La historia de la ciencia ficción está muy condicionada por dos factores relacionados: la relevancia de la participación de los lectores, más significativa que en cualquier otro campo literario hasta tiempos recientes, y la división fundamental que existe entre ellos. Hay tres tipos de personas atraídas por la cf: las que buscan en esencia literatura de aventuras en un escenario futurista o exótico, una temática que durante un prolongado periodo se refugió casi únicamente en nuestro campo, y en rigor es la fundadora del género en cuanto a tal; las que quieren encontrar especulaciones científicas sólidas, que satisfagan su imaginación, que llegaron sobre todo de la mano de Astounding y su revolución, a partir de 1939, y que fue la chispa impulsora de pioneros como Mary Shelley o Verne; y quienes piensan que la cf es una literatura de posibilidades, no convencional, igual que poco convencional para nuestro entendimiento será el futuro (y no hay más que mirar el presente), una puerta que vislumbró Poe en Eureka, a la que quitaron el cerrojo Galaxy y The Magazine of Fantasy & Science Fiction en los cincuenta y que se abrió de par en par en los sesenta.
Por supuesto, hay lectores y escritores que suponen intersecciones de esos conjuntos (el propio Poe escribió también el primer gran cuento hard de la historia, «Un descenso al Maelstrom»), pero los integrantes más fieles de uno u otro bando suelen mirar a los demás con desconfianza. Mi impresión es, además, que cada uno piensa que en realidad los otros dos se entienden entre ellos, con acusaciones claras; para los primeros, los otros dos son finolis que leen cosas difíciles y poco entretenidas; para los segundos, los demás no entienden lo que es la cf de verdad, que se llama CIENCIA ficción al fin y al cabo; y para los terceros, el resto tienen visiones parciales y limitadas de hasta dónde puede llegar un género que hable de lo no real pero verosímil. La convivencia en el mismo territorio de estas distintas versiones es, sin duda, la que dificulta tanto una definición unificada de la cf: se pueden hacer propuestas que atiendan como mucho a dos de esos criterios, pero no a los tres.
En líneas generales, la parte más positiva que creo que aportamos al género los terceros (no creo que a estas alturas nadie que me conozca tenga dudas de en qué grupo me sitúo a priori, por generalizar) fue la ruptura de convencionalismos a distintas escalas. Siempre con lo injusto que resulta hacer generalizaciones, mientras los herederos de Edgar Rice Burroughs y de John W. Campbell estuvieron al mando del cotarro, es cierto que la cf fue hija de su tiempo y de sus convencionalismos; desde el punto de vista de hoy puede considerarte tirando a machista, ocasionalmente xenófoba, sin gran interés por los aspectos literarios etc. Pero, como ya he comentado aquí, eso quedó atrás hace cincuenta y cinco años, se dice pronto. Fue entonces cuando un autor negro y homosexual, Samuel R. Delany, empezó a acaparar premios; cuando uno de los grandes de las etapas anteriores como Frederik Pohl publicaba un relato, «El día millón», que fue considerado casi un clásico instantáneo y hablaba con normalidad de transexualidad, entre otras muchas cosas; cuando toda la comunidad de autores supo que Arthur C. Clarke era homosexual y guardó un respetuoso silencio; cuando empezaron a proliferar las mujeres en las páginas de las revistas, y el feminismo se convirtió en un tema central en la parte del género que más interesaba a la crítica y tiraba del carro creativo.
Es muy curioso que parezca que buena parte de la gente implicada en la cf en la actualidad ignore estos hechos básicos y sigan acusando a todo el pasado del género de pecados (si es que lo fueron y no simples reflejos de su entorno, pero admitamos que sí a efectos prácticos) que cometieron personas que están, en un 99% de los casos, muy muertas. Y que, en cambio, uno encuentre periódicamente referencias como la que hacía en febrero en una entrevista en El País la socióloga feminista Donna Haraway:
Uso la ciencia ficción todo el tiempo. Me influyen los autores importantes, los que no son importantes y algunos que no están publicados. Y fue una parte importante de por qué me hice feminista… Me hice feminista con la ciencia ficción. Yo llegué tarde, como una joven feminista en los 70, cuando había una revolución en el género con mujeres escritoras que empiezan a hacer libros como Mujer al borde del tiempo (Marge Piercy). La ciencia ficción es un género especulativo, de mundos posibles. Creo que el relato es muy importante en cualquier movimiento social. Y las escritoras feministas de ciencia ficción están entre las escritoras más importantes de la historia del feminismo moderno.
