Neverwhere, de Neil Gaiman

NeverwhereFormo parte del grupito que no siente demasiado aprecio por la literatura de Neil Gaiman. Para contextualizar esta opinión aclaro que lo mantengo por Sandman, con todos sus trabas como tebeo, o varios relatos. Y tiene bastante de prejuicio. Al poco de traducirse tropecé con American Gods, una novela irregular cuyo único atractivo, para mi, estuvo en las historias personales de esos dioses en su llegada al Nuevo Mundo y sus posteriores problemas para subsistir en competencia con las deidades surgidas durante el siglo XX. La materia que forma al personaje de Sombra y su viaje personal me parecieron, por ser fino, anodinos. Hice cruz y raya con esta faceta de su escritura hasta que en la Tertulia de Santander se propuso como libro de lectura Neverwhere; su primera novela en solitario escrita a partir de un guión del propio Gaiman para una miniserie de la BBC. Mis sensaciones han reproducido las pautas de mi recuerdo de American Gods, una opinión con su riesgo; a priori puede haber mucho de mímesis en este juicio.

Neverwhere es el enésimo relato de un personaje que se inicia en otro mundo en contacto con el nuestro, en la línea de Los que pecan, de Fritz Leiber, o el universo de “Entre líneas”, de José Antonio Cotrina. El gran tropo vertebrador de la obra de Gaiman. Fue la base de Los libros de la magia, era una de las pautas más repetidas en las historietas de Sandman y, poco después de Neverwhere, regresaría a él en Stardust o en Coraline. Richard Mayhew, un aburrido oficinista llegado unos años antes a Londres para buscarse la vida, se cruza en el camino de Puerta, una joven que está siendo cazada por el Sr. Croup y el Sr. Vandemar. Este par de sicarios utilizan todo su poder sin misericordia, con el pie pisando el acelerador sin importarles las consecuencias. Al ayudar a Puerta, Mayhew sella su destino y termina sumergido en el Londres de abajo, el submundo entretejido con nuestro Londres, poblado por criaturas legendarias y quienes han padecido esa misma “elevación”.

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La odisea de Green, de Philip José Farmer

La odisea GreenEste es el primer libro de La biblioteca del laberinto que aparece en C, una efeméride un poco injusta a la hora de reconocer el trabajo de su editor, Francisco Arellano. Lleva años apostando bien por autores españoles, viejos y nuevos; bien por títulos de escritores largamente olvidados por nuestro mercado editorial (Henry Kuttner, C. L. Moore); bien por la traducción de obras más recientes que, en algunos casos, de ser el contexto más propicio, habrían aparecido en colecciones de primera línea en librerías (El ángel de Pasquale, de Paul McAuley). Llevo unos años muy alejado del tipo de literatura que suelen publicar, pero la recuperación de un Farmer inédito, su primera novela impresa, me ha servido para solucionar esta falta en el nutrido “fondo” con el cual contamos en la web.

La odisea de Green es una aventura pulp heredera de las historias de Marte o Venus de Edgar Rice Burroughs. Green, su héroe terrestre, quedó varado en otro mundo y, tras servir como esclavo en una sociedad medievaloide, haber formado una familia con la antigua concubina del duque, Amra, y ascendido hasta la posición más elevada permitida por su condición, tiene la oportunidad de huir hacia la Tierra: una nave se ha estrellado en otra ciudad y sus dos ocupantes han sido hecho prisioneros. Para escapar necesita llegar hasta allí y liberarlos, algo que requerirá cortar lazos con sus dueños y con su nueva familia. Todo esto se revela una tarea más complicada de lo previsto: por la tela de araña construida a su alrededor, por la determinación de Amra y por la geografía alienígena del planeta. Para alcanzar su destino debe atravesar un mar de hierba inmenso, perfectamente navegable en la tradición de las praderas oceánicas de la ciencia ficción, con sus peligros y misterios.

