El nacimiento del ciberpunk. Eclosión (4 de 4)

La periferia

Algo se cocía en los 80. La nueva generación de escritores fue agrupándose en torno a una serie de ideas y publicando interesantes novelas alrededor de ellas, aunque es la aparición de Neuromante la que concreta la nueva sensibilidad y el carácter distinto de la corriente. Diferentes novelas y relatos publicados en los primeros años de la década tenían un definitivo tono y carácter ciberpunk, pero es la obra de Gibson la que representa a todas, pues sintetiza y concreta el alma de lo que se intuye como una nueva rama de la ciencia ficción, presentando un futuro que suena a muchos, pero que no se había visto antes. No es apocalíptico, no está al borde de la destrucción ni, en el otro extremo, es la utopía cósmica que exhibe la space opera. Es, seguramente, la lógica evolución de nuestra sociedad, un futuro cercano más creíble que los aparecidos anteriormente y que presenta los grandes rasgos de la civilización del siglo XX y muchos de sus vicios multiplicados: redes informáticas, piratería digital, grandes corporaciones, marketing y merchandising alienantes, biotecnología, drogas de diseño, globalidad y multiculturalidad, tribus urbanas y, en definitiva, una nueva sensibilidad humana asentada sobre los elaborados productos de desecho de la época de la razón. El gran acierto de Neuromante es fundir el producto destilado de todos los escritores de décadas anteriores con la sensibilidad de sus coetáneos y darle una forma novedosa, moderna, presta a la identificación del lector de ciencia ficción de finales del siglo XX, abrumado ciudadano inmerso en la realidad de un mundo que se encuentra, más que nunca, al borde del futuro.

Antes de que Gibson ejerciera de partero, distintos autores recién llegados al género fueron tocando en esos mismos años los escenarios y los elementos temáticos que conformarían el ciberpunk, anticipándose a lo que había de venir. Lo hicieron con tal clarividencia que muchas de sus obras posteriores, realizadas años después de ser bautizada la corriente, encajan peor en la categoría que las que publicaron durante el primer lustro de la década. Si seguimos la definición amplia de Sterling, se trata de obras inequívocamente ciberpunkis, pertenecientes al subgénero en la misma medida que la propia Neuromante. El poso dejado por esas novelas y cuentos fue crucial para la inevitable eclosión del movimiento. Tanto como los otros medios artísticos de los cuales el ciberpunk extrajo la fisonomía de sus escenarios y muchos de sus elementos estéticos. El recuerdo del ciberpunk asentado en el imaginario colectivo, el trasfondo en el que transcurren gran parte de las historias narradas por los autores ciberpunkis, procede del cine y del cómic e incluso de la música de aquellos años.

Sigue leyendo

Así se pierde la guerra del tiempo, de Amal El-Mohtar y Max Gladstone

Así se pierde la guerra del tiempoLa metamorfosis de los usos y costumbres de la ciencia ficción son curiosas. Hace seis décadas, en los primeros años del premio Hugo, una novela como Así se pierde la guerra del tiempo, de más de 50000 palabras (60000 en español), habría sido candidata en la categoría de mejor novela; así lo atestiguan “libritos” como El hombre demolido, Un caso de conciencia, Estrella doble, Estación de tránsito… Hoy, sin embargo, se considera demasiado breve para esa categoría y se introduce en la de novela corta, violentando su límite superior cuando, claramente, merecía haber competido con sus pares en Mejor Novela. Y es una pena porque habría sido una más que digna finalista, si no ganadora. Amal El-Mohtar y Max Gladstone culminan un canto de amor a la ciencia ficción en un ejercicio de síntesis que es mucho más que un homenaje a multitud de historias. Lo atestiguan su argumento y multitud de guiños (argumentales, textuales…) desperdigados a lo largo y ancho de su extensión. De ahí que, en esta reseña, terminen guiando mi recomendación.

