Perdición, de Jack Ketchum

PerdiciónEs muy satisfactorio observar cómo algunos autores cuya oportunidad había pasado sean recuperados 20, 30 años después de escribir sus mejores novelas, un movimiento a la contra de un mercado capitalizado por la novedad. Más cuando el escritor capaz de tamaño logro es alguien tan ajeno a los gustos del zeitgeist como Jack Ketchum. El autor de La chica de al lado convirtió las explosiones de violencia en nuestro entorno cotidiano en su marca más reconocible y La biblioteca de Carfax parece decidida a seguir explorando esa veta en los diferentes libros que le ha traducido. Lo hizo en 2018 con Joyride, en 2020 recuperando La chica de al lado y en 2022 con esta Perdición, sorprendente candidata a mejor novela extranjera de los premios Ignotus. Una vuelta de tuerca más al tornillo de la crueldad y la furia contra las mujeres en la sociedad occidental, apretada con particular saña desde su mismo inicio. Porque Perdición empieza con el pie sobre el acelerador y lanzada contra el lector en un juego del cobarde, apártate-que-voy-a-degüello.

A mediados de los años 60 en Sparta, una pequeña ciudad Nueva Jersey, Ray Pye asalta a dos jóvenes a las que ve besarse junto a una hoguera. Acompañado de dos colegas, Tim y Jennifer, mata a una y deja moribunda a la otra. Esta escena se cuenta con todo lujo de detalles para terminar con el equivalente de Ketchum de un fundido en negro; un salto de capítulo que mantiene el lugar pero no el tiempo. Cuatro años más tarde, la superviviente fallece sin haber salido del hospital. Charlie Schilling, el inspector encargado de la investigación, retoma las pesquisas. Aunque tenía claro que Ray estaba detrás no pudo reunir pruebas incriminatorias. En este tiempo, el asesino se ha convertido en el tío chungo del lugar, trapicheando con droga en la versión más quinqui de nuestro chulo de futbolines. Y aunque externamente no comete errores, lleva regulín las contrariedades. Algo de lo cual va a recibir elevadas dosis cuando se encapriche de dos jóvenes con una mentalidad opuesta a las que suele encontrar en Sparta: Sally, contratada para trabajar en el hotel de los padres de Ray y en trámite de abandonar la ciudad para acudir a la universidad; y Katherine, recién llegada desde San Francisco junto a su padre.

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Joyride, de Jack Ketchum

JoyrideJack Ketchum es otro de esos autores cuya publicación en España ha padecido entre mala suerte y un cierto maltrato. Si nos atenemos a La Tercera Fundación, hasta 2019 se habían traducido tres novelas en otras tantas editoriales, alguna con una distribución, cuanto menos, discreta. A pesar de este cuadro, La biblioteca de Carfax le ha otorgado una nueva oportunidad al autor de La chica de al lado, su novela más conocida. En ella sublimaba el potencial para la perversión de la literatura y retorcía las entrañas de un lector que, atrapado, no podía apartar la mirada. Aunque la palabra que más fácil acude a la mente para describir esas sensaciones fuera morbo, cualquier consideración a vuela pluma quedaba defenestrada tras la tremenda historia sobre la capacidad para el abuso entre los hombres de un vecindario cualquiera. Un potencial que sobrevuela de nuevo esta novela escrita cinco años más tarde, en 1995.

El inicio de Joyride no deja dudas al respecto. En dos capítulos consecutivos se asiste a situaciones equivalentes a las entrevistas en la segunda mitad de La chica de al lado. En el primero, en los suburbios de una pequeña ciudad de Nueva Inglaterra, se sugiere una violación a través de un flashback encastrado en una escena durante la cual una pareja, Carole y Lee, acuerda matar a Howard, el exmarido de Carole. Los abusos padecidos durante su matrimonio no han cesado ni tras una orden de alejamiento. A su vez, en el siguiente capítulo se muestra el maltrato de otra mujer, Susan, a manos de Wayne. Ella consiente un cierto exceso en los prolegómenos de una relación sexual hasta que Wayne pierde el control y asiste aterrorizada a la manifestación de sus rasgos sociopáticos. Inmediatamente, en uno de esos azares del destino sin los cuales la vida y la narrativa serían un peñazo, mientras Wayne está preso de la frustración, observa desde la distancia el asesinato de Howard. El empujón definitivo para desprenderse de la conducta que lo ha mantenido bajo control. A lo grande.