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Así se pierde la guerra del tiempo, de Amal El-Mohtar y Max Gladstone

Así se pierde la guerra del tiempoLa metamorfosis de los usos y costumbres de la ciencia ficción son curiosas. Hace seis décadas, en los primeros años del premio Hugo, una novela como Así se pierde la guerra del tiempo, de más de 50000 palabras (60000 en español), habría sido candidata en la categoría de mejor novela; así lo atestiguan “libritos” como El hombre demolido, Un caso de conciencia, Estrella doble, Estación de tránsito… Hoy, sin embargo, se considera demasiado breve para esa categoría y se introduce en la de novela corta, violentando su límite superior cuando, claramente, merecía haber competido con sus pares en Mejor Novela. Y es una pena porque habría sido una más que digna finalista, si no ganadora. Amal El-Mohtar y Max Gladstone culminan un canto de amor a la ciencia ficción en un ejercicio de síntesis que es mucho más que un homenaje a multitud de historias. Lo atestiguan su argumento y multitud de guiños (argumentales, textuales…) desperdigados a lo largo y ancho de su extensión. De ahí que, en esta reseña, terminen guiando mi recomendación.

En esta guerra en el tiempo entre dos facciones es inevitable ver una puesta al día de la Guerra del cambio. Aquella lucha por la dominación universal entre arañas y serpientes alrededor de la cual Fritz Leiber escribió una novela y varios relatos (“No es una gran magia”, “Movimiento de caballo”, “Intenta cambiar el pasado”) y asentó gran parte de los estereotipos sobre los conflictos temporales. También se hace evidente la materia prima de las historias formistas-mecanistas de Bruce Sterling, con ese enfrentamiento entre un transhumanismo alrededor de la tecnología-máquina y su alternativa capitalizada por la ingeniería biológica. Hasta unos extremos que sólo los lectores de Cismatrix (y Crystal Express) pueden atestiguar.

Esta vertiente de la singularidad ejerce de materia fundacional de Así se pierde la guerra del tiempo. El salto brutal en el progreso humano permite a los dos bandos luchar adelante y atrás en el tiempo; manipular su curso introduciendo semillas del cambio mientras se podan otros hilos gracias a una tecnología indistinguible de la magia. Las invenciones humanas ponen a nuestro servicio un universo convertido en arcilla tal y como reafirman los diversos planos narrativos: en la relación epistolar entre las dos protagonistas, Roja y Azul, un diálogo repleto de alusiones a interpretar sobre ese toma y daca; y en los fragmentos que rellenan los espacios entre misivas en los que un narrador omnisciente expone el descubrimiento de la siguiente carta. Así lo enfatizan El-Mohtar y Gladstone con una retórica que reformula los campos semánticos de muchas palabras para ampliar sus significados.

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Las espadas de Lankhmar, de Fritz Leiber

Las espadas de LankhmarGigamesh está recuperando buena parte de su catálogo en Omniun. Un formato con una relación calidad-precio intachable que ha sepultado el recuerdo de sus primeros libros de bolsillo, aquellos volúmenes ilegibles con letra minúscula. Una de las iniciativas más destacables dentro de la colección es la reedición de los libros de Lankhmar con las cabeceras originales, tal y como fueron publicados por primera vez en la colección Fantasy de Martínez Roca. No resulta tan económica como los dos tomos donde ya habían reunido los siete libros, pero puede ser más apetecible para quien no desee embarcarse en la aventura de pagar 60 euros de una tacada. Y cuentan con el mismo valor añadido: una nueva traducción fiel al brío del texto original de Leiber.

Los libros de Lankhmar admiten dos posibles comienzos. La primera elección es la de perogrullo: Espadas y nigromantes reúne las primeras historias protagonizadas por Fafhrd y el Ratonero Gris y “Aciago encuentro en Lankhmar”; la novela corta en la cual ambos personajes unieron fuerzas y que, con un par de relatos de Howard, ejerce como la obra clave de la espada y brujería. Además, ahí está la alternativa de empezar con Las espadas de Lankhmar, el quinto volumen de la serie y, a la sazón, la única novela del ciclo. No depende de esa engorrosa continuidad que amenaza con la necesidad de recordar las desventuras anteriores de los protagonistas. Algo que, también es cierto, comparte con la inmensa mayoría de los relatos. Esa independencia se subraya desde la propia construcción de su argumento: Fafhrd y el Ratonero Gris están separados parte de su extensión en una serie de correrías ideadas para experimentar Lankhmar y las costas del Mar Interior como si todo fuera un descubrimiento.