En esta guerra en el tiempo entre dos facciones es inevitable ver una puesta al día de la Guerra del cambio. Aquella lucha por la dominación universal entre arañas y serpientes alrededor de la cual Fritz Leiber escribió una novela y varios relatos (“No es una gran magia”, “Movimiento de caballo”, “Intenta cambiar el pasado”) y asentó gran parte de los estereotipos sobre los conflictos temporales. También se hace evidente la materia prima de las historias formistas-mecanistas de Bruce Sterling, con ese enfrentamiento entre un transhumanismo alrededor de la tecnología-máquina y su alternativa capitalizada por la ingeniería biológica. Hasta unos extremos que sólo los lectores de Cismatrix (y Crystal Express) pueden atestiguar.

Esta vertiente de la singularidad ejerce de materia fundacional de Así se pierde la guerra del tiempo. El salto brutal en el progreso humano permite a los dos bandos luchar adelante y atrás en el tiempo; manipular su curso introduciendo semillas del cambio mientras se podan otros hilos gracias a una tecnología indistinguible de la magia. Las invenciones humanas ponen a nuestro servicio un universo convertido en arcilla tal y como reafirman los diversos planos narrativos: en la relación epistolar entre las dos protagonistas, Roja y Azul, un diálogo repleto de alusiones a interpretar sobre ese toma y daca; y en los fragmentos que rellenan los espacios entre misivas en los que un narrador omnisciente expone el descubrimiento de la siguiente carta. Así lo enfatizan El-Mohtar y Gladstone con una retórica que reformula los campos semánticos de muchas palabras para ampliar sus significados.

Sigue leyendo

Subsolar, de Emilio Bueso

SubsolarSiempre es difícil concretar la calidad individual de la novela que cierra una serie. Su valor intrínseco está estrechamente relacionado con la conclusión de la historia que se ha estado desarrollando en los libros anteriores. No debería ser así, pero el último volumen suele acabar ejerciendo la función de mero instrumento finalizador. Con Subsolar esto no ocurre, debido a una determinada particularidad. Mientras que la separación entre la primera y la segunda parte estaba bien delimitada, en esta tercera entrega no hay una marca diferenciadora con respecto a dónde dejó la trama al lector en el libro anterior. La última parte de la trilogía “Los ojos bizcos del sol” parece más bien la segunda mitad de Antisolar, sin pausas en la continuidad y sin otra diferencia que el cambio de escenario. Tampoco se dan los consabidos apoyos de oficio con los que se suele refrescar la memoria de lo sucedido en los libros precedentes, para que el lector recuerde cómo se llegó a esta situación hace ya más de un año, de tal modo que el principio invita a releer los últimos capítulos de la segunda novela. Así pues, la sensación de unidad es mayor y elude el peligro de parecer un mero apéndice. En ese aspecto, recuerda a aquellos volúmenes que Ediciones B dividía en dos entregas debido a su largo número de páginas (Neal Stephenson y otros tochos semejantes). En este caso, la extensión no parece ser el motivo del corte y tengo el convencimiento de que la publicación en un único tomo, hecho que sucederá pronto, será más satisfactoria.

Con independencia de cómo ejecuta la suerte suprema, asunto que trataré más tarde, Subsolar es una novela que se muestra a la altura de las precedentes, convirtiendo la regularidad en una de las virtudes de la serie. La historia sigue entreteniendo por divertida y original, aunque la sorpresa por el novum que hace interesante todo el ciclo —ese mundo en simbiosis con moluscos, insectos y ahora arácnidos— vaya a menos, como es normal. La peripecia es, quizás, la que menor variedad ofrece, pues lo que se desarrolla en sus páginas es un periplo continuado por el desierto con parada en varios núcleos de población, algo monótono en cuanto al viaje de los héroes, que hasta ahora había recorrido una gran diversidad de escenarios. Sin embargo, las diferencias entre esos distintos centros urbanos están bien marcadas, su exotismo bien trabajado. Como mandan los cánones de la fantasía, hay una gran batalla final que, contada desde el punto de vista del narrador, recordemos que en primera persona, produce un efecto de inmersión potente, sin que penalice el contra efecto inevitable de ocultar el plano general de la batalla.

