sencillamente un trastorno paranoide.
El personaje llegará a más, a mucho más, pero ya desde el inicio del libro el autor ha dispuesto cuidadosamente las pautas para la sólida construcción de una representación memorable que exige al lector una atención completa: Shiel ahonda bastante más que Poe en el «narrador infiable». Así, nos presenta un relato totalmente increíble supuestamente escrito (vía manuscrito encontrado), a raíz de una sesión hipnótica, por una persona supuestamente esquizofrénica (vía diario) de la que nosotros mismos constatamos por el texto que sufre una degradación psíquica brutal. De este modo, ¿podemos creernos lo que él nos cuenta de primera mano? ¿Es real lo que está sucediendo o es fruto de una mente enferma? Nuestra suspensión de la incredulidad debe superar los distintos niveles y obstáculos que Shiel ha planeado de una manera genial, y corremos el riesgo de perdernos en una espiral de incertidumbre y suspicacia muy complicada de resolver.
En el texto, el autor va tejiendo un manto de fatalismo sutil y hábilmente planteado, con todo el dramatismo de los grandes narradores decimonónicos, a base de pequeños indicios inquietantes que sugieren una atmósfera extraña y molesta y el antagonismo creciente entre el protagonista y otro personaje. La predestinación cobra en ese momento un cariz y una pesada densidad casi helénica.
Esa primera persona de la narración igualmente, en un plano más inmediato, nos impide conocer la opinión auténtica de los compañeros de Adam en la expedición, que podemos extraer de las transcripciones de los diálogos –aunque, ¿nos podemos fiar de ellas?–. Sin duda, el relato autobiográfico ayuda a suavizar la imagen de asesino sin escrúpulos que el protagonista irradia y que podemos construir con sus propias revelaciones, pues las reacciones violentas del personaje sí están registradas y contrastan con tono inocente del narrador.
Pero la verdadera dimensión de la novela se impone transcurridas sesenta páginas. Adam regresa del Polo Norte y descubre que es el único ser vivo existente en el mundo. Se produce entonces un terror existencial sobrecogedor, muy bien plasmado por Shiel, quien extiende la desolación del Ártico al resto del planeta: «todavía puedo sentir ahora aquella abismal impresión de soledad y de abandono y de encontrarme en un universo hostil empeñado en tragarme, porque el océano para mí no era más que un inmenso fantasma». El sucesivo descubrimiento de cadáveres de personas, a las que la muerte sobrevino por sopresa, como una nueva Pompeya, acrecienta esa sensación de desolación, pesadumbre y melancolía: «estaba acostumbrado al silencio del mar, pero el silencio de Inglaterra me daba miedo».
Por ello, la cordura del personaje, precaria como ya hemos visto desde el comienzo, se resiente, y comienza un proceso de degradación abismal. El protagonista actúa y razona de manera psicótica conforme avanza la historia, y empieza a vagabundear sin sentido por el globo quemando y arrasando bosques y ciudades. Como ejemplo de ello, podemos mencionar que el silencio lo ha desequilibrado tanto que el menor ruido le parece estridente y que trata a los esqueletos como las personas que fueron. La causa de este desastre es una misteriosa nube púrpura que va asolando todo de oeste a este en un intervalo de meses. Por los periódicos que recoge Adam y por sus deducciones reconstruimos el caos y la locura de los últimos días de la humanidad en su frenética lucha por huir de lo inevitable.
Sin embargo, el autor apenas se detiene en el día a día por la supervivencia en ese mundo post-apocalíptico, sino que se centra en el desasosiego atroz que desprende la obra, empapada de ese entrañable regusto decimonónico. Consigue crear así una atmósfera opresiva y envolvente que permite una lectura ágil, a pesar de que apenas existe un argumento interesante y puede resultar algo tediosa y reiterativa. La locura domina a Adam, quien confiesa que se está volviendo «malo como un demonio». La soledad le ha hecho sentirse propietario, casi Dios, de todo el planeta y todo lo que contiene, que está ahora dispuesto para su uso y disfrute. El personaje tiene esto tan asumido que lo llevará hasta límites insospechados.
Esa atmósfera y esa angustia del personaje son, sin duda, el principal valor de La nube púrpura. Shiel construye un microcosmos absolutamente absorbente, que se va alimentando de la ansiedad generada en el lector y de la escalada de locura del protagonista y de las expectativas, o ausencia de ellas, puestas en él.
Pero, además, se extrae una lectura religiosa y moral del libro –lo más valorado, según la introducción de Iriarte, quien desgrana esa interpretación certeramente–. De este modo, se trata de una parábola sobre la Tentación, acorde con los cánones de la época –es la mujer la incitadora– y una reinterpretación muy sui generis del mito de Adán y Eva. Esto dota al texto de un nivel de lectura mucho más trascendente que el mero juego, magistral, literario que, sin embargo, prima y determina la excelente novela que en verdad es La nube púrpura; una obra sensacional que edifica como pocas un mundo sobrecogedor y una gravísima degradación sobre un personaje y unas herramientas narrativas realmente inestables, con lo que Shiel consigue llevar la infiabilidad hasta el extremo.
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