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Fracasando por placer (XVI): Selecciones de pequeñas obras maestras Géminis 6. Ed. Géminis, 1968.

Geminis CF

El reciente artículo del propietario de esta casa acerca de una antología de Robert F. Young me abrió la curiosidad por leer «Little Dog Gone», el único cuento con el que consiguió ser finalista del Hugo. Cuando me disponía a ello en inglés, descargando el enlace a un pdf que un amable lector había remitido en los comentarios, se me ocurrió hacer una búsqueda por si estaba en castellano; en particular, porque no me resulta cómodo del todo leer revistas en la tablet, soy así de viejuno. Y en efecto, había una versión, pero también estaba ahí una de las peores noticias posibles: la traducción era de F. Sesén, un nombre que despierta en mí escalofríos, llanto y crujir de dientes.

Como el volumen en cuestión estaba literalmente al alcance de mi mano, la estiré. Y tras leer unas líneas no pude dejarlo; es lo que tienen los confinamientos, que uno se aferra a cualquier pasarratos. Una vez terminado el cuento, me dije: creo que no he leído esta antología. A ver el resto. Es el tipo de caprichos por el que sí hago esta sección irrelevante en vez de leerme las últimas novedades, que fue una obligación que afronté muchos años y ahora no me apetece casi nada. Prefiero que me recomienden, pero encuentro que prácticamente sólo aquí en C hay consejos fiables que no son de amigos que se deben favores o quieren procurárselos, con lo que me pierdo muchas cosas.

Sesén tradujo el relato como «El perrido», porque a lo largo de su carrera profesional hizo cosas mucho peores y tampoco pasó nada. Sin embargo, la versión esta vez resulta legible, lo que me animó a seguir leyendo. Es uno de esos cuentos amables de Young, con elementos «cultos» para lo que es el género, en el que un actor fracasado se reinventa vagabundeando por esos planetas de Dios con una suerte de Lucy Lawless (la de Xena, la princesa guerrera) que se encuentra en un tugurio, así como un perro extraterrestre que se teletransporta. Una muy típica historia de redención, con los bien dosificados detalles emotivos propios del autor, pero que se cae a cachos de convencional en su escenario espacial «far west» y la caracterización muy obvia de los personajes. Sin embargo, entiendo la razón por la que el cuento llamó la atención: el final es realmente inesperado y conmovedor. No es uno de los cinco mejores cuentos de Young que he leído, pero la conclusión es que tampoco puedo darme por decepcionado. El Hugo lo ganó a la postre una cosa de los Dorsai de Gordon Dickson, con lo cual tampoco habría sido raro que se lo dieran. Si bien ese mismo año se publicó algún que otro cuento con mayores méritos, caso de «Playa terminal», de Ballard (ese autor que dibujó nuestro presente y que jamás fue ni siquiera finalista del Hugo), «El hombre en el puente», de Aldiss, o «El collar de Semley», de Le Guin.

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The Worlds of Robert F. Young

The Worlds Of Robert F. YoungYa he comentado en alguna ocasión mi admiración por el trabajo con los clásicos de Valdemar. Ha conseguido crear un (cierto) mercado más allá de los 20 títulos en perpetua reedición, recuperando nombres mayores o menores, más o menos populares, en unas ediciones que se reciben con una cierta expectativa, ya sea para leerlos o simplemente coleccionarlos. Mientas, la ciencia ficción continúa de cara a la pared y con las orejeras de burro bien puestas, abonada a un terreno donde más allá de una docena de nombres y un puñado de títulos extra, existe un yermo en el que se han visto sepultados una serie de escritores principales y secundarios, en un maridaje uniformador; desde el presente, sin un buen bagaje, resulta complicado discernir la relevancia de unos y de otros. Especialmente si escribiste sobre todo relatos, y agravado por haber permanecido alejado de los mentideros del fandom. Tal es el caso de Robert F. Young. Young desarrolló su carrera desde un cierto anonimato, fiel al formato breve hasta el punto que sus únicas cinco novelas comenzaron a aparecer cuando pasaba de los 60, la primera publicada en 1975 directamente en francés (la lengua en que está escrita). The Worlds of Robert F. Young fue su primera colección de relatos y abarca siete años de carrera literaria, los que van desde 1955 a 1962. Algo que no tiene mayor misterio; su primera edición fue en 1965.

