Una soleada mañana de apocalipsis

Las calles de Madrid

El despertador me avisa algo más tarde que en un día laborable normal. Durante estas semanas, la ausencia de tráfico me ha permitido posponer la alarma quince minutos y prolongar un poco el sueño. Me levanto y realizo la rutina diaria de aseo y desayuno sin cambiar un solo detalle. Mientras me tomo el café con un dónut leo en el dispositivo móvil las noticias que trae internet, primero los diarios y luego twitter. Repaso los primeros consciente de sus correspondientes deudas ideológicas. El segundo lo ojeo con la mascarilla mental puesta.

Twitter es, en estos días de crisis, más estercolero que nunca. A pesar del callo que he criado con los años, hay ciertos comentarios y actitudes que me siguen afectando. Suelo limitar mi lectura a aquellos tuits que dan datos y opiniones desde una autoridad contrastada, pero la curiosidad me arrastra a veces hasta lugares dañinos, a través de los crecientes cauces de rencor político y desechos morales mal intencionados. Soy un ciudadano más, y doy por hecho que este malestar intelectual nos estará infectando, como el propio virus, a todos. Ya he asistido a algún enfrentamiento vespertino entre ventanas, entre compañeros y vecinos.

Mientras ella y el niño siguen durmiendo yo me visto, salgo a la calle y me sumerjo en este apocalipsis blando que estamos viviendo. La policía municipal está a cosas más importantes, así que aparcar cerca de casa ahora no supone un problema. El coche continúa donde lo dejé, encima del bordillo, a veinte metros del portal. Gracias a él, a lo largo de los años, he visto y vivido cosas extraordinarias, pero ninguna tan extraña como la que estamos compartiendo estos días. Subo al vehículo, compruebo que la mascarilla, los guantes y el gel sanitario están en su sitio y arranco.

Ruleteo un poco entre calles angostas y edificios silenciosos y me dirijo al puente de Santa María de la Cabeza. Me incorporo a la vía principal. Prolongo la vista y apenas se ven un par de coches hasta la glorieta, un kilómetro más arriba. Normalmente, cuando paso a diario por este primer tramo siempre me apetece mirar el río, pero el tráfico habitual me impide girar la cabeza. Estas dos últimas semanas he podido hacerlo sin problemas. Miro a derecha e izquierda y la tranquilidad del Manzanares, con su arroyuelo de agua, el creciente verdegal y las numerosas aves en vuelo me aporta sosiego. La primavera, sin duda, ha acabado de instalarse. Sonrío al pensar que este es solo el principio del festín contemplativo que me aguarda.

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Sigilo, de Ismael Martínez Biurrun

SigiloEl formato puesto en marcha por Runas para publicar novelas breves me despierta sentimientos encontrados. Me resulta incomprensible para títulos como Agentes de Dreamland o Cada corazón, un umbral. Historias mínimas de lectura más o menos autónoma, en origen editadas en electrónico con un coste muy asequible, parte del sentido de ese formato. La naturaleza episódica de cada una, el precio marcado por una edición en tapa dura en un mercado en comparación más pequeño, me llevan a preguntarme por qué no agruparlas con alguna continuación en un libro más sustancioso. Por contra, también me parece ajustado para obras como Sigilo, una historia independiente de 50000 palabras que, por su extensión, hallaría difícil acomodo en otro volumen rollo colección o antología de relatos. Además, en un espacio de competencia tan supeditada a la relación espacio/beneficio como las estanterías de una librería, depara una visibilidad de la cual carecería en bolsillo, a un precio más reducido.

Sea como fuere, Sigilo supone el regreso de Martínez Biurrun a la historia de fantasmas (heterodoxa). El terreno donde emplazó la magnífica Rojo alma, negro sombra; un lugar ideal para escarbar en el pasado de unos personajes y rendir cuentas con sus miserias, pero marcando las distancias con aquella desde el momento que la perspectiva es aquí radicalmente diferente. Su composición formulaica (encadena tres planos narrativos, presenta cada uno de forma independiente, los vincula, dota a dos de toques de thriller en algún caso un poco forzados…) consuma un relato de suspense directo y contundente sin por ello sacrificar la elegancia intrínseca del autor de Mujer abrazada a un cuervo y El escondite de Grisha.

