Saboreamos ya de sobras el ansiadísimo siglo XXI y resulta que el gótico, lo gótico, está de moda. Scott (Ridley, no Walter) casi nos había convencido de que nuestros utilitarios financiados a tres o cinco años iban a colapsar los cielos, pero nada más lejos de la realidad. Las noches no pertenecen a los replicantes, sino al movimiento gótico. O, por lo menos, a una denominada tribu que opta por una estética decididamente oscura y deudora de otros tiempos, sobre cuya definición suele haber importantes discusiones. Por suerte lo gótico no es terreno exclusivo de vampiros amanerados, chicas pálidas que visten redecillas negras y gatitos que se van al cielo. Por suerte, también, existe Valdemar, y sus responsables han tenido la brillante idea de recuperar en una excelente edición de su Colección Gótica uno de los clásicos menos apreciados y sin embargo más conocidos del género. Esto es, Cumbres Borrascosas. Y si mi apreciación parece un tanto radical, debemos pensar que, a través del cine, de la publicitación y eco que se le ha dado a esta novela desde siempre, se han cargado las tintas en una condición de novela romántica que no ha dejado contrastar el auténtico frenesí (¡sí!) gótico de la obra. No viene nada mal un pequeño resumen del inicio:
Lockwood, el nuevo inquilino de la Granja de los Tordos, acude a presentarse ante su dueño, Heathcliff, en Cumbres Borrascosas, la decrépita mansión que éste habita. Allí encuentra un extraño núcleo familiar compuesto por el propio e irascible Heathcliff y dos huraños jóvenes de pocas palabras, atendidos por un más que escaso personal de servicio. La visita de cortesía se convierte para Lockwood en una misteriosa experiencia que fuerza su curiosidad y le empuja, a su vuelta a la granja, a interrogar a una vieja ama de llaves acerca de los habitantes de la casa. La historia de los Earnshaw y los Linton es desgranada por la mujer ante el asombro creciente de un oyente entregado…
Como decía, la visión de Cumbres Borrascosas como un novelón romántico sólo debería permitirse en el sentido más amplio de la palabra romántico, y aún así estaríamos haciéndole un flaco favor. No es necesaria la mención a H. P. Lovecraft en la contraportada del libro para reivindicar ante el mundo que nos encontramos aquí con una muy capaz y sugerente novela de terror. De terror gótico… La contaminación del término y su banalización en forma de, un ejemplo, caricaturas de niñitas ojerosas estampadas en bolsos, no debe hacernos olvidar, ni mucho menos despreciar, los verdaderos pilares literarios. Entiéndaseme bien; el imaginario de melancólicos cementerios, muchachas blanquísimas al borde de la muerte y agotamiento espiritual es, de todas todas, patrimonio de esta literatura. Pero no deja de ser la zona más común, en la que no deberíamos detenernos, sino para caminar después un poco más allá. Y hablamos así ya de la sustancia, de las sensaciones. Una corriente de aire frío recorre al lector en su periplo por las páginas de esta novela. Lo auténticamente valioso de Cumbres Borrascosas no es la historia de tiras y aflojas entre dos familias, los Earnshaw y los Linton (que podemos rastrear desde Shakespeare a Falcon Crest), sino la antinatural y casi aterradora historia de amor entre Catherine y Heathcliff, donde lo demoníaco planta en muchas ocasiones su huella. Es la historia de una pasión violentísima, más allá de lo físico y mental, que destruye las vidas no sólo de sus protagonistas, sino de todos aquellos que se encuentran a su alrededor. Y una gran parte de la fuerza de la obra recae en el gran descubrimiento de ésta, el malvado y arisco Heathcliff, un personaje poderoso de inteligencia diabólica y elemental. No debemos pasar por alto lo que la propia autora, por boca del ama de llaves, nos relata acerca de su origen: el padre de Catherine encontró a un niño deambulando solo por las calles de Liverpool; sucio, andrajoso, de cabellos negros y tez morena; un niño extraño venido de no se sabe dónde y que hablaba un lenguaje desconocido por todos. Una semilla del mal que el amo de la mansión plantó, sin saber, en su apacible jardín. No es difícil reconocer aquí la intención de la autora de mostrar un acontecimiento lo suficientemente desconcertante en su inquietante ambigüedad como para resultar fantástico y dejar que la imaginación del lector se desboque. Lo malsano de la personalidad de Heathcliff y su dependencia de Catherine es parte central de la narración, aunque ésta tenga muchos otros flecos. Aunque Cumbres Borrascosas no es, afortunadamente, uno de esos novelones góticos lastrados por el aparatoso atrezzo habitual del género (sí, ése por el que solemos identificar al movimiento) Emily Brontë no logra sustraerse, con toda lógica, a la condición de su texto decimonónico y bien es cierto que las páginas se dilatan un poco más allá de lo que aceptaríamos como obra redonda. Es, sin embargo, un lastre mínimo que se carga con gusto a la vista del resultado.
No quiero dejar pasar la oportunidad de permitirme una licencia y comentar el paralelismo que creo ver entre Emily Brontë y otra gran autora que ha dejado su huella en la literatura fantástica: Mary W. Shelley. Mujeres desgraciadas –mujeres de su época– aunque amantes de la vida, cuya producción literaria es escasa pero que hallaron el camino necesario a la inspiración para con una única novela, transmitir mensajes plenos de fuerza y rabia. Curiosamente, una rabia expresada a través de dos personajes masculinos que se cuentan entre los antológicos para la causa. Tanto Heathcliff como Victor Frankenstein son caracteres únicos que monopolizan sus vidas y atormentan las de sus seres queridos; hombres que han puesto los dos pies al borde de los abismos del alma y la moral humanas, estando a punto de arrojarse al vacío. Puntos en común que pueden acabar por ser reveladores en el estudio de ambas autoras.
Paradójicamente, a pesar de la comentada reinvención actual de la estética oscura y un acercamiento a ciertos temas, me da en la nariz que muchos miembros de la tribu no beben directamente de las fuentes densas y tormentosas que podemos considerar como esenciales del gótico. Quizás debamos aceptar que se ha caído en una exageración de los esquemas y Cumbres Borrascosas, a cierta distancia, puede atisbarse como un texto algo endeble, desnudo. Nada más lejos de la evidencia. No estaría nada mal que en estos tiempos que corren, cuando hasta las lecturas quieren imponernos, hagamos oídos sordos a los que quieren embaucarnos con el último bestseller que hay que leer (o comprar, al menos) por narices y dirijamos nuestra curiosidad hacia obras que puedan saciarla por sí mismas. No necesariamente escritas el mes pasado. 1847 es un año tan bueno como otro cualquiera, ¿verdad? Parafraseando: no pesan los años, pesan los kilos. Y es que últimamente, me temo, parece que las novelas se vendan al peso.