El fenómeno de los libros autopublicados y más tarde recuperados por una editorial se ha convertido en moneda de curso común. Son múltiples los títulos aparecidos en los últimos tres o cuatro años que, relanzados por sellos establecidos, han permitido a sus autores hacerse un hueco en el siempre abarrotado panorama profesional. Becky Chambers y El largo viaje a un pequeño planeta iracundo suponen uno de los últimos ejemplos de esta oportunidad. Según cuenta la escritora en las notas incluidas al final, pudo terminar la novela gracias a una campaña iniciada en una plataforma de mecenazgo. Y ya publicada, le llevó a firmar un contrato para continuar su carrera, ser traducida a otras lenguas… El sueño de cualquier escritor novel. Personalmente mantengo un arraigado prejuicio sobre este tipo de títulos. Como lector chapado a la antigua con el argumento de autoridad casi impreso en el ADN, soy un firme creyente en la labor del editor. A la hora de valorar una obra, auspiciar su publicación y, sobre todo, en el trabajo intermedio, en el caso de ser necesario algún diálogo con el autor para ajustar el original y lograr el mejor resultado posible. Después, cuando hablo con profesionales el tema pierde ese aire mitificado, pero en la soledad de la lectura mi apolillado clasismo se regenera. Más cuando me enfrento a una opera prima que sobrepasa las 400 páginas.
El largo viaje a un pequeño planeta iracundo parece levantarse sobre la visión del mundo de su autora. Apuesta por unas relaciones sociales utópicas que, en una aventura espacial clásica, rompen con la peripecia tecnificada, los personajes oscuros y sus tragedias, o diferentes dosis de autoparodia; los ingredientes dominantes de este tipo de historias. Rebosa la frescura y el rechazo por los corsés propios de la ausencia de complejos. Sin embargo, más allá de cómo pueda cada uno responder ante las ideas, las situaciones, los personajes y los desarrollos utilizados por Chambers, cae en una tendencia hacia la digresión que, siendo parte de la gracia de una novela que huye de una trama y una estructura al uso, se vuelve un poco en su contra.
La Peregrina atraviesa la Galaxia abriendo túneles en el espacio tiempo; unas estructuras espaciodimensionales que permiten desplazarse entre los sistemas habitados más rápido que la luz. Su tripulación, un grupo de seres pertenecientes a las diversas especies de la Confederación Galáctica, convive en un día a día de quehaceres, conversaciones y pequeños conflictos en un entorno dominado por la cotidianidad. Detrás de los inevitables problemas técnicos, los contratiempos derivados de los choques culturales, los pequeños secretos que se guardan entre sí y para sí, prevalece un aire costumbrista que tan bien puede funcionar para los lectores con dificultades para amoldar su horizonte de expectativas a las exigencias de una historia de ciencia ficción inmersiva, como puede suponer una barrera para los adictos al sentido de la maravilla o la aventura tradicional.
Chambers no parece confiar del todo en esta elección y se sirve de un recurso habitual para introducir sus dos universos: el de la Confederación Galáctica y el pequeño ecosistema formado por los tripulantes de La Peregrina. Su capitán contrata un nuevo miembro, Rosemary, con el objetivo de organizar la caótica logística de la nave. Gran parte de la novela es una sucesión de episodios en las que, mayormente a través de Rosemary, se presenta el heterogéneo paisanaje dentro y fuera de las tripas de La Peregrina. Mediante las conversaciones y los oportunos ladrillos informativos arrojados por el narrador omnisciente, salen a la luz los detalles básicos de la ingeniería de túneles, se expone la dieta de varios personajes, se asiste a la adquisición de todo lo necesario para un prolongado periplo, se desarrollan las dificultades cotidianas con los que deben enfrentarse en los viajes… El tono general de estas tareas, y el encadenamiento de situaciones con las que se van intercalando al ponerse en marcha su proyecto más ambicioso, asientan El largo viaje a un pequeño planeta iracundo como la primera temporada de una comedia de costumbres. Autoconclusiva pero con posibilidad de continuar en el futuro.
La elección de un grupo de “inadaptados” sociales como reparto coral tampoco es casual. A través de sus elecciones sociales, románticas, profesionales, sexuales, cada tripulante muestra cómo para la convivencia las convenciones más escleróticas de sus lugares de origen, o de la propia Confederación Galáctica, han de quebrarse. Y cómo la resolución de las disensiones, la complicidad y la ausencia de máscaras entre ellos, los entrelazan en un tejido fraguado en la empatía. Esta celebración de la diversidad y la capacidad de integración, la oportunidad de ir más allá de los prejuicios, convierten la narración en una pequeña utopía.
Por el camino el lector quizás tenga que hacer de tripas corazón con dos aspectos potencialmente fastidiosos. El primero, que la aptitud para el amor, el perdón y la aceptación mostrada en las salas y camarotes de La Peregrina (y los otros “inadaptados” que, viviendo fuera, podrían formar parte del grupo) sea tan ilimitada como ínfima la de varios de los individuos ajenos a su comunidad. Tampoco es nada personal; los dos ejemplos más claros se representan por sendas especies alienígenas con su incapacidad para entender al otro escrita a fuego en su cultura. Me hubiera resultado más verosímil algo más de equilibrio. El segundo, y a la sazón el más relevante, la tendencia a acaparar el relato de las historias secundarias a las que Chambers adosa el desarrollo de sus personajes y su visión. El lector queda expuesto ante un melifluo recorrido por las dependencias de la nave, mercados, bares… y continuas conversaciones (o ladrillos informativos) sobre la flora, fauna, paisanaje y costumbres pretendidamente variopintas a ratos innecesaria. Me ha costado horrores mantener la atención sobre varios fragmentos caso del apasionante ciclo reproductivo de un (supongo) insecto alienígena o el uso de unas algas como fuente principal de energía en la Peregrina. Pasajes que, en su expansión, desequilibran el texto y quitan hierro a los más logrados.
En el momento de hacer balance, me quedo en una disyuntiva. Me agrada la decisión de utilizar el space opera para hablar de empatía y aceptación de lo diferente tanto como me molesta la falta de concreción en la mitad de sus capítulos. Asimismo el ser perro viejo proclive a la nostalgia me ha traído a la memoria otras obras que, sin ser exactamente lo mismo, ni estar entre mis predilectas, acertaban a poner en igualdad de condiciones personajes y un universo extraño para enganzarlos en una trama mejor armada y más depurada. Caso de la space opera de C. J. Cherryh. o Nova, de Samuel R. Delany; otra historia con rasgos utópicos donde un grupo de parias atravesaba un universo exuberante cuya interpretación quedaba siempre en manos de un lector. Todas ellas provenientes de otros tiempos que, camino del olvido, parece que jamás existieron.
El largo viaje a un pequeño planeta iracundo, de Becky Chambers (The Long Way to a Small, Angry Planet, 2014)
Insólita Editorial, 2018. Traducción de Alexander Páez.
Rústica con solapas. 512 pp. 22,95€
Ficha en la web de la editorial
Sin ser la novela más entretenida del mundo, creo que consigue crear personajes muy creíbles, con los que es fácil empatizar, como la IA y su relación con uno de los tripulantes.
Saludos!