Hay muchas formas de determinar el éxito de una editorial. Están los premios que recibe, la calidad de los autores que publica, el dinero que gana, su longevidad, la respuesta del público,… Estas podrían ser algunas de las señales más comunes, aunque hay otra posibilidad un tanto más peculiar pero, bajo mi punto de vista, definitiva: la reacción popular ante la noticia de que algunos de sus títulos están agotados y no hay indicios de que se vuelvan a editar. Si nos encontramos con una respuesta indiferente, mala cosa, pero si la gente empieza a ponerse ansiosa, busca y rebusca en el mercado de segunda mano –donde estas piezas se cotizan de forma exagerada– y se lamenta entre sus amigos, preguntándose por qué no se saca de una vez ese libro maldito, entonces, y sólo entonces, el éxito está más que asegurado y empezamos a entrar en el terreno de la leyenda.
Con la editorial Valdemar pasa esto último y este libro es un buen ejemplo. Tres piezas góticas fue una de sus primeras publicaciones –nº 10 de la colección Gótica– y se agotó con relativa rapidez. A partir de ahí, y para cuando el pequeño círculo de gourmets que inicialmente había seguido a la editorial dejó paso a una legión de fans, se empezó a convertir en un libro buscado y codiciado. Sobra decir que, también, muy escurridizo y difícil de encontrar.
Muchos teníamos la esperanza de que Valdemar se apiadase de nosotros y, como en otros casos, lo sacase en su colección de bolsillo El Club Diógenes, pero, sorprendentemente, esto no ha sido así y se ha producido una reedición en el formato original de la colección Gótica, lo que no deja de ser una y pequeña y agradable novedad que parece hablar de la buena marcha de la editorial.
Tres piezas góticas posee todas las características que han hecho triunfar a Valdemar: títulos clásicos e inéditos, una presentación exquisita, una traducción impecable y una relación calidad precio más que interesante. Pero también señala mucho la conversión de este sello y esta colección en un objeto mítico cada vez más cercano al espíritu del coleccionismo que al de la literatura pura y dura. Me explico, es difícil encontrar tres obras tan poco «vivas» como estas reliquias literarias; en vez de ante un libro parece que nos acercamos a un museo de obras perdidas en la noche de los siglos o una excavación arqueológica que se adentra en olvidados estratos literarios.
Lo mejor de todo el tomo es su primera novela: “El castillo de Otranto” de Horace Walpole (1765). Su principal mérito es ser la obra que inauguró el género gótico, punto de referencia de todo el fantástico moderno –terror, fantasía, ciencia ficción–. Pero ahí se acaba todo el interés, en su condición de obra pionera. Frente a otros títulos que aún tienen vigencia – Frankenstein de Mary Shelley, Melmoth el errabundo de Charles Maturin, Vathek de William Beckford, El Monje de Mathew Lewis– “El Castillo de Otranto” se alza como una terrible y poco atractiva antigualla. Los elementos fantástico-terroríficos son tan escasos como, hoy en día, risibles, la ambientación medieval chirría como una puerta oxidada y la construcción de personajes es de lo más elemental y esquemática. Lo único que puede atraer al lector moderno a este libro es la investigación literaria o la curiosidad, porque poco se va a encontrar aquí que merezca la pena –inciso, existen además otras ediciones individuales de esta novela. Destaca la de Anaya en su colección Tus Libros–.
“El espectro del Castillo” de Mathew Lewis (1798) es una auténtica rareza., la primera pieza de teatro gótica de la historia y un éxito sin precedentes en su época. El público lector de hoy no creo que sea tan positivo. Principalmente porque la mayoría de los lectores actuales se decantan más por la narrativa que por el teatro que, como simple lectura, deja un poco que desear. Además, la obra es, fundamentalmente, mala, una especie de culebrón medieval –¡cómo no!– con malos de opereta, buenos de una sola pieza, doncellas castas y puras y un elenco de secundarios graciosos con muy poca gracia. La pieza ha envejecido pavorosamente, y está, literalmente, mal hecha: el desenlace es demasiado brusco y quedan muchos cabos sueltos –probablemente porque la cosa iba por los cinco actos y se alargaba en exceso–. Pero entiendo su triunfo en su día. Por hacer una comparación un tanto exageradas, “El Espectro del Castillo” fue algo parecido al primer cine gore: algo primario, truculento y brutal –comparado con el clasicismo y buen gusto anterior– y donde primaban los efectos especiales, las sorpresas y la vulgaridad. En pleno Romanticismo su éxito estaba asegurado. A día de hoy la pieza huele a naftalina de mala manera.
Y por último tenemos “Zastrozzi” de Percy Shelley (1810). Bien, Shelley es un grandísimo poeta y una de las mayores figuras de la literatura universal así que intentaré no ser demasiado salvaje. Lo mejor que se puede decir del libro es que debió de mostrarle a su joven autor que su camino no era la narrativa, porque todo lo que tiene de gran poeta le falta como autor de novelas. Es difícil encontrar un libro más improvisado, tosco, incoherente y pobre que “Zastrozzi” –miento, es aún peor St Irvyne o el Rosacruz su siguiente y última novela que ni siquiera acabó–, una historia no fantástica de venganzas y amores imposibles ambientada en una Italia de opereta. Puede que, como se indica en el prólogo, el personaje que da nombre a la novela represente la quintaesencia de la actitud vital del Romanticismo encarnada en gente como Lord Byron o el propio Shelley, pero, desde luego, una cosa es intentar representar dichos valores y otra, muy diferente, crear un personaje medianamente creíble. Y en esta labor, Shelley fracasa.
Por acabar, un libro tan impecablemente editado como todos los demás de Valdemar y, por tanto, una pequeña joya en sí mismo pero, a la vez, con un contenido tan pobre que, me temo, sólo gustará al especialista o al coleccionista más pertinaz.