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Piercing, de Ryu Murakami

PiercingAnte todo, no confundir a Ryu Murakami con Haruki Mukami. Éste último, por alguna razón del todo inaprensible para mí, es un superventas con un preocupante lado cursi y blandengue. Ryu Murakami, sin ser tampoco, ni mucho menos, un escritor imprescindible, nada tiene que ver con el anterior.

Empezando por sus temas. Piercing es una novela que parece un poco un inventario, una ordenada sucesión de escalas en el descenso a los infiernos del protagonista, Kawashima Masayuki.

Se nos dice, casi desde el principio, que el tal Kawashima debería estar más que contento con la vida. Tiene un buen trabajo, una mujer que le quiere, acaba de ser padre. La mujer, Yoko, además de quererle, le apoya y le comprende, y se dedica a hacer pan casero porque da clases de cocina en casa. El olor a pan recién hecho permanece, quizá de forma abusiva, como un símbolo del hogar que le fue hurtado a Kawashima en su infancia, y que ahora ha recuperado gracias a esa mujer y a esa hija.

Entendemos que tener una familia tiene una gran importancia para él, puesto que pronto sabremos que, abandonados él y su hermano por su padre, Kawashima quedó en manos de su madre, una mujer desquiciada. A los cuatro años empezó a pegarle, a infligirle toda clase de humillaciones y malos tratos.

Pero, un momento, así no es como empieza la novela; Piercing tiene uno de los arranques más desasosegantes que he leído en los últimos tiempos. Es de noche y Kawashima no puede dormir. Está parado ante la cuna donde duerme el bebé de cuatro meses. Pudiera parecer que se trata de uno de esos padres abnegados que se levantan a velar el sueño de sus retoños. Nada más lejos de la realidad. Kawashima, con un punzón de hielo en el bolsillo, sueña con apuñalar con él a la hija. “Cogiendo el punzón ligeramente para temblar lo menos posible, colocó la punta junto a la mejilla de la niña”.

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Sukkwan Island, de David Vann

Sukkwan Island

Sukkwan Island

Son infinitas las historias que exploran la supervivencia de uno o varios personajes en un entorno aislado, enfrentados a condiciones climatológicas extremas, paisajes indómitos y/o animales que poco entienden de sus necesidades. Sin embargo su atractivo ha variado bastante con el paso del tiempo. Del retrato del mundo natural y la exaltación del hombre como su dominador a la descripción de cómo se ve afectado el paisaje interior de los personajes. La manera en que sus relaciones y emociones son amplificadas por unas condiciones ante las cuales cualquier estabilidad resulta una quimera. Es en este sentido donde Sukkwan Island se reivindica como una de las lecturas más asfixiantes y revulsivas que he leído. Un relato que transporta a territorios límite a partir de unos elementos cuya sencillez potencia el horror insondable ante el cual te sitúan.

El narrador omnisciente que relata la historia sigue a Roy mientras acompaña a su padre a una cabaña aislada de Alaska con un propósito lúgubre: sublimar toda una serie de fantasías masturbatorias alrededor del modus vivendi en la frontera y las relaciones paternofiliales a lo televisión años 50. Sin embargo, a medida que pasan los días y los acontecimientos se alejan de la estimulante aventura que había planificado, el personaje del padre queda definido en todo su esplendor. Su insatisfactoria relación con las mujeres, sus sucesivas frustraciones vitales, su profunda soledad golpean a un Roy sin escapatoria, obligado a soportar cargas impropias para alguien de su edad.

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