Sigue leyendo

La vida secreta de los bots y otros relatos

La vida secreta de los botsTres lustros lleva Gigamesh regalando un volumen especial por el día del libro en determinadas tiendas. Desde 2003 hemos tenido adelantos, colecciones de relatos, novelas más o menos breves y no ficción. No todo al mismo nivel, claro, pero con una nota media alta, con grandes obras de Harry Harrison, los hermanos Strugatski, Richard Matheson, John Clute, Tim Powers o Roy Lewis. Un campo de nabos sin par. Por lo que cuenta la introducción de La vida secreta de los bots y otros relatos, en los próximos años vendrán libros similares a éste. Antologías seleccionadas de los The Best Fantasy and Science Fiction of The Year, con un puñado de ficciones breves que, si bien no solucionen el mínimo caudal que se traduce, funcionen de sorbito para mitigar un poco la sed.

La jerarquía del título apunta hacia “La vida secreta de los bots” como el plato principal, premio Hugo de 2018 y, curiosamente, el que menos me ha gustado de la antología. Con unos mimbres tradicionales, Suzanne Palmer relata cómo un robot de una generación vetusta es reactivado para retornar al servicio en una desvencijada nave, la última línea de defensa de una Tierra amenazada con la destrucción por un proyectil lanzado por una especie alienígena. Mientras el bot número 9 rastrea un parásito que pone en riesgo la maquinaria, se relaciona con el resto de bots de generaciones más recientes, se adapta a su particular shock del futuro y hace lo posible por obviar a la tripulación, acogotada por su inoperancia, la trascendencia de su misión y una muerte casi segura. En este contexto, el número 9 se convierte en cicerone de un entorno cerrado que representa a un planeta en descomposición en el trámite de recibir el tiro de gracia.

Sigue leyendo

Islas en la red, de Bruce Sterling

Un artículo-tipo que aparece de vez en cuando en los sectores menos ilustrados y más feos del periodismo cultural, es aquel en el que se le reprocha a la ciencia ficción su incapacidad para la predicción exacta del presente en general y la cacharrería tecnológica que esté de moda en ese momento, en particular. “NOOOOOO, SO BURROOOOOOOOOOS”, me indignaba yo interiormente cuando leía en algún artículo la típica parida sobre los móviles en Neuromante, “la sagrada misión de la ciencia ficción es especular sobre el futuro a partir del presente, explorar la forma en que la tecnología influye en la sociedad y, A PARTIR DE TODO ELLO, REDEFINIR LA SITUACIÓN DEL SER HUMANO RESPECTO AL MUNDO” (en realidad estaba dando voces en la sala de espera del psiquiatra). Sin embargo, lo contrario también me parecía un poco trampa, es decir, no me resulta especialmente valioso que una novela de cf acertara en un detalle tecnológico u otro si luego el conjunto no estaba a la altura, literariamente hablando, o no cumplía los preceptos de la sagrada misión antes voceada, lo que no valía en una dirección no podía valer en la otra. Pero hete aquí que cayendo en una de mis innumerables contradicciones (o no teniendo nada mejor con lo que arrancar la reseña) he escogido Islas en la red para este clásico polvoriento porque lo acertó TODO sin que nos diéramos cuenta cuando la leímos en su día, aunque, y esto es, creo, clave de su caída en el semiolvido, sacrificaba parte de lo artístico (o literario) por el camino.

