La periferia
Algo se cocía en los 80. La nueva generación de escritores fue agrupándose en torno a una serie de ideas y publicando interesantes novelas alrededor de ellas, aunque es la aparición de Neuromante la que concreta la nueva sensibilidad y el carácter distinto de la corriente. Diferentes novelas y relatos publicados en los primeros años de la década tenían un definitivo tono y carácter ciberpunk, pero es la obra de Gibson la que representa a todas, pues sintetiza y concreta el alma de lo que se intuye como una nueva rama de la ciencia ficción, presentando un futuro que suena a muchos, pero que no se había visto antes. No es apocalíptico, no está al borde de la destrucción ni, en el otro extremo, es la utopía cósmica que exhibe la space opera. Es, seguramente, la lógica evolución de nuestra sociedad, un futuro cercano más creíble que los aparecidos anteriormente y que presenta los grandes rasgos de la civilización del siglo XX y muchos de sus vicios multiplicados: redes informáticas, piratería digital, grandes corporaciones, marketing y merchandising alienantes, biotecnología, drogas de diseño, globalidad y multiculturalidad, tribus urbanas y, en definitiva, una nueva sensibilidad humana asentada sobre los elaborados productos de desecho de la época de la razón. El gran acierto de Neuromante es fundir el producto destilado de todos los escritores de décadas anteriores con la sensibilidad de sus coetáneos y darle una forma novedosa, moderna, presta a la identificación del lector de ciencia ficción de finales del siglo XX, abrumado ciudadano inmerso en la realidad de un mundo que se encuentra, más que nunca, al borde del futuro.
Antes de que Gibson ejerciera de partero, distintos autores recién llegados al género fueron tocando en esos mismos años los escenarios y los elementos temáticos que conformarían el ciberpunk, anticipándose a lo que había de venir. Lo hicieron con tal clarividencia que muchas de sus obras posteriores, realizadas años después de ser bautizada la corriente, encajan peor en la categoría que las que publicaron durante el primer lustro de la década. Si seguimos la definición amplia de Sterling, se trata de obras inequívocamente ciberpunkis, pertenecientes al subgénero en la misma medida que la propia Neuromante. El poso dejado por esas novelas y cuentos fue crucial para la inevitable eclosión del movimiento. Tanto como los otros medios artísticos de los cuales el ciberpunk extrajo la fisonomía de sus escenarios y muchos de sus elementos estéticos. El recuerdo del ciberpunk asentado en el imaginario colectivo, el trasfondo en el que transcurren gran parte de las historias narradas por los autores ciberpunkis, procede del cine y del cómic e incluso de la música de aquellos años.
Aunque hay numerosas y relevantes muestras sueltas como Ronin (1983) de Frank Miller o la serie del Juez Dredd que inician en 1977 John Wagner y Carlos Ezquerra, hablar del cómic ciberpunk obliga, como ocurría con la parte noir, a poner los ojos de nuevo en Francia. La revista Métal Hurlant, publicada en los Estados Unidos bajo el título de Heavy Metal, acompañó al movimiento en su andadura hasta 1987. Aunque fue creada en 1974, el indudable carácter ciberpunk de muchos de sus guiones y viñetas sitúa sus historias dentro de la propia corriente, por mucho que las palabras de William Gibson hablen sólo de influencia:
Sería totalmente justo afirmar, y lo he dicho antes, que la apariencia de Neuromante estuvo influenciada en gran parte por elementos del trabajo artístico que vi en Heavy Metal. (…) Años después, estaba comiendo con Ridley (Scott), y cuando la conversación giró hacia las fuentes de inspiración, ambos teníamos muy clara nuestra deuda con la escuela de Métal Hurlant de los setenta… Moebius y los otros.
Las historias y las fascinantes ilustraciones mostradas en la revista establecieron en gran parte el aspecto de los espacios físicos en los que se desarrollarían las peripecias ciberpunkis. Las imágenes creadas por autores como Philippe Druillet en las diversas aventuras de Lone Sloan (1966), de Enki Bilal en la Trilogía Nikopol (1980) o, principalmente, del genial Moebius en The Long Tomorrow (1975) son identificables al primer vistazo como puro ciberpunk. En Heavy Metal fueron publicándose multitud de historietas ciberpunkis procedentes de Europa, la más canónica Rank Xerox (1978), que en cuanto a contenido y apariencia es una de las grandes representantes de la corriente. Obra de los italianos Stefano Tamburini, Andrea Pazienza y Tanino Liberatore, se trata de un cómic que, desde el punto de vista punk, lo tiene todo. El protagonista es un cíborg dominado por una malvada cría de doce años a cuyo lado batalla en las calles contra marginados y tribus violentas. La característica ciberpunk comienza por el origen del nombre del personaje, que procede de la conjunción de la Xerox Corporation y la Rank Organization, conglomerados multinacionales a la manera de las historias del género.
Sin duda, la influencia que ejerció el cómic en la imaginería del ciberpunk fue tan importante como la que tuvo el cine, con el que llegó a mezclarse en ocasiones. Como afirmaba Gibson en la cita anterior, Ridley Scott reconoció haber buscado la estética urbana que se ve en Blade Runner (1982) en la historieta The Long Tomorrow. Es un detalle importante, puesto que el aspecto reconocible de las historias del ciberpunk sería en adelante, precisamente, el de esa película, uno de los hitos del subgénero. Si se atiende a la descripción que hace David Harvey en el ya citado The Condition of Postmodernity, las calles de Blade Runner se revelan como el epítome de la visión ciberpunk: un paisaje de decadencia posindustrial, de puentes deteriorados y edificios vacíos llenos de goteras, con humo y basura en las calles y gente que hurga en ella; y por encima un mundo de alta tecnología, con brillantes anuncios publicitarios, transportes aéreos, cohetes interplanetarios e imágenes del poder corporativo; gente de toda procedencia, distintos lenguajes, marcas de productos reconocibles y derivados del tercer Mundo; columnas griegas y romanas, referencias mayas, la Inglaterra victoriana, tiendas orientales y foodtrucks; y dominándolo todo, la Gran Pirámide de la Tyrell Corporation.
