Es curioso observar como el fenómeno Harry Potter ha sido juzgado más bien por una serie de cuestiones extraliterarias que por sus propias virtudes como obra narrativa. En efecto, la mayoría de los periodistas y críticos que se han acercado a esta saga han resaltado, especialmente, el hecho de que haya conseguido enganchar a la lectura a una generación que muchos dábamos por perdida para esto de los libros. A partir de ahí, el debate parece que se ha centrado en si realmente era bueno que nuestros tiernos infantes cayesen en la garras de la literatura fantástica y en esa línea ha habido opiniones para todos los gustos. Desde defensas tibias (“por lo menos leen”) hasta gestos de auténtico horror.
Como mucho, Harry Potter parece que ha sido considerado una herramienta útil para que el lector joven llegue a otros sitios, un rito de iniciación antes de entrar en las cosas que de verdad uno tiene que leer. Y, sin embargo, muy poca gente ha analizado si los libros de J. K. Rowling son buenos por sí mismos, no como herramientas pedagógicas o como extraño misterio mediático sino como artefactos literarios. Y creo que esto se debe a que muchos de los que han llenado páginas de periódicos y tertulias radiofónicas con el tema no se han leído realmente la saga. Sinceramente, dudo mucho que lo hayan hecho. Y a este respecto una anécdota que oí hace unos meses en un programa de radio. Se hablaba sobre posibles lecturas para el verano y alguien menciono, para los más jóvenes, los libros de Potter. Todo el mundo estuvo de acuerdo pero, rápidamente, alguien afirmó: “la verdad es que el bueno es el primero, los demás son meras explotaciones de ese éxito”. Y ahí es cuando estuve a punto de salirme de la carretera –cosas de escuchar la radio sólo cuando conduzco– porque –a pesar de que el resto de los tertulianos asintieran gravemente– es justo lo contrario. Los dos primeros libros de la serie –La piedra filosofal y La cámara secreta– son los más flojos, mientras que los volúmenes tres y cuatro –El prisionero de Azkaban y El cáliz de fuego– son los dos más conseguidos hasta el momento. En fin que en este país, como siempre, nos encanta hablar de lo que no sabemos.
Porque si la pandilla radiofónica de turno hubiese leído los seis tomos que forman las aventuras de Harry Potter hasta hoy habría visto que a lo largo de la serie Rowling ha ido creciendo como autora. Es cierto que La Orden del Fénix significó un bajón respecto a los dos títulos anteriores pero El misterio del príncipe ha vuelto a mostrarnos una J. K. Rowling en plena posesión de todas las armas que la han convertido en la reina de la literatura juvenil.
Como siempre la ambientación está cuidad hasta el exceso; da lo mismo que a estas alturas la mayoría de los lectores se conozcan Hogwarts de memoria y a sus habitantes como si fuesen ya de la familia, se les sigue describiendo con cariño y minuciosidad. Por supuesto, y a pesar de la sencillez debida a su condición de narrativa juvenil, el libro, como los anteriores, gana en complejidades. Harry Potter es uno de los pocos personajes de una saga fantástica que ha evolucionado su forma de ser de una manera clara y realista. Lógico si pensamos que ahora tiene 16 años y al empezar la serie contaba con 12, pero no tanto si tenemos en cuenta el escaso relieve de otros muchos héroes de supuestas grandes obras maestras del Fantástico.
Además, técnicamente, la autora británica ha huido, en cierta forma, de la linealidad de todos los libros anteriores al presentarnos una serie de flashbacks que nos muestran el origen de Voldemort. Por supuesto, se utiliza un pensadero para acceder al pasado, algo que ya se había hecho puntualmente en otros libros, pero que ahora se utiliza de forma mucho más concienzuda. De esta manera, Rowling consigue huir del maniqueísmo habitual en este tipo de libros al mostrarnos el punto de vista del “malo” que se convierte ahora en un personaje mucho más humano, creíble y, por qué no, al que, incluso, se puede llegar a entender. Y estas dos cuestiones me parecen los dos grandes aciertos del libro y que le convierten en una novela un tanto más complicada que la mayoría de los títulos que están al alcance de los más jóvenes.
Por supuesto, El misterio del príncipe tiene mucho más. Como siempre hay un misterio a descubrir y la acción se alterna con escenas románticas o humorísticas que dan algo de tregua al lector y profundizan algo más en los personajes. Es cierto que la parte amorosa gana en comparación con las entregas anteriores y puede que esto incomode a algunos lectores, pero no olvidemos que Harry y sus amigos tiene 16 años y si alguien tiene un poco de memoria recordará que esa es la época de mayor desarreglo hormonal de nuestras vidas. Así que las subtramas tipo culebrón resultan de lo más reales dentro de un ambiente de internado mixto para adolescentes. Cómo no, la historia se hace cada vez más compleja y uno ya no tiene muy claro en qué bando están determinados personajes. Y, como era de esperar, las cosas se complican: la trama se retuerce y la sorpresa acecha a cada vuelta de página.
Como siempre, Rowling nos deleita con un par de escenas macabras de lo más escalofriantes que a alguno le pueden parecer excesivas en un libro juvenil pero que encajan perfectamente con la larga tradición de este tipo de literatura antes de que Disney se encargase de destrozarla. Y, también, nos encontramos con algunos debates éticos y morales de carácter político que la inglesa nos cuela hábilmente. A la ya habitual crítica al racismo –la sangre sucia– ahora nos encontramos con una interesante discusión entre el nuevo ministro de la magia y Dumbledore sobre el fin y los medios dentro de una guerra. Si tenemos en cuenta que los mortífagos con una especie de grupo terrorista –con Voldemort como un cruce entre Hitler y Bin Laden– y si no fijamos en el papel que Inglaterra está jugando dentro de la actual política internacional de Estados Unidos, no hay que ser muy listo para saber por donde van los tiros.
En el debe, únicamente criticar el excesivo sentimentalismo de un par de escenas finales –muerte y entierro de determinado personaje principal– que caen en lo lacrimógeno. Estoy seguro de que Rowling ha debido de llorar tanto al escribirlas como alguno de sus lectores al leerlas. Y es una pena este exceso porque otras escenas similares de libros anteriores –la muertes de Sirius Black o de Cedric– fueron narradas de una forma mucho más contenida y, bajo mi punto de vista, efectiva.
En cualquier caso, El misterio del príncipe es un buen libro, fácilmente disfrutable y que casi está a la altura de los más conseguidos tomos tres y cuatro. Y, por supuesto, es mucho mejor que el decepcionante tomo cinco y los más flojos uno y dos. Además consigue algo bastante difícil dentro de una saga tan larga: que esperemos el último libro de la serie con auténtica expectación y fervor, devanándonos los sesos al intentar adivinar cómo el muy falible Harry podrá derrotar al casi invencible Voldemort. La solución, esperemos, en breve.