Sin haber leído nada fuera de ese intervalo, es difícil hacerse una idea de lo representativos que pueden ser, pero invitan a abrir la cuestión de si el olvido en que ha caído es merecido, como el enésimo buen artesano perdido entre líneas de la historia de la ciencia ficción, o si en la escritura de relatos llegó a estar en la categoría de los Matheson, Sheckley, Bradbury… En estas páginas hay cuentos potentes que se zambullen dentro de la ciencia ficción de los cincuenta y ponen sobre la mesa las inquietudes de aquellos años, desde la fiebre por el consumo a la hipocresía detrás de los EE.UU. de los suburbios, pasando por otras cuestiones más personales como el origen del arte y las tensiones sobre su creación o su relación con la sociedad en la que emerge. En este sentido, la crítica de liberalismo económico evidente en una mayoría de cuentos ponen a Young como un narrador próximo a los valores de Sheckley, Pohl o Kornbluth, quizás sin su contundencia y filo, fiel a un trazo más melancólico cercano a Bradbury.

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Fracasando por placer (XII): Zikkurath nº6, enero de 1982

Zikkurath Logo

La historia de la ciencia ficción está muy condicionada por dos factores relacionados: la relevancia de la participación de los lectores, más significativa que en cualquier otro campo literario hasta tiempos recientes, y la división fundamental que existe entre ellos. Hay tres tipos de personas atraídas por la cf: las que buscan en esencia literatura de aventuras en un escenario futurista o exótico, una temática que durante un prolongado periodo se refugió casi únicamente en nuestro campo, y en rigor es la fundadora del género en cuanto a tal; las que quieren encontrar especulaciones científicas sólidas, que satisfagan su imaginación, que llegaron sobre todo de la mano de Astounding y su revolución, a partir de 1939, y que fue la chispa impulsora de pioneros como Mary Shelley o Verne; y quienes piensan que la cf es una literatura de posibilidades, no convencional, igual que poco convencional para nuestro entendimiento será el futuro (y no hay más que mirar el presente), una puerta que vislumbró Poe en Eureka, a la que quitaron el cerrojo Galaxy y The Magazine of Fantasy & Science Fiction en los cincuenta y que se abrió de par en par en los sesenta.

Por supuesto, hay lectores y escritores que suponen intersecciones de esos conjuntos (el propio Poe escribió también el primer gran cuento hard de la historia, «Un descenso al Maelstrom»), pero los integrantes más fieles de uno u otro bando suelen mirar a los demás con desconfianza. Mi impresión es, además, que cada uno piensa que en realidad los otros dos se entienden entre ellos, con acusaciones claras; para los primeros, los otros dos son finolis que leen cosas difíciles y poco entretenidas; para los segundos, los demás no entienden lo que es la cf de verdad, que se llama CIENCIA ficción al fin y al cabo; y para los terceros, el resto tienen visiones parciales y limitadas de hasta dónde puede llegar un género que hable de lo no real pero verosímil. La convivencia en el mismo territorio de estas distintas versiones es, sin duda, la que dificulta tanto una definición unificada de la cf: se pueden hacer propuestas que atiendan como mucho a dos de esos criterios, pero no a los tres.