Es conocida la anécdota que cuenta William Gibson, quien fue a ver Blade Runner cuando llevaba escrito un tercio de Neuromante y salió conmocionado por las similitudes que encontró entre la parte visual de la película y la de su futura novela. Tanto, que se puso a reescribirla varias veces. Afortunadamente, el lenguaje del cine no es el mismo que el de la literatura, y la novela de Gibson, al igual que otras muchas, aporta un estilo propio que complementa las imágenes que muestra el filme de Scott. El cromo, el ciberespacio y un sinfín de metáforas visuales separan ambas visiones convirtiendo la suma de productos en algo más grande. Al igual que ocurre con Tron, película también de 1982 en la que se representa un espacio digital común localizado en el interior de los videojuegos, repleto de luces brillantes y colores intensos, que tendría mucho que ver con la imagen mental de la matriz virtual que propondrían algunas novelas y películas posteriores. Como en el caso anterior, la prosa de Gibson elude cualquier parecido separando cine y literatura. El ciberespacio ya había sido mencionado en su cuento “Quemando cromo“, pero es en Neuromante donde se describe de este modo:
Una alucinación consensual experimentada diariamente por billones de operadores legítimos, en cada nación, por niños instruidos en altos conceptos matemáticos… Una representación gráfica de la información extraída de bancos de todos los ordenadores del sistema humano. Una complejidad inimaginable. Líneas de luz extendidas en el noespacio de la mente, cúmulos y constelaciones de información. Como las luces de una ciudad, retirándose…
Lo cierto es que medios distintos utilizan lenguajes distintos, y la imagen y la palabra, a pesar de compartir numerosos puntos de encuentro, suelen diferenciarse bien. La película Videodrome (1983), de David Cronenberg, compartía la preocupación de Norman Spinrad por el control mental ejercido por los medios de comunicación, pero lo hacía desde un enfoque en el que primaba lo visual. 1997. Rescate en Nueva York (1981), de John Carpenter, heredera directa de The Warriors (1979), era una magnífica muestra de futuro cercano oscuro repleta de violencia callejera y eficaz en la crítica al poder, aunque su condición distópica partía más de sus violentas imágenes que de la construcción de un escenario complejo. Tanto el cine como el cómic tuvieron una importancia clave en el asentamiento y el alcance de la estética ciberpunk, pero también la música. El rock&roll tuvo su importancia en el ánima creativa de sus autores, pero fue la parte ciber la que aportó la atmósfera de las narraciones. Si la inspiración creativa partió de bandas como la Velvet Underground y músicos como Patti Smith, fue sin embargo el uso del sintetizador en sus distintas formas lo que, desde fuera, se asoció con la imagen y la estética de los relatos ciberpunkis. Músicos como Jean Michel Jarre y Vangelis, unidos a la creciente new age y a grupos procedentes de la electrónica alemana como Kraftwerk aportaron la banda sonora de sus historias y de los reportajes televisivos sobre la corriente. Mientras que el rock estaba dentro de la trama, la música electrónica aportaba atmósfera desde lo extradiegético.
La sensación general de una nueva realidad electrónica fue alimentada también por la llegada del ordenador y de los videojuegos, no sólo importantes para los diseños cinematográficos, sino incluso para la propia percepción del ocio. El desarrollo del microprocesador había colocado las computadoras en casa y las máquinas recreativas de arcades, popularizadas por Atari, habían introducido sus imágenes en las cabezas de toda la juventud. La facilidad y rapidez de consumo de todos estos medios contribuyó a redondear su forma y a masificarlos, pero el ciberpunk fue, antes que nada, un fenómeno literario. En sus cuentos, en sus novelas y en sus textos es donde toma cuerpo todo aquello que estaba en el ambiente de la época; es la narrativa la que atrapa y es capaz de dar forma a lo informe. Hablar de ellos es ir al núcleo de la corriente, ubicada en la literatura de ciencia ficción, y especialmente a lo publicado entre finales de los años 70 y la aparición de Neuromante.
Avant la lettre
Una indagación de los cuentos del ciberpunk remite a algunas de las revistas y las antologías en las que fueron recopilados. Las dos más importantes, ya mencionadas, serían publicadas en 1986, pero los relatos que las componen pertenecen al período de nacimiento. En Mirrorshades, una antología ciberpunk, Bruce Sterling realizó una selección abierta, con una flexibilidad libre de complejos. La diversidad de elementos es total. Excepto, sorprendentemente, el ciberespacio, todos los ítems del ciberpunk están representados, de forma repartida, entre los diversos cuentos. La antología se abre con uno de los mejores relatos que ha dado la ciencia ficción. “El continuo de Gernsback” (1981), de William Gibson, es una declaración de intenciones, una invitación a abandonar las limpias pero viejas formas del género por una posmodernidad sucia e imperfecta; “Los chicos de la calle 400” (1983), de Marc Laidlaw, desarrolla una historia apocalíptica de bandas urbanas; “Solsticio” (1985), de James Patrick Kelly, apuesta por los alucinógenos, la genética y la lírica; “Petra” (1982), de Greg Bear, es una alegoría postapocalíptica de carácter medieval; “Hasta que nos despierten voces humanas” (1984), de Lewis Shiner, presenta nuevas tecnologías genéticas en manos de grandes multinacionales; “Estrella roja, órbita invernal” (1983), de Gibson y Sterling, alude al fantasma tecnológico y político de la vieja Unión Soviética; “Mozart con gafas de espejo” (1985), de Sterling y Shiner, es una ucronía centrada en la expoliación de recursos.
