“¿Qué es lo que pasa cuando vemos algo blanco?”, le preguntó Annelise a Fernanda sin esperar respuesta. “Que sabemos que se va a manchar”
Este brevísimo fragmento resume como pocos el leit motiv de Mandíbula, una siniestra novela en la que Mónica Ojeda escarba en las inseguridades y miedos de la adolescencia. Esos años de certezas resquebrajádonse y de nuevos valores abriéndose paso, impulsados por una educación que actúa por varias vías. El resultado conduce a una abracadabrante xenogénesis desencadenada por un entorno ciego, insensible a las consecuencias de su acción sobre esa personalidad extremadamente plástica. Este terreno, ya de por sí atractivo, viene en Mandíbula acompañado de una característica que imprime un jugoso amargor: cómo el relato se apoya en lo cotidiano para acariciar el horror cósmico, sin llegar a penetrar en los transitados caminos de lo preternatural y lo ominoso. Unos adjetivos que, de tan manoseados, han perdido resonancia y parte de su sentido.
Ya desde su estructura, Ojeda se muestra perspicaz. Huye del relato cronológico para acudir a una sucesión de textos enhebrados con ingenio. Las entrevistas de una joven con su psicólogo, breves diálogos entre dos adolescentes, un ensayo escrito por una alumna… se integran entre una terna de narraciones más convencionales. En la primera, en una cabaña perdida en las afueras de una ciudad ecuatoriana, una estudiante ha sido atada a una silla por su profesora. En las otros dos se rememoran las historias que propician ese trágico acontecimiento: la de Clara, la profesora de literatura que sufrió un asalto unos meses antes y ha terminado perpetrando un acto semejante; y la de Fernanda y sus compañeras de un colegio del Opus, entregadas a las exploraciones habituales de su edad sin complejos, con amplias exhibiciones de falta de empatía y desprecio por cualquier autoridad.
Desde la primera escena, el momento en el cual Fernanda abre los ojos y se enfrenta a su desesperada situación, la atmósfera de Mandíbula se desvela insalubre. La historia de Clara y su llegada a su nuevo colegio, los nervios previos a su primera jornada, la incertidumbre ante los diferentes grupos a los que se deberá afrontar, la descripción del ambiente represivo del centro… progresan a la par que se sustancian las grandes losas que carga sobre su espalda: la traumática experiencia de haber sido retenida y golpeada por dos ex-alumnas en su apartamento, y la educación impartida por su madre, Elena. Una figura sobreprotectora que, en su voluntad de modelarla a su imagen y semejanza, la ha conducido hacia una personalidad reprimida y vulnerable.
Mientras, en la pequeña comunidad de Fernanda y sus compañeras sobresale alguien ausente en la cabaña aunque, como Elena, también se halla en el hipocentro del drama: Annelise. La mejor amiga de Fernanda y guía espiritual del grupo, sobremanera durante su estancia en un edificio ruinoso utilizado para explorar esas nuevas parcelas de libertad lejos de miradas ajenas. Entre el repertorio de acciones que acometen, paulatinamente ganan protagonismo las historias de terror que se cuentan en una habitación sin ventanas y pintada de blanco por la propia Annelise. Investida como sacerdotisa de su susceptible comunidad, son sus relatos los más efectivos, casi siempre centrados en una figura que ha modelado a partir de los creepypastas a los que son aficionadas: el Dios Blanco. Una presencia que abre las puertas al abismo detrás del tránsito a la edad adulta.
Aunque todo gravita alrededor de la zozobra de la adolescencia y las consecuencias arrastradas el resto de la vida, estas ideas cobran especial relevancia en el punto de inflexión de Mandíbula: el ensayo que Annelise entrega a Clara como si fuera un trabajo y que ocupa unas 30 páginas. A modo de ente infeccioso, abunda en una visión enfermiza de esta etapa vital que revienta la escafandra de la ficción; deja al lector desprovisto de toda protección ante las presiones de un mundo inmisericorde donde la pérdida de la inocencia llega en virtud a los mazazos de lo que se cree inapreciable, de lo que se piensa que no afecta. De todo lo que queda bajo el umbral de la percepción de los adultos, ensordecidos bajo el rumor de la cotidianidad. Quizás demasiado extenso, quizás demasiado explícito, y, a pesar de ello, una síntesis fenomenal del resto de la novela.
Ojeda conjuga lo perverso con una prosa hermosa e idea imágenes de un tremendo simbolismo, caso de los volcanes y sus diversas manifestaciones. Uno de los muchos temores introducidos por Elena en su hija, presentes desde la geología volcánica de Ecuador a su uso para evocar su potencial transformador. Esta retórica, además, amplifica los pensamientos y emociones que se ciernen sobre cada personaje. Asesta las dentelladas definitivas de esta dolorosa novela sobre el aprendizaje, la maduración y las relaciones establecidas en ambos procesos, sin espacio para el optimismo.
Mandíbula, de Mónica Ojeda (Candaya, col. Candaya Narrativa nº49, 2018)
288 pp. Tapa Blanda. 17€
Ficha en la web de la editorial
El ensayo de Annelise es una pieza magistral. No solo por la parte íntima y emocional sino porque es una auténtica lección sobre horror cósmico. Impresionante todo el libro, vaya descubrimiento.