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Crímenes del futuro, de Juan Soto Ivars

Crímenes del futuroDesde que tengo uso de blogs me he preguntado hasta qué punto la realidad política y social se ha visto reflejada en la ciencia ficción española; si ha sido una cuestión relevante en sus distintas épocas y ha emergido a través del escenario, el argumento, los temas de la narración. Hasta hace una década mis impresiones eran más bien negativas, salvo las excepciones de rigor. Tras la reseña de Factbook me dio por hacer una pequeña relación de títulos escritos al calor de la crisis económica y la eclosión del 15M. A bote pronto, el efecto de un conjunto de preocupaciones sistémicas parece evidente; ya sea desde lo apocalíptico (Cenital, Un minuto antes de la oscuridad), lo distópico (Planeta Dónald, Mañana cruzaremos el Ganges, Lágrimas en la lluvia, Nos mienten), o las gamas intermedias (Kuebiko, Muerto el sol). Los títulos de este listado proyectan rasgos de nuestro presente para abordar el agotamiento de los recursos naturales y sus consecuencias, el cuestionamiento de los valores democráticos en pos de una mayor seguridad, el temor al desencadenamiento de una nueva guerra civil o la fragilidad del estado del bienestar. Crímenes del futuro se suma a esta alineación mediante tres historias ligeramente interconectadas donde se manifiestan ecos de esta España camino del primer cuarto del Siglo XXI.

Juan Soto Ivars apuesta por un futuro próximo primo hermano del imaginado por Miguel Martín Echarri en Muerto el sol. El decrecimiento, gestionado desde la desregulación, ha llevado al país a convertirse en una rima de la España de finales del XIX y gran parte del XX. Al menos así la reconozco en un entorno rural gobernado por caciques que, a modo de nuevos señores feudales, mantienen bajo control a unos campesinos cuya mayor aspiración es que sus hijos abandonen las escuelas y acudan a echarles una mano a los cultivos. De este contexto emerge Julia, una niña cuyo talento anima a empujarla en sus estudios. De aprobar un examen estatal, accedería a una beca y podría acudir a la Universidad. En Madrid.

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Muerto el sol, de Miguel Martín Echarri

Muerto el solEn su primera novela, Miguel Martín Echarri imagina las calles de un Madrid en un futuro cercano muy próximo al de la década posterior a la Guerra Civil. La actividad diurna está bajo mínimos. Sus habitantes se guarecen de un aire tórrido y fétido en las entrañas de unos edificios en los cuales el aire acondicionado es un recuerdo de tiempos mejores. Dependen de una economía de subsistencia donde trenes, autobuses y coches son chatarra abandonada. Apenas sirven para poner un tenderete o freír un huevo sobre sus carrocerías. Decenas de correveidiles transitan la ciudad de extremo a extremo con mensajes para entregarlos por un módico precio. Los avejentados teléfonos y ordenadores acumulan polvo sin un enganche eléctrico donde poder cargarlos. Ésta es la España de Muerto el sol, un solar en la intersección entre el decrecimiento y las consecuencias del calentamiento global, primo hermano del visto en Un minuto antes de la oscuridad, de Ismael Martínez Biurrun, y relativamente cercano al de El sanador, aquella novela negra de Antti Tuomainen centrada en la búsqueda de un asesino en serie en un Helsinki preapocalíptico.

Sobre este escenario se presenta una historia criminal un tanto ambigua. Un grupo de hombres y mujeres buscan hacerse con la electricidad de una de las urbanizaciones de lujo de las afueras, enchufados a unas fuentes de energía renovables que les pertenecen por derecho de conquista. Su objetivo es conseguir una fuente de ingresos sin perder la vida en su empeño. La infraestructura está custodiada por un servicio de seguridad que aplica la ley como se hace en la Filipinas de Duterte o la MegaCity 1 del Juez Dredd.