Sigue leyendo

El zoo de papel y otros relatos, de Ken Liu

En el relato “Lo hermoso y lo sublime” de Bruce Sterling, el escritor tejano plantea un futuro en el que los robots y las inteligencias artificiales se han hecho cargo del progreso científico, de las ciencias duras, la ingeniería, la mecánica y la investigación. Como consecuencia se produce una profunda transformación de la civilización; de la carrera tecnológica y la competitiva lucha por el control de los recursos se pasa a una pacífica utopía humanista basada en la abundancia. La “inteligencia” analítica y racional se encuentra a disponibilidad de cualquiera, por lo que ya no vale nada y los valores que rigen este mundo futuro son la la pasión, la emoción, la intuición, el amor romántico, el decoro, lo emotivo, el yo, la sensibilidad y el melodrama, donde el éxtasis estético de lo bello y lo sublime es a lo máximo que puede aspirar la humanidad.

No se trata de un relato excepcional, pero sí resulta muy interesante, ya que aquí es donde se aprecia con más claridad un recurso que Sterling ha empleado muchas veces en sus obras; nos presenta esta sociedad utópica vista a través de los ojos de sus propios miembros, lo que produce un curioso efecto en el lector, que se encuentra peleando con unos personajes que se comportan como auténticos cretinos (el efecto Laura Webster). Por supuesto, no lo son, simplemente no los podemos entender. Este recurso condiciona el relato tanto en lo formal como en lo argumental, el cuento toma forma de comedia romántica de enredo escrita en un estilo afectado, en la que se narra la historia de De Koonig, un artista de éxito que ha de recuperar a Leonia, el amor de su vida, prometida por su padre a un ingeniero fabricante de ultraligeros, el técnico Somp. Finalmente, la sensibilidad y el amor verdadero triunfan sobre la mecánica y la grasa. Al finalizar el relato, asistimos a la escena de despedida entre el triunfante De Koonig y un abatido Somp, un socialmente torpe morlock representante de la vieja cultura ya obsoleta, que se ha quedado compuesto, sin novia y sin ultraligero. —Maldita sea —le espeta un amargado Somp a De Koonig—, nosotros fabricamos cosas, intentamos entender el mundo, no nos dedicamos a recitar de memoria versos de Catulo en latín para ligar en la oficina. Moñas, que eres un moñas. (Traducción muy creativa de mi cosecha).

Pues bien, El zoo de papel podría ser perfectamente una obra escrita por De Koonig, apologética de los valores de este mundo creado por Sterling, y yo sería Somp, el amargado técnico sin futuro.

Sigue leyendo

Cismatrix, de Bruce Sterling

Cismatrix

Cismatrix

Si algo ha perjudicado al cyberpunk en su toma de contacto con el lector español es que, en general, es un subgénero que hemos conocido de oídas o por su pálido reflejo, meramente estético y superficial, en otros campos de la cultura popular como el cine, la música o la animación japonesa. Problema agudizado por el efecto distorsionador de muchas obras tardías o derivativas, explotación comercial de un subgénero cuyos fundadores habían abandonado ya. Hasta que al final se ha tomado la parte por el todo, es decir, Neuromante y todo lo que vino después, como plantilla de una corriente más diversa de lo en un principio podría parecer. Que obras claves del movimiento permanezcan aún inéditas contribuye a crear esta deformada imagen popular del cyberpunk como una enorme urbe decadente donde personajes marginales se ven envueltos en confusas tramas construidas a base de los peores clichés del género negro, abundante quincallería tecnológica y virtual, capitalismo extremo y un corto y aburrido etcétera. Paradigma de esta situación lo tenemos en el retraso de veinte años con que nos llega por fin Cismatrix, obra emblemática del subgénero, la seminal y ambiciosísima space opera de Bruce Sterling cuya onda expansiva aún se puede sentir en la ciencia ficción moderna (sobre todo en la nueva space opera británica desde Alastair Reynolds hasta Charles Stross). La obra que atestigua que el cyberpunk era mucho más que estética vacua, el cyberpunk era una actitud, una literatura reflejo del mundo, de los temores, ansiedades y deseos de su época que todavía es un poco la nuestra.

Sigue leyendo