Al lado de estas muestras de ciberpunk tangencial se encuentran relatos más canónicos. “Ojos de serpiente” (1986), de Tom Maddox, se sumerge en la simbiosis entre elementos cibernéticos y orgánicos, mientras que en “Rock On” (1984), Pat Cadigan se pregunta qué será del rock&roll en un futuro rendido al mercantilismo. Dos de los mejores cuentos responden al patrón ciberpunk más popular. “Zona libre” (1986), de John Shirley, transcurre en el mundo de su trilogía Eclipse, y en él se puede encontrar casi toda la parafernalia del subgénero. En “Stone vive” (1985), de Paul di Filippo, se narra el viaje del protagonista desde el submundo marginal de las ciudades hasta el mando de una multinacional poderosa. “Cuentos de Houdini” (1981), de Rudy Rucker, une la figura del mítico mago con la ucronía y es, con mucho, el cuento más alejado de las tesis ciberpunk.
Como puede apreciarse, la fecha de publicación de Neuromante parece constituir el ecuador en los cuentos reunidos en esta selección, marcando una diferencia de contenidos que en algunos casos se hace bastante obvia. La otra gran antología del subgénero es, precisamente, un monográfico que contiene los relatos cortos escritos por William Gibson. Publicada varios meses antes que la antología de Sterling, Quemando cromo reúne diez cuentos en total, de los cuales dos, “El continuo de Gernsbak” y “Estrella roja, órbita invernal“, como hemos visto, serían también publicados meses después en Mirrorshades. Otros tres pertenecen al mismo universo que la trilogía del Ensanche y comparten con Neuromante lugares y conceptos comunes, y por supuesto, un mismo estilo. Son “Johnny Mnemonic“ (1981), “Quemando cromo“ (1982) y “Hotel New Rose” (1984). También están presentes “Fragmentos de una rosa holográfica” (1977), el primer cuento publicado por Gibson, que guarda una cierta relación con el posterior “El mercado de invierno” (1985), y “Regiones apartadas” (1981), un relato en el que el autor demuestra que su toque personal es extensible a las historias de trasfondo espacial. También cuenta con dos colaboraciones: “La especie” (1981), con John Shirley, y “Combate aéreo” (1985), escrito a cuatro manos con Michael Swanwick.
La comparación entre estas dos antologías nos lleva de nuevo a la primera parte de este artículo. A pesar de la enorme variedad y trascendencia de Mirrorshades, es mayor la sensación ciberpunk que desprende Quemando cromo. La prosa de Gibson y el universo contenido en sus relatos está más cerca del núcleo del subgénero, pero la amplitud de conceptos que presenta la selección de Sterling enriquece la visión general e incluye en ella tanto a voluntarios como a invitados. Parte del éxito del ciberpunk se debe a esa inteligente estrategia. Durante aquellos años, muchos autores sin etiqueta previa se animaron a escribir cuentos que a partir de la antología se consideraron ciberpunkis. Fueron apareciendo en diversas revistas de ciencia ficción como The Magazine of Science Fiction o Isaac Asimov Science Fiction Magazine, pero principalmente en Omni, la publicación en la que la nueva corriente obtuvo un mayor apoyo. En sus páginas vieron la luz nada menos que diez de los relatos que aparecen en estas dos recopilaciones. La directora del apartado de ficción de la revista en esos años era Ellen Datlow, quien, tras suceder a Robert Sheckley en 1981, se mantuvo al mando hasta 1998. Precisamente, en 1995, como si de un acto de coherencia se tratara, Omni dejó de publicarse en papel y se pasó al formato digital. Años después, Datlow ha seguido la estela virtual y continúa actualmente con su labor en la web de género fantástico Reactor Magazine (Tor.com), donde lleva más de una década. Aguda ensayista y ganadora de varios grandes premios por sus antologías de género fantástico, se convirtió en parte activa del movimiento, hasta el punto de que ella misma se autodefinió como “la reina de la ciencia ficción punk”. Se puede comprobar su gusto por lo transgresor en una de sus numerosas antologías, Sexo alienígena (1990), una colección de relatos prologada por Gibson que cuenta, además, con escritores ciberpunkis como Lewis Shiner, Pat Cadigan o K.W. Jeter.
En los años de la eclosión, Pat Cadigan, a quien en un alarde de imaginación la crítica pondría el sobrenombre de “la reina del ciberpunk”, sólo se prodigó en la distancia corta, pero la carga de sus cuentos es inequívoca. Puede comprobarse en Matrices (1989), la antología en la que la autora los reunió años más tarde. Cadigan no formó parte del núcleo duro representado por el boletín Cheap Truth, pero la órbita de su ficción la situó en el campo de influencia de la revolución. El ciberpunk, como ya se ha mencionado, no era sólo el movimiento, formado por escritores con nombres y apellidos, era una corriente que acogía a obras y autores que podían identificarse o no con su escuela teórica. De hecho, durante aquellos años se produjo un enfrentamiento algo artificioso. El antagonismo del ciberpunk reivindicó una alternativa a la que se dio el nombre de “humanistas”, conformada por autores cuyas ficciones representaban temáticas y conceptos contrarios a los tratados por los ciberpunkis. Más literarios, con preocupaciones filosóficas y enfocados al elemento humano, sus argumentos se alejaban del high-tech y la parafernalia ciberpunk. En este grupo se buscó incluir a escritores como Kim Stanley Robinson, Connie Willis, Orson Scott Card, John Kessel o Howard Waldrop. Desde las páginas de Cheap Truth, Vincent Omniaveritas (Sterling) y los suyos respondían con reseñas y comentarios negativos, conscientes de que la polémica favorecía a la revolución. En los satíricos comentarios que Sue Denim (Shiner) realizó en el número 5 del “fanzine de una sola hoja” sobre el acomodamiento del género se citaban títulos de los humanistas. La crítica mordaz a La playa salvaje seguramente tuvo algo que ver con la beligerancia anticiberpunk posterior de Kim Stanley Robinson.