Para ser un género que dice Kameron Hurley que ha venido a liberar, parece que estaba bastante avanzado hace cincuenta años con esas tales Le Guin, Tiptree, Wilhelm, Russ… O eso es lo que refiere al menos una influyente feminista que sí estaba allí, mientras Hurley se encontraba por entonces ocupada en, qué sé yo, nacer.
Todo esto viene a cuento para ejemplificar cómo a lo largo de la historia de nuestro género han pasado muchas cosas, muchas más de las que el adanismo actual conoce. Por ejemplo, cada uno de esos tres enfoques han vivido sus eras de gloria o decadencia, sus momentos de extremismo rococó o de franca retirada. Incluso en España, donde por lo general hemos sido tan pocos y había tan poco para leer a nuestro alcance que esas divisiones tenían mucha menos importancia, se vivió una minirrevolución experimental, una versión yihadista de la tercera vía. Llegó con quince años de retraso, pero ahí estuvo: Fernando P. Fuenteamor encabezó una publicación, Zikkurath, (primero fanzine durante más de cinco años, luego revista un par más), que enarboló la bandera de la new wave cuando ésta había dejado de tener relevancia alguna, y de hecho se avistaba el nacimiento de la siguiente revolución, el ciberpunk.
Cuando mis amigos y yo empezamos a relacionarnos con el fandom, a finales de los ochenta, el ninguneo de la existencia de aquel fenómeno muerto muy poquito antes me pareció seriamente indignante. No sólo sus inspiradores (Ballard, Dick, Aldiss, Ellison…) estaban entre mis principales héroes en el género, sino que Zikkurath había emparentado de manera progresiva e inesperada con un fenómeno que para un dieciochoañero de un barrio de las afueras del Foro era en 1986 el no-va-más-de-lo-guay: la movida madrileña. Una revista de cf que llevaba en la contraportada publicidad de La Vía Láctea (garito mítico que yo visité alguna vez ya en su decadencia mainstream) y en la que habían colaborado Eduardo Haro Ibars, Luis Antonio de Villena, Diego Manrique, Jesús Ordovás, Fernando Márquez «El Zurdo» (el de Kaka de Luxe y La Mode: hoy fascista confeso y propietario de una de las webs más chifladas de internet) y hasta un ídolo de la magnitud de Antonio Gasset… Simplemente, a mis ojos, esa vía muerta había sido EL CAMINO. Y había fracasado tras una trayectoria de siete años (1975-1982).
Nueva Dimensión trató en sus páginas con una amable condescendencia al fenómeno (ND fue bastante aperturista respecto a la new wave, como le reprochaba periódicamente el sector opuesto en el correo de los lectores, aunque seguramente los excesos de Zikkurath les producían algo de pereza), y existió una cierta polinización cruzada en los nombres de colaboradores, pero tras la desaparición de Zikkurath la historia oficial del género prácticamente olvidó su existencia. Hablamos de una publicación que, en sus diferentes encarnaciones, sumó 24 entregas, lo que no es poca cosa en el contexto en que se desarrolló. Fernando Pérez Fuenteamor desapareció del mapa; no he coincidido jamás con él y no publicó dentro del género, tras el cierre de Zikkurath, más que un breve texto en el boletín de la antigua Sociedad Española de Ciencia Ficción, que dirigía su viejo colega Francisco Arellano. Según he encontrado googleándole, se autoexilió a Canarias «por motivos personales» durante veinte años (algo bastante llamativo cuando hablamos de un madrileño de pura cepa), pero tras su retorno a comienzos de siglo publicó varios libros en editoriales independientes, además de colaborar con algunas reseñas en medios locales. Ojalá su orientación sexual no fuera uno de los factores que le apartaron del género, pero si bien puedo hablar de forma documentada sobre lo que pasaba al respecto en la cf anglosajona de los sesenta y los setenta, y desde luego la homosexualidad no era problemática en el entorno del Madrid de la Movida (tan decepcionante, con la perspectiva de los años, en muchos otros aspectos), no tengo información concreta alguna acerca de la situación dentro del fandom español de entonces.
