Furias desatadas, de Richard Morgan

Furias DesatadasEn un “qué hubiera sido y no fue” aplicado a la traducción de fantasía y ciencia ficción durante el boom de la primera década del siglo, alguna vez me he preguntado qué hubiera ocurrido si Carbono alterado, además de una traducción a la altura del contenido, hubiera funcionado comercialmente hasta ver sus dos continuaciones publicadas en Minotauro. Seguramente también hubieran terminado en los cajones de saldos de El Corte Inglés, pero con un número de lectores mayor de los que a la postre han tenido, incluso con el viento a favor de su adaptación al formato serie.

Las ventas de Carbono modificado debieron ser interesantes (hubo una reimpresión en tapa blanda y una reedición en tapa dura). Sin embargo, Ángeles rotos y, sobremanera, Furias desatadas han pasado sin pena ni gloria por las librerías y la fandomsfera, fruto de los vaivenes de Gigamesh durante sus últimos años como editorial. Algo lastimoso en Ángeles rotos. Como dejé por escrito en su introducción, una de las novelas bélicas más memorables de la historia de la ciencia ficción, superior a otras que han gozado del favor del público caso de La vieja guardia. Además es una pirotécnica historia de artefacto que se ajusta a los temas recurrentes de la serie, sobre todo ese giro alrededor de las relaciones de poder en el capitalismo tardío y las secuelas de la neocolonización. Furias desatadas me parece arena de otro costal.

Lejos de apuntar en una nueva dirección, la tercera y última novela protagonizada por Takeshi Kovacs es una criatura de Frankenstein cosida con remedos de Carbono modificado y Ángeles rotos, sin apenas cultivar nuevas vertientes. Aunque Richard Morgan sí hace una siembra. El regreso de Takeshi Kovacs a su planeta de nacimiento implica un reencuentro consigo mismo y sus circunstancias a niveles no vistos. Sus recuerdos de una dura infancia, los padecimientos de un amor perdido de manera trágica, volver a cruzarse con sus antiguos compañeros entre los enviados, sumirse en las ascuas de la rebelión quellista… Todo esto se lleva de manera tan desequilibrada, y tiene una importancia tan nimia más allá de la epidermis, que la narración colapsa bajo el peso de un porrón de páginas que no conducen a ningún sitio provechoso más que los puntuales fogonazos de rabia del complejo Kovacs/Morgan.

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El nacimiento del ciberpunk. Eclosión (4 de 4)

La periferia

Algo se cocía en los 80. La nueva generación de escritores fue agrupándose en torno a una serie de ideas y publicando interesantes novelas alrededor de ellas, aunque es la aparición de Neuromante la que concreta la nueva sensibilidad y el carácter distinto de la corriente. Diferentes novelas y relatos publicados en los primeros años de la década tenían un definitivo tono y carácter ciberpunk, pero es la obra de Gibson la que representa a todas, pues sintetiza y concreta el alma de lo que se intuye como una nueva rama de la ciencia ficción, presentando un futuro que suena a muchos, pero que no se había visto antes. No es apocalíptico, no está al borde de la destrucción ni, en el otro extremo, es la utopía cósmica que exhibe la space opera. Es, seguramente, la lógica evolución de nuestra sociedad, un futuro cercano más creíble que los aparecidos anteriormente y que presenta los grandes rasgos de la civilización del siglo XX y muchos de sus vicios multiplicados: redes informáticas, piratería digital, grandes corporaciones, marketing y merchandising alienantes, biotecnología, drogas de diseño, globalidad y multiculturalidad, tribus urbanas y, en definitiva, una nueva sensibilidad humana asentada sobre los elaborados productos de desecho de la época de la razón. El gran acierto de Neuromante es fundir el producto destilado de todos los escritores de décadas anteriores con la sensibilidad de sus coetáneos y darle una forma novedosa, moderna, presta a la identificación del lector de ciencia ficción de finales del siglo XX, abrumado ciudadano inmerso en la realidad de un mundo que se encuentra, más que nunca, al borde del futuro.

Antes de que Gibson ejerciera de partero, distintos autores recién llegados al género fueron tocando en esos mismos años los escenarios y los elementos temáticos que conformarían el ciberpunk, anticipándose a lo que había de venir. Lo hicieron con tal clarividencia que muchas de sus obras posteriores, realizadas años después de ser bautizada la corriente, encajan peor en la categoría que las que publicaron durante el primer lustro de la década. Si seguimos la definición amplia de Sterling, se trata de obras inequívocamente ciberpunkis, pertenecientes al subgénero en la misma medida que la propia Neuromante. El poso dejado por esas novelas y cuentos fue crucial para la inevitable eclosión del movimiento. Tanto como los otros medios artísticos de los cuales el ciberpunk extrajo la fisonomía de sus escenarios y muchos de sus elementos estéticos. El recuerdo del ciberpunk asentado en el imaginario colectivo, el trasfondo en el que transcurren gran parte de las historias narradas por los autores ciberpunkis, procede del cine y del cómic e incluso de la música de aquellos años.

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Sólo el acero, de Richard Morgan

Debería haber publicado este comentario cuando leí Sólo el acero, hace más de un año. Sin embargo dejé el borrador inconcluso, me dediqué en cuerpo y alma a sobrevivir en tierra extraña y se quedó en el limbo del wordpress… hasta hace unos días, en que me acordé de él después de leer este exabrupto en su ficha en la tienda Cyberdark.net

La ventosidad no merecería mayor atención si no fuera porque toca de pleno la homofobia soterrada de un género, la fantasía heroica, siempre dispuesto a esquivar las cuestiones de género. Más interesado por mantener estereotipos y no soliviantar a grupúsculos que viven en los tiempos de las páginas verdes de Nueva Dimensión que por hacer honor a una tradición… la cual sí se ha forzado en otros asuntos. Recordando el brillante episodio del musical gay de IT Crowd, aquí vivimos muy felices con nuestra sexualidad hasta que llega alguien y nos golpea en toda la cara con otra.

No tengo claro si esta es la manera más adecuada de comenzar la reseña: estigmatiza la lectura de una obra ya de por sí estigmatizada. Pero sin la condición homosexual de su protagonista, Ringil Eskiath, no se puede entender ni su amargor, ni su ira, ni la propia novela que narrativiza sus desventuras.

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