Pero si había polémica fuera de la corriente, también la había, en menor medida, dentro. Críticos y lectores, e incluso algún autor, reclamaron la paternidad del ciberpunk en obras anteriores a Neuromante. El caso de Kevin Wayne Jeter es el más llamativo. Al igual que ocurrió con Cadigan y otros tantos, su carrera posterior le colocaría en el campo de franquicias literarias como Alien Nation, Star Trek, Star Wars y, principalmente, las continuaciones de la película Blade Runner, con las que consiguió cierto éxito. Su primera novela, titulada Dr. Adder, fue escrita en 1972, pero publicada, al igual que la de Gibson, en 1984. El libro permaneció en el limbo durante 12 años. Al igual que ocurrió con El arco iris de gravedad, fue acusado de obsceno debido a las escabrosas escenas de sexo, drogas y violencia que se suceden en sus páginas. En unos Estados Unidos fragmentados, el doctor del título es un artista que realiza amputaciones, injertos y modificaciones de los organos de sus pacientes con fines sexuales. La historia, que fascinó a Philip K. Dick en su momento, incluye al propio genio de Chicago trasuntado en un locutor de radio móvil aficionado a la ópera alemana. La relación entre el uso de la tecnología y el poder y la correspondencia de los dos personajes principales con elementos contraculturales tienen gran relevancia en la novela, que aúna dickismo, terror y ciencia ficción en una atmósfera ciberpunk. Jeter escribió dos continuaciones independientes tituladas The Glass Hammer (1985) y Death Arms (1987), que junto a Dr. Adder conforman lo que el autor define como una serie temática.
En ese mismo orden, destaca el caso del escritor Vernor Vinge y su novela corta True Names (1981). Al igual que sucede con El jinete en la onda del shock, de John Brunner, muchos la reivindican como el auténtico origen del ciberpunk debido a los muchos puntos de contacto temático que tiene con Neuromante. En la novela, un hacker informático es obligado a realizar una misión en la que ha de localizar a un enemigo que al final resulta ser una Inteligencia Artificial. El protagonista, Roger Pollack, se pasea mentalmente por un lugar denominado “Other Plane” conformado por la red de ordenadores del siglo XXI, y utiliza un avatar llamado Mr. Slippery bajo el que oculta su identidad, ya que el conocimiento del nombre verdadero del usuario supone su inmediata captura. La trama presenta interconexiones con la red, anticipa el concepto de ciberespacio y está imbuida del carácter rebelde antisistema propio de los personajes del subgénero. Aunque como escritor Vinge optó posteriormente por la ciencia ficción dura, por cuyas obras fue multipremiado, una de las principales inquietudes intelectuales de su carrera fue la idea de la “Singularidad Tecnológica”, de claras resonancias ciberpunkis. Vinge teorizaba sobre el incremento de la ciencia y la tecnología, y presumía que la suma de ambos ámbitos, merced a la eficiente circulación y procesamiento actual de los datos, produciría un efecto exponencial que acabaría dando como resultado una singularidad que, poco más tarde, entre los años 2010 y 2040, dispararía la evolución de la humanidad hacia algo imposible de prever. En el centro de la idea, el percutor sería la creación de una IA más inteligente que el hombre.
Finalmente, llama la atención el caso del californiano Greg Bear, incluido desde fuera tanto en la corriente como en el movimiento y para quien el ciberpunk no fue mas que un extraño apartado en su currículo. Considerado una de las figuras fundadoras debido casi a una casualidad presencial, siempre manifestó su perplejidad al respecto. La publicación del relato Música en la sangre (1983), unida a su participación en la mesa redonda que tuvo lugar en la Convención Nacional de Ciencia Ficción de Austin en 1985 en la que se oficializó el ciberpunk, constituye uno de esos casos en los que estar en el momento justo y en el sitio adecuado resulta crucial. El cuento, alargado hasta novela dos años después, es un ejemplo notable de la rama transhumanista del ciberpunk. En realidad, con su idea de los noocitos, una biotecnología transformadora a nivel molecular, Bear adelanta la nanotecnología, proponiendo como resultado final de su uso un salto evolutivo que conduce a la especie al poshumanismo y, finalmente, al transhumanismo, una categoría futura posterior a la del ser humano.
Precisamente, Bruce Sterling abordaría la idea de una humanidad transformada por el uso de la tecnología en la serie de cuentos que conforma su universo mecanista/formista, escritos en los años de la eclosión del ciberpunk y reunidos posteriormente, junto con otros de carácter fantástico, en la antología Crystal Express (1989). En “Enjambre” (1982), “Rosa Araña” (1982), “Reina Cigarra” (1983), “Jardines sumergidos” (1984) y “Vida en la Era de los Mecanistas/Formistas: Veinte evocaciones” (1984) se narra el enfrentamiento de una poshumanidad dividida entre dos bandos que han dirigido su evolución por caminos distintos: los mecanistas, con el uso de implantes mecánicos, y los formistas, mediante avances genéticos. Sterling haría una incursión más larga en ese universo en una novela de carácter episódico titulada Cismatrix (1985), una odisea futurista en la que se muestra un Sistema Solar fascinante y una humanidad irreconocible. Antes de eso, en los años fundacionales, el principal propiciador del movimiento había publicado una de las novelas precursoras. El chico artificial (1980), su segunda novela, deja entrever aún una notable bisoñez en el autor, localizable en una falta de profundización y una pluralidad temática que colocan a la historia al borde de la dispersión, aunque también ofrece algunos puntos interesantes. Desde un enfoque punk, la acción transcurre en el planeta Reveria, donde la violencia prospera como deporte-espectáculo. La novela explora algunas de las preocupaciones del autor, a las que volvería con más oficio posteriormente, tales como entornos tecnificados, longevidad artificial y gerontología, o los juegos de poder en la política. No es una obra importante, pero el germen del ciberpunk ya reside en ella.
