Recientemente, en una de las últimas entrevistas que concedió antes de fallecer, Stanislaw Lem realizó unas declaraciones que no ponían en muy buen lugar la literatura de ciencia ficción. Estas opiniones del gran autor europeo del género, publicadas póstumamente, causaron cierto revuelo en el mundillo. Sin embargo, no eran nada nuevas en él; ya en La voz de su amo, escrita en 1967, Lem había dejado bien clara (a través de su “alter ego” en la novela, el científico Peter E. Hogarth) su postura al respecto:
Empecé a visitar más a menudo al doctor Rappaport, mi vecino, y a veces conversábamos horas enteras. Sobre el código estelar hablábamos rara vez y brevemente. Un día lo encontré en medio de grandes paquetes de los que salían atractivos y brillantes libros en rústica con cubiertas en las que aparecían motivos míticos. Había intentado utilizar como “generadores de ideas” —porque estábamos quedándonos sin ellas— esas obras de literatura fantástica, ese género popular (especialmente en los Estados Unidos) llamado, por persistente error, “ciencia ficción”. Hasta entonces, él nunca había leído este tipo de libros; estaba molesto —e incluso indignado—, porque había esperado variedad y había encontrado monotonía.
—Tienen de todo, salvo fantasía —dijo. Una equivocación, sin duda. Los autores de estos cuentos de hadas pseudocientíficos suministran al público lo que éste quiere: tópicos, clichés, estereotipos, y todo ello lo suficientemente engalanado y vuelto “maravilloso” como para que el lector pueda sumirse en un estado de sorpresa sin riesgos y, al mismo tiempo, no se conmueva la filosofía que tiene de la vida. Si hay progreso en una cultura, dicho progreso es sobre todo conceptual, pero la literatura, y en especial la ciencia ficción, nada tiene que ver con él.
(La voz de su amo, capítulo nueve).