En líneas generales, la parte más positiva que creo que aportamos al género los terceros (no creo que a estas alturas nadie que me conozca tenga dudas de en qué grupo me sitúo a priori, por generalizar) fue la ruptura de convencionalismos a distintas escalas. Siempre con lo injusto que resulta hacer generalizaciones, mientras los herederos de Edgar Rice Burroughs y de John W. Campbell estuvieron al mando del cotarro, es cierto que la cf fue hija de su tiempo y de sus convencionalismos; desde el punto de vista de hoy puede considerarte tirando a machista, ocasionalmente xenófoba, sin gran interés por los aspectos literarios etc. Pero, como ya he comentado aquí, eso quedó atrás hace cincuenta y cinco años, se dice pronto. Fue entonces cuando un autor negro y homosexual, Samuel R. Delany, empezó a acaparar premios; cuando uno de los grandes de las etapas anteriores como Frederik Pohl publicaba un relato, «El día millón», que fue considerado casi un clásico instantáneo y hablaba con normalidad de transexualidad, entre otras muchas cosas; cuando toda la comunidad de autores supo que Arthur C. Clarke era homosexual y guardó un respetuoso silencio; cuando empezaron a proliferar las mujeres en las páginas de las revistas, y el feminismo se convirtió en un tema central en la parte del género que más interesaba a la crítica y tiraba del carro creativo.

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Esposa hechicera, de Fritz Leiber

Esposa hechicera¡Cuánto daño hicieron aquellas ediciones piratas de Pulp Ediciones! Y, aun así, en el caso de Fritz Leiber la bomba de destrucción lanzada contra su recuperación no se lo ha llevado del todo por delante gracias a la obstinación de Alejo Cuervo y Gigamesh al recuperar, primero, todas las historias de Lankhmar en dos fantásticos volúmenes, y reeditarlas actualmente dentro de la colección Omnium. Sin embargo, no se puede decir lo mismo del resto de la obra de Leiber. Mi novela favorita, Nuestra señora de las tinieblas, vio quemada cualquier posible recuperación tras su edición pirata y el posterior saldo, mientras que el resto, entre su caída en el olvido y el escaso interés por cualquier libro que no haya hecho su carrerita previa en el circuito de reediciones, yacen sepultados bajo su efigie convertida en aquel señor que le daba a la espada y brujería. Y como con tantos otros escritores, es un asunto sumamente injusto.

Aunque Leiber pertenece a una generación previa a Ray Bradbury, Robert Bloch o Richard Matheson, en mi recuerdo no sólo está a la par de todos ellos; en el caso de Bloch y Matheson los supera. Me pierde esa creatividad juguetona donde la falta de complejos se manifestaba a través de un talento imaginativo y una picardía afiladas, casi siempre al servicio de unas marcas genéricas muy acusadas, alejadas de la sobriedad que en demasiados círculos es sinónimo absurdo de buen gusto. Si a esto le añades lo escasamente adaptables al cine o la televisión de sus ficciones, o que ningún superventas lo haya señalado como su maestro, es fácil entender su condena a galeote de gueto de la cual ya no ha sido rescatado. En un grado mayor que Philip José Farmer.

Esposa hechicera, reciente ganadora de un premio tan disparatado como el retro Hugo, es una agradable muestra del Leiber más pulp. El mundo universitario en que la sitúa se convierte en el escenario perfecto para una comedia oscura, con todos los estereotipos habidos y por haber. Alumnos desquiciados por no superar una asignatura, la salvaje competencia entre profesores por lograr un puesto de prestigio, el miedo al plagio, la tensión sexual entre alumnado y profesorado… se benefician no sólo de la multitud de detalles que los alejan de lo vulgar sino, sobre todo, de la celeridad con la que se entremezclan y se suceden. Esposa hechicera tiene mucho de screwball comedy, otro género caído en el olvido.

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Fracasando por placer (V): The Magazine of Fantasy & Science Fiction, octubre de 1987

Cabecera

Para los números de aniversario de F&SF, mi revista estadounidense favorita del género, el editor de turno solía guardar grandes nombres con los que adornar el sumario, pese a que fuera con contenidos de menor entidad. Aunque en esta ocasión estamos ante una celebración modesta (38) y en el índice hay más viejos conocidos para los ratones de revista como yo que auténticos titanes del género.