Al mismo tiempo que Sterling y Gibson van dando forma al género con sus respectivas contribuciones, los otros miembros considerados fundadores también participan con diversas obras en su nacimiento. Dentro de la paternidad reconocida del ciberpunk, John Shirley es el tercero en discordia. Para el propio Gibson, “John Shirley fue el paciente cero del cyberpunk, el primer foco del virus, certificablemente virulento”. Se trata de un autor todoterreno que también acabaría escribiendo novelas para franquiciados y guiones para televisión y cine. Su versatilidad lo llevó incluso a liderar bandas musicales de carácter pospunk y a escribir la letra de más de 20 canciones para Blue Öyster Cult. De uno de los temas del grupo procede el título de su primera novela, Transmaniacon (1979), una distopía punk con presencia de superpoderes en la que el autor comienza su próspero idilio literario con la anarquía y el rock & roll. Pero es City Come A-Walkin’ (1980), un near future en el que la ciudad de San Francisco hace las veces de IA manifestándose como un ser humano, la novela que deja auténtico poso en el movimiento merced a la gran cantidad de futuros tropos del ciberpunk que contiene. Gibson, de nuevo, aclara su importancia:
City Come A-Walking es, literalmente, una obra seminal; la mayoría de los elementos del movimiento aún por nacer nadan aquí en remolinos opalescentes del esperma literario de Shirley. Ese chico de Oregón con gafas plateadas.
Sin embargo, Shirley no publicará su obra más celebrada hasta 1985, con el ciberpunk en plena efervescencia. En la serie A Song Called Youth, también conocida como la trilogía Eclipse, se describe un mundo amenazado por fuerzas fascistas que, tras una escaramuza nuclear, intentan instaurar una distopía fundamentalista cuya expansión es combatida por la unión de distintos personajes procedentes de las calles. La serie ofrece rock&roll, drogas y guerrilla urbana en dosis concentradas.
El inclasificable Rudy Rucker se muestra como el más prolífico de todos los fundadores del movimiento. Entre novelas, ensayos y relatos, cuenta en aquellos años con más publicaciones que sus compañeros. Matemático, profesor y experto en tecnología de ordenadores, sus obras combinan con desquiciada imaginación vivencias estrafalarias con física cuántica, matemáticas con trascendentalismo. Sus cuentos del período de nacimiento ciberpunk están reunidos en la antología The 57hz Franz Kafka (1983). Obras como Spacetime Donuts (1981), The Sex Sphere (1983) o Señor del espacio y el tiempo (1984) son aclamadas por sus incondicionales, que le consideran el escritor ciberpunk original, aunque él se autodefine como un escritor “transrealista”. El transrealismo, según declara el propio Rucker en “A Transrealist Manifesto” (1983), es una alternativa al ciberpunk que consiste en combinar las experiencias autobiográficas con escenarios fantásticos propios del género, tal y como lo hacía Philip K. Dick, quien incluía sus alucinatorios procesos mentales en sus novelas. La obra más importante de Rucker en aquellos años, iniciadora de la tetralogía Ware y ganadora del premio Philip K. Dick, apenas cuenta con 160 páginas y lleva el título de Software (1982). Es una novela escrita con gran humor, que combina los temas de la robótica, la inteligencia artificial y la inmortalidad.
La aportación de Lewis Shiner, el último de los integrantes del núcleo duro, procede de sus numerosos cuentos y del contenido de sus artículos de opinión. En aquellos años publicó su primera novela, Frontera (1984), cuya acción transcurre en Marte. De aroma clásico, el ciberpunk apenas tiene presencia en sus páginas salvo en algún detalle, como el dominio del mundo por parte de las corporaciones o la importancia de una nueva tecnología en la trama. No parece, en todo caso, una novela importante para el subgénero. Y es que el peso de cada componente del núcleo duro en el movimiento es desigual y algo caprichoso; a veces responde más a su implicación que a sus ficciones. Por poner un ejemplo, se suele dejar fuera del movimiento a Bruce Bethke, a quien deben nada menos que el nombre. Su cuento titulado “Cyberpunk”, publicado en Amazing Science Fiction en noviembre de 1983, no sólo inspiró a Dozois para bautizar a la corriente con ese término, mezcla de la cibernética de Norbert Wiener y el movimiento punk, sino que es una clara muestra del subgénero en los términos establecidos por Sterling, pues combina manejo informático y adolescencia rebelde. Incluso la actitud de Bethke, quien escribió más material relacionado con el cuento hasta convertirlo en novela, fue ciberpunk en su renuncia a publicarla cuando le obligaron a cambiar el final.
Como se puede ver, el ciberpunk se gestó entre grandes obras, sofisticados discursos y pequeñas anécdotas, pero, cuarenta años después, Neuromante sigue brillando en el centro de todo. La novela de William Gibson fue el catalizador que recogió todo aquello, influencias y tropos, pasado y presente, y consiguió dar forma al conjunto. Su publicación aceleró un proceso que ya estaba allí, permeando toda la ciencia ficción de los años 80, producto de toda esta cantidad de relatos y novelas y de la influencia ejercida por una hoja de papel fotocopiada. La calidad literaria atesorada por Neuromante dirigió todas las miradas a eso que estaba ocurriendo bajo el suelo del género, un fenómeno al que unos pocos señalaban a gritos, pero que la mayoría veía pasar con el rabillo del ojo. Ya estaba presente, oculto a la vista, y fue la magistral novela de Gibson la que puso el cascabel al gato.