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Saliendo de la estación de Atocha y 10:04, de Ben Lerner

Llegué a la conclusión de que, mucho más que cualquier argumento o sentido convencional, me importaba la mera direccionalidad que sentía al leer la prosa, la textura del tiempo al pasar, la máquina blanca de la vida [1]

Leaving The Atocha StationAsí se expresa Adam Gordon, el alter ego de Ben Lerner en Leaving the Atocha Station, la primera entrega de lo que parece que va a ser la novelística del autor de Topeka (Kansas), una serie de romans à clef en las que se narra y se cuestiona la peripecia de este (y otros) sosias del escritor. Ben Lerner/Adam Gordon no engaña a nadie, deja bien claro que eso es lo que le atrae de la narrativa [2], y eso es lo que el lector va a encontrarse. Quien busque otra cosa saldrá escaldado.

Adam es un poeta estadounidense que gracias a una beca pasa unos meses en Madrid, supuestamente con la intención de escribir unos poemas relacionados con la Guerra Civil. Vive solo en un apartamentito en la plaza de Santa Ana; se da sus paseos por el centro; se tumba en los céspedes del Retiro, a la bartola, disfrutando de la distancia con lo real que ofrece un porro bien calibrado; lee El Quijote, entendiendo de la misa la media (Adam entiende de la misa la media todo el rato, tanto en sus lecturas como en sus intercambios con sus pocos conocidos españoles, y en eso reside gran parte de la singularidad de su visión, en lo sesgada que es su percepción de la realidad –lingüística– en un entorno que le es extraño: al no tener ni papa de español, todas las conversaciones se convierten en suposiciones, en variables, en alternativas de significados posibles); se corre sus juergas en eso que se ha dado en llamar «la noche madrileña»; va a alguna que otra fiesta en las afueras; hace alguna que otra escapada fuera de la ciudad (un fin de semana fugaz en Granada en compañía de uno de sus rolletes españoles); y, de vez en cuando, porque le da por ahí, miente sobre algunos detalles de su vida, como si se dejara llevar por la irrealidad constituida por el extrañamiento cultural y geográfico en el que vive. También va al museo del Prado, a alguna galería y a alguna que otra presentación poética. Básicamente se aburre. Hace como que escribe. Se fuma otro porro. Lee sus poemas. Y así hasta que se le acaba la beca y se vuelve a los Estados Unidos.

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Dulces dieciséis y otros relatos, de Eduardo Vaquerizo

Dulces dieciséis y otros relartosVivimos un período de reivindicación de la ciencia ficción española y, en concreto, de la generación HispaCon. Entre lo publicado el último año tenemos dos ejemplos evidentes: la primera antología de Los premios Ignotus, que tengo la sensación ha volado por debajo del radar incluso del público más especializado, y la colección Cyberdark presenta, lanzada por el complejo Cyberdark/Alamut/Bibliópolis. Un sello llamado a poner de nuevo en el mapa los mejores relatos de autores surgidos del fandom en las décadas de los 80 y los 90; hasta ahora han aparecido tres libros, aunque en la presentación en la librería Gigamesh en Marzo Luis G. Prado anunciaba la posibilidad de que fueran veintena, incluyendo antologías temáticas. De llevarse a cabo daría forma a la colección más completa a la hora de entender (un parte de) la literatura fantástica hecha en España; ninguna otra ofrecería una radiografía tan exhaustiva de un periodo de tiempo determinado.

En este contexto, el nombre llamado a abrir la iniciativa, Eduardo Vaquerizo, no resulta para nada extraño. Como comenta Juanma Santiago, la mayoría de autores importantes que cultivaron el relato con asiduidad en aquel período ya han visto recogidos los más significativos, en colecciones generalmente aparecidas en editoriales pequeñas. Rodolfo Martínez, Elia Barceló, Daniel Mares, Armando Boix, Rafael Marín, Félix Palma… cuentan con uno o varios volúmenes en su haber. Los más avispados han podido reunir a través de ellos los relatos publicados en una miríada de fanzines, revistas o antologías. Si no me falla la memoria, apenas él y José Antonio Cotrina (del que llevamos más de una década esperando su particular Cotrinomicón) no habían visto un volumen con sus mejores relatos. He aquí la oportunidad de solucionar ese olvido.

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