Las dos firmas principales son las de los columnistas fijos de la época. Isaac Asimov continuaba con su serie de artículos científicos, iniciada en 1958 y que se prolongaría sin falta durante casi 35 años y un total de 499 piezas. Son bien conocidos por la traducción de algunas recopilaciones de ellos en distintas editoriales, como Bruguera, Alianza o Plaza & Janés. El esquema es siempre el mismo: una anecdotilla personal da paso a la disquisición científica, cuya complejidad Asimov sabía dosificar de forma magistral. En este caso el ensayo trata de un tema fetiche de Asimov, el de la Luna, que le dio pie a dos de sus artículos más memorables: «La tragedia de la Luna» y «El triunfo de la Luna», los dos en el volumen de Alianza al que da título el primero. La excepcionalidad de la Luna como satélite (demasiado grande, demasiado alejado de su planeta) aparece en diferentes ocasiones en la obra de Asimov, incluyendo un rol muy protagónico en el desenlace de la serie Fundación. Aquí Asimov se centra en las teorías pasadas o del momento sobre el origen de la Luna.

El otro articulista estrella era Harlan Ellison, que salteó durante varios años una sección de cine titulada «Harlan Ellison’s Watching», en la que básicamente hacía lo mismo que yo aquí: con la excusa de comentar algo (en su caso, una película), escribía de lo que iba surgiendo. Excuso decir que él lo hacía con más gracia. Ellison era una personalidad de una relevancia extraordinaria, que nunca ha sido debidamente representada en la edición en castellano porque sobre todo publicó cuentos. Sí se tradujo la antología que reunió en 1967, Visiones peligrosas, que fue bandera de la renovación del género en la época y desde la perspectiva actual contiene tanto hitos memorables como flipadas importantes. También era un señor pequeño, raruno y machirulo, amante de resolver casi cualquier cosa en los tribunales, y que terminó haciendo cosas tan peregrinas como convertir su nombre en una marca registrada, lo que no facilita precisamente que lleguemos a ver más cosas suyas en español.

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Jurgen, de James Branch Cabell

Hay algo intrigante en las veleidades del gusto popular, en cómo escritores, músicos y artistas en general que, siendo inmensamente famosos en su época, acaban cayendo en el olvido. ¿Quién tira de los hilos, dicta los gustos, quien escribe la historia o cómo se aceptan unos relatos sobre otros? Intereses económicos de editoriales y medios, críticos literarios, prebostes académicos, historiadores del arte, árbitros del buen gusto, sociedades secretas… Sea quien fuere el responsable, el “ahora molas, ahora no” sí que es un lema que nunca se pasa de moda. Un ejemplo meridiano de esto es la novela que toca hoy, Jurgen, de James Branch Cabell, la obra más conocida de un escritor prestigiosísimo en el panorama literario norteamericano de los años 20 y 30. Nada menos que admirado por escritores y lumbreras del calibre de Mark Twain, Scott Fitzgerald (su esposa Zelda tenía a Cabell como su escritor favorito), Aleister Crowley o Sinclair Lewis, el primer autor norteamericano que ganó el Nobel, y quien reconoció la enorme influencia que Cabell ejerció sobre él en su discurso de aceptación del famoso premio sueco. Pero poco a poco, por desconozco qué razones, la popularidad de Cabell comenzó a menguar, convirtiéndose en el típico autor de culto en el género fantástico, un “escritor de escritores” en cuya fantasía humorística he podido reconocer a Fritz Leiber o Jack Vance (muy particularmente las dos divertidas novelas de la saga de Cugel pertenecientes al ciclo de La Tierra Moribunda) y, en su juguetona erudición mitológica, a Gene Wolfe. Por no hablar de los consabidos grandes nombres fascinados por Cabell en general y esta novela en particular, que adornan los textos introductorios y promocionales de esta edición, como Terry Pratchett, Robert Heinlein o Neil Gaiman. Así que estamos ante una obra más o menos olvidada pero importante por su influencia en el fantástico anglosajón. Pero, ¿sólo por eso?

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