El ciberpunk, poco después
Así nació el ciberpunk, tras una gestación de cinco años, heredero del acervo acumulado durante décadas e hijo del ambiente propiciado por la tecnología y la contracultura de los años 80. Puede decirse que el primer llanto del recién nacido fueron los premios Hugo, Nebula y Dick otorgados a Neuromante, cuya concesión disparó los acontecimientos. Ya hemos hablado de algunos de ellos, así que intentaré sintetizar el rápido desarrollo y devenir del ciberpunk en unos cuantos párrafos. Como ya hemos visto, Gardner Dozois bautizó el movimiento con el nombre de un cuento de Bruce Bethke en diciembre de 1984, en un artículo publicado en el Washington Post titulado “Science Fiction in the Eighties”. En la primera LoneStarCon, la convención de ciencia ficción que tuvo lugar en Austin en 1985, una semana después de la WorldCon celebrada en Melbourne, seis escritores participaron en una turbulenta mesa redonda sobre el ciberpunk. Con el premio Hugo de Neuromante recién concedido, los ciberpunkis Rudy Rucker, Lewis Shiner, John Shirley, Bruce Sterling y Pat Cadigan, junto con Greg Bear, departían sobre la nueva corriente en medio de un ambiente reaccionario, alterado hasta el insulto por un impostado moderador, entre recriminaciones por parte de algunos miembros del público como Orson Scott Card. La impresión de Shirley, que abandonó la sala antes de tiempo y llegó a preguntar si el ciberpunk ya estaba muerto, no pudo estar más equivocada.
Los presentes en aquella mesa redonda, cuatro de ellos considerados junto a Gibson los autores canónicos del movimiento, pudieron ver en los años subsiguientes una auténtica explosión del fenómeno. En la segunda mitad de la década de los 80 fue publicada una ingente cantidad de relatos y novelas de carácter ciberpunk, acompañada y potenciada por un gran número de ensayos y material teórico. En 1986, además de la aparición de la antología Mirrorshades de Sterling, Michael Swanwick publicaba “The user’s guide to the postmoderns” en la revista Asimov’s, donde hacía un repaso a la nueva ciencia ficción, haciendo hincapié en la diferencia entre los ciberpunkis y los humanistas. El número de autores que en aquellos años abordaron las temáticas y los modos del subgénero en algunas de sus obras puede contarse por decenas. La variedad de las propuestas, los diferentes modos de abordaje y el mestizaje con otros subgéneros parecieron confirmar la visión del ciberpunk que Sterling había presentado en la antología Mirrorshades como subgénero plural, un repositorio de la diversidad creativa del momento en el que cualquier obra que contara con alguna de las temáticas ciberpunk, aunque fuera una sola, tenía cabida. Historias postapocalípticas, espaciales o bélicas, distopías con componentes ciber o de rebelión urbana y rock&roll. Una pequeña muestra de algunas de las obras más relevantes de aquellos años sirve para dar una idea de esa variedad temática:
- Ora:Cle (1984), de Kevin O’Donnell Jr.
- Hardwired (1986), de Walter John Williams
- Mindplayers (1987), de Pat Cadigan
- Pequeños héroes (1987), de Norman Spinrad
- Vacuum Flowers (1987), de Michael Swanwick
- Ambiente (1987), de Jack Womack
- Metrófago (1988), de Richard Kadrey
- Cuando falla la gravedad (1987), Un fuego en el sol (1989) y El beso del exilio (1989), serie de Marîd Audran / Budayen de George Alec Effinger
- Synners (1991), de Pat Cadigan
Fueron años intensos en los que el ciberpunk se estableció definitivamente y dejó para el futuro un buen puñado de historias extraordinarias que se asentarían para siempre no sólo en el campo literario, sino también en la cultura general. Su alcance tampoco se circunscribió al mundo anglosajón. Japón acogió al subgénero con devoción, añadiéndole perspectivas y estéticas propias que acabaron por impregnar su imaginería. El manga y el anime japoneses, con una tradición de años en el género mecha y su interés desmedido por la simbiosis entre hombre y máquina, implementaron los principios del ciberpunk en sus relatos y tuvieron una importancia extrema en su difusión y en el asentamiento de su estética. Es imposible abarcar el aluvión de mangas y animes que tocaron el subgénero durante aquellos años, pero pueden destacarse dos. La película Akira (1988), basada en el manga que Katsuhiro Otomo había comenzado a publicar en 1982, un postapocalíptico de marcado carácter punk, se ganó la condición de culto y supuso un auténtico espaldarazo en determinados círculos. El manga Ghost in the Shell (1989), creado por Masamune Shirow, pasaría también al anime 10 años después bajo la dirección de Mamoru Oshii. Su grafismo marcaría el canon en adelante, incluso en adaptaciones en imagen real recientes del cine norteamericano como la propia Ghost in the Shell (2017) o Alita, ángel de combate (2019).
Los años más productivos del ciberpunk se dieron entre 1985 y 1990. Durante ese lustro se publicó el mayor número de obras dentro de lo que se considera la ortodoxia del subgénero. Relatos, novelas, cómics, películas, videojuegos, moda… Desgraciadamente, su período de vida no fue más allá. Incluso en esto, el movimiento fue fiel a sus principios y a su espíritu revolucionario; su propia idiosincrasia acabó con él. Como ocurría con los replicantes de Blade Runner, su existencia llevaba marcada desde el origen la fecha de caducidad. “Una llama que arde con doble intensidad dura la mitad de tiempo”, había dicho Eldon Tyrrel, y el ciberpunk demostraba que el magnate tenía razón. En 1991, un par de artículos publicados por dos de los máximos representantes del movimiento certificaron su muerte. Lewis Shiner primero, en “Confessions of an Ex-Cyberpunk”, y Bruce Sterling poco más tarde, en “Cyberpunk in the Nineties”, título que por resonancia daba fin a lo expuesto en el artículo fundacional de Gardner Dozois, decretaron el fin de la historia. Desde el punto de vista que siempre había defendido Sterling, el motivo no podía ser más coherente. El movimiento fue una voz de la bohemia, una herramienta revolucionaria de la contracultura, y su objetivo la rebelión contra lo establecido. Años después de la victoria, ni las condiciones eran las mismas ni ellos podían ser unos revolucionarios.
Pero hoy en día hay que admitir que los ciberpunkis -veteranos de la ciencia ficción de cuarenta y tantos años, perfeccionando pacientemente su oficio y cobrando sus cheques de derechos- ya no representan a la bohemia underground. Ésta es también una vieja historia de la bohemia; es el castigo estándar por el éxito. El underground a la luz del día es una contradicción en sus términos. La respetabilidad no sólo atrae, envuelve activamente. Y en este sentido, el ciberpunk está incluso más muerto de lo que admite Shiner.
Sterling cierra el artículo pasando el testigo a la nueva generación e invitándola a encontrar su propio camino a la revolución. Pero aunque diera por muerto al movimiento, el subgénero continuó estando totalmente vivo. Siguieron apareciendo obras de indudable valor ciberpunk en los 90, pero pasaron a ser consideradas posciberpunk y sus autores fueron denominados de segunda generación. De hecho, ni siquiera una figura central de esa década como Neal Stephenson logró cambiar la consideración de segunda etapa. Sus novelas La era del diamante, en la que se hace un imaginativo uso de la nanotecnología, y especialmente Snow Crash, un ciberpunk afecto al canon que cambia la oscuridad por el colorido con una dinámica que lo acerca espiritualmente al cómic, convencieron a todo el mundo de que aquello no se había ido. Excepto a Sterling, que con su dialéctica impecable dio por enterrado el asunto.
(Stephenson) es una especie de cyberpunk de segunda generación. Pero no es un tipo del Movimiento: no está en Mirrorshades, no escribió para Cheap Truth, no conoce los apretones de manos secretos y no tiene un millón de años como el resto de nosotros.
Tal como apunta Damien Broderick en Reading by Starlight. Postmodern Science Fiction (1995), libro ya citado que estudia las claves de lectura de la ciencia ficción, y en especial del ciberpunk: “En menos de una década, copistas inferiores lo habían clonado cien veces y sus inventores lo habían abandonado”. De nuevo, la tesis de Sterling había sido aceptada, aunque la realidad demostrara más bien lo contrario. El movimiento ya no existía, pero el ciberpunk no había muerto; al contrario, siguió creciendo, evolucionando y arrojando títulos relevantes a lo largo de toda la década. Y no solo de la mano de Neal Stephenson. El escritor Jeff Noon publicó Vurt (1993), una ingeniosa vuelta de tuerca carrolliana, de gran calidad literaria, en la que el británico intentó “importar a William Gibson a Manchester”. En 1995, Bruce Bethke escribió Headcrash, una divertida sátira del ciberpunk que delataba su lado cómico, y ese mismo año se estrenó la adaptación cinematográfica de Johnny Mnemonic, que demostró lo difícil que era trasladar la prosa de Gibson a otros medios. El exponente máximo del ciberpunk en el séptimo arte, una película a la altura de sus grandes obras literarias, llegaría un poco más tarde. Matrix (1999) fue una auténtica joya que influiría en el cine posterior, innovadora en las formas y ejemplar en cuanto a su representación del subgénero. Su éxito revitalizó un fenómeno que, lejos de estar finiquitado, demostraba año tras año que había llegado no sólo a la literatura, sino al mundo cultural para quedarse.
El siglo XXI, inmerso en la trilogía Matrix, comenzó a toda máquina. Hasta hoy, se han seguido produciendo un gran número de obras que han tocado el ciberpunk directa o tangencialmente. En Accelerando (2005), un fix-up de nueve cuentos previos, Charles Stross llevó a su desarrollo lógico la idea de la Singularidad Tecnológica. La serie más canónica en la primera década, incluido el tono noir, fue la de Takeshi Kovacs. Escrita por Richard K. Morgan, se trata de una trilogía conformada por Carbono modificado (2002), Ángeles rotos (2003) y Furias desatadas (2005). Fue adaptada como serie de televisión, al igual que otras muchas novelas ciberpunkis.
Durante estos últimos años, la llegada de las plataformas digitales y su alta necesidad de contenidos ha encontrado un filón en el género fantástico, y el ciberpunk se ha mostrado como una enorme fuente de inspiración. Ha habido adaptaciones directas, reinterpretaciones e incluso obras que han presentado claras similitudes con novelas de los años 80, con Neuromante a la cabeza. La que seguramente sea la mejor película de cf del siglo XXI, Her (2013), dirigida por Spike Jonze, parafrasea el final de Neuromante, dando la misma solución extraterrestre para acabar con la soledad de la IA central de la historia; el protagonista de Origen (2010), de Christopher Nolan, es un trasunto del que protagoniza la novela de William Gibson, un exiliado que tiene problemas para interconectarse con una realidad distinta, un espacio onírico que hace las veces de ciberespacio, al que ofrecen la restitución si logra cumplir con éxito una misión.
La literatura, el cine y el cómic continúan vendiendo historias de esencia y ropajes ciberpunkis. Los videojuegos, que tanto tienen que ver con la propia ficción ciberpunk, son consumidos en masa. El duelo sostenido a lo largo de estas décadas entre Shadowrun y Cyberpunk, desde sus orígenes a finales de los años 80 como juegos de rol hasta sus actuales versiones en videojuego, no habría existido sin Neuromante. V no habría podido luchar en las calles de Night City si Case no hubiera recorrido antes las de Chiba City.
En nuestros días el ciberpunk no sólo sigue vivo, sino que ha moldeado gran parte de la ficción de género fantástico e incluso de la cultura popular. Su visión ha ido creciendo desde aquel lejano comienzo de los años 80, llegando a resonar en nuestro presente sin diluirse, con una especificidad que ningún movimiento de la ciencia ficción había logrado antes. En cuanto a sus padres directos, los caminos de Bruce Sterling y William Gibson han seguido durante estos últimos cuarenta años las mismas directrices que los hicieron populares. Se reunieron para escribir a cuatro manos La máquina diferencial (1990), una novela de enorme relevancia dentro de otro subgénero de gran éxito surgido al socaire del ciberpunk. El steampunk sitúa sus ficciones generalmente en mundos fantásticos de fisonomía victoriana. Son ucronías de ambientación retrofuturista en las que la tecnología de vapor ha seguido caminos muy distintos a los actuales y en los que la estética se impone a todo lo demás. Se trata de un subgénero que cuenta con multitud de lectores, premios y festivales, cuyo principal atractivo parte de su imaginativa estética.
Tres años después de Cismatrix, Sterling publicó Islas en la Red (1988), una obra inequívocamente ciberpunk, y a partir de ahí fue alejándose poco a poco del corazón del subgénero. En novelas como La llama sagrada (1996) o Distracción (1998) continuó mostrando su carácter crítico, el cual no ha abandonado en ningún momento. En el cambio de siglo encabezó el Movimiento Viridiano a través de otro manifiesto en cuyas primeras líneas ya anunciaba la muerte de la posmodernidad. Las similitudes reivindicativas de sostenibilidad y gestión de recursos de ese movimiento con las del creciente ecologismo procedente del cambio climático acabó haciéndolo desaparecer. Después de eso, Sterling ha continuado publicando novelas este siglo. En ellas, su ficción se muestra como un espejo de sus habituales preocupaciones, derivando entre el ciberpunk, el tecno-thriller y el ecologismo.
William Gibson, quien para los seguidores neurománticos es el principal responsable de la parte literaria de la corriente, ha continuado asentando la imagen del subgénero escribiendo y publicando grandes novelas, todas ellas enmarcadas en trilogías, y demostrando que es su prosa la que marcaba la diferencia. A Neuromante la siguieron Conde cero (1986) y Mona Lisa acelerada (1988), con las que conformó la trilogía del Ensanche. La trilogía del Puente, compuesta por Luz virtual (1993), Idoru (1996) y Todas las fiestas de mañana (1999) continuó estando radicada en un futuro próximo, pero no así la siguiente. Las novelas Mundo espejo (2003), País de espías (2007) e Historia cero (2010), que forman la llamada trilogía de la Hormiga Azul, transcurren en el presente, y sin embargo, la sensación de futuro no se ha ido. Desprovista del elemento fantástico, su narrativa sigue proyectando al lector veinte minutos por delante de su tiempo. Actualmente, Gibson está inmerso en la publicación de una nueva trilogía, la del Jackpot, que de momento incluye las novelas The Peripheral (2012) y Agency (2020).
Han pasado décadas desde que William Gibson escribiera aquel cuento titulado El continuo de Gernsback, pero su escritura y su estilo siguen siendo tan singulares como identificables. En aquella historia, presente en las dos grandes antologías seminales del ciberpunk, el protagonista trataba de realizar un reportaje fotográfico del pasado para una revista, pero acababa viéndose asaltado por imágenes paralelas de esa época, por los escenarios y elementos de la ciencia ficción que trufaban las revistas de Hugo Gernsback en los años fundacionales del género. Las ciudades limpias, las altas torres y las cúpulas, los brillantes y enormes vehículos, las anchas autopistas de numerosos carriles y, sobre todo, los blancos protagonistas de raza aria con sus blancas túnicas. El final del cuento rechazaba todo eso con desagrado, abogando por nuestra realidad sucia e imperfecta. En lo literario, era un aviso y una declaración de intenciones de aquello que venía a sustituir a la ciencia ficción caduca, un adelanto de la llegada del sucio y ruidoso ciberpunk. Cuarenta años después, se ha convertido en una paradoja. Porque hoy la realidad ha certificado el triunfo del relato. El presente en el que estamos inmersos se ve cercano a como lo describió Gibson y sus epígonos. El manto del ciberpunk nos cubre a todos.
Los coches eléctricos Tesla, los implantes cerebrales Neuralink y la red social X son proyectos en manos de un mismo empresario; a Elon Musk sólo le falta construir su sede en una gran pirámide. Los gigantes corporativos Microsoft y Google, con OpenAI como invitado, compiten por tener la IA más avanzada; ChatGPT, Gemini y Copilot anuncian adelantos cada vez más asombrosos prácticamente cada semana. El smartphone es ya una extensión de nuestros cuerpos y nuestras mentes; cada vez hay más casos de adolescentes que padecen síndrome de abstinencia sin internet. El poder de los medios es cada vez mayor; las fake news engañan a la población y cambian gobiernos. Pasamos más tiempo en internet que en la vida real; nos relacionamos más por redes sociales y whatsapp que en directo. La creciente gentrificación de los barrios marginales está generando un nuevo tipo de lucha urbana. El fentanilo…
Vivimos en el continuo de Gibson. Todo nos recuerda al ciberpunk, una corriente intelectual y literaria que nació hace cuatro décadas y que supo leer con precisión su presente. Tanta, que sus ficciones conforman en gran parte el nuestro. Sólo hay que volver a Neuromante y leer la primera frase para asombrarse de su capacidad proyectiva y comprender de golpe que nuestra realidad está encerrada en una pantalla.
El cielo sobre el puerto era del color de un televisor sintonizado en un canal muerto.