A día de hoy no puedo negar que el legado de Zikkurath es en términos artísticos poco destacado, que en él importa mucho más la idea y el estilo que la sustancia. Y que mi identificación tardía y a destiempo con ella era fruto más de lo que representaba (un momento en el que ese tercer camino quiso salir de los estrechos límites del fandom) que de lo conseguido en sí. Como me pasó más o menos en la misma época con Neuromante, cuando apareció al fin en castellano, me gustaba más antes de leerla. Aunque la selección de textos traducidos fue bastante buena, la mayor parte de los relatos españoles que publicó desde el momento en que se entregó a la tarea de difusor de la «nueva cosa», a partir de su segundo año de vida, eran más provocadores que relevantes; y no faltan los que es justo calificar como raritos antes que como originales. Al final, de los que guardo recuerdo son de los de Francisco Lezcano, el poeta-pintor-narrador canario que fue casi el único autor constante en el vanguardismo dentro del género en España durante al menos quince años, en una suerte de revolución solitaria que quizá sería necesario revisitar; y los de otros autores de la época que igualmente aparecían en Nueva Dimensión, caso de Jaime Rosal, recientemente fallecido y del que ya hablé, o José Vicente Rojo, prolífico colaborador de las publicaciones de ese periodo.
El principal escritor ligado a la evolución de Zikkurath, que no surgió en ella pero sí evolucionó a su sombra, fue Mariano Antolín Rato, excelente traductor del máximo nivel cuyos textos de la época, decididamente experimentales, tienen hoy un acusado regusto a fuego de artificio. Sobre la posibilidad de que en esa deshilachada pirotecnia narrativa tuviera algo que ver su condición de pionero en el uso del LSD en España junto a su colega Antonio Escohotado pasaremos discretamente de puntillas por falta de datos ciertos.
Por todo ello, cuando me he planteado releer algún número, he preferido ir a buscar alguno de su etapa final como revista (1980-82, seis números) que revisitar alguno de los gastados ejemplares ciclostilados de los dos periodos previos como fanzine (1975-78 y 1979-80) que he conseguido reunir a lo largo de los años, de tinta difuminada, papel frágil y calidad muy irregular. A partir del quinto número como revista, Zikkurath empezó a copublicarse con una editorial barcelonesa, Graffiti, que también editaba cómic underground, y una revista especializada en género policiaco, Gimlet, que tuvo catorce entregas. La experiencia sólo se extendió en los dos números finales, en los que Fuenteamor ya no aparecía como responsable principal para ser sustituido por un señor llamado Ignacio de Juan, que había colaborado en los números previos y del que no tengo mayor noticia.
En rigor, escoger este número seis ha sido un poco un error por mi parte en términos de representatividad porque es una suerte de versión parcial de lo que fue Zikkurath. Los últimos números de las revistas, de cf o de cualquier temática, siempre son o bien grandes exhibiciones en las que se echa el resto a ver si se remonta (nunca pasa), o volantazos hacia una nueva dirección escogida a la desesperada, o recopilaciones de las zurraspillas que quedaban por ahí para no dejar de publicarlas antes de poner el candado. En cualquiera de los tres casos, los últimos números nunca son imagen fiel de la trayectoria previa.
Este número seis es un poco combinación de las dos primeras posibilidades. Presenta con un orgullo desde su portada una alineación titular de categoría: Ballard, Benford, Dick, Gorodischer, Leiber. Pero justo es un equipo en el que no todos practicaban el tipo de literatura marca de la casa que les acogía. El balance es bueno, claro, pero no representativo; y francamente, no me veo después de esta lectura retomando otro ejemplar anterior por un periodo indefinido.
Porque lo que sí resulta francamente decepcionante desde la óptica de hoy es el nivel editorial de la publicación, que no recordaba tan flojo. Las erratas abundan desde la portada (donde se anuncia un cuento de «Bendford»), hasta titulares de contenidos en tipografía a gran tamaño (hay un artículo de Juan Trigo que se titula, copio textualmente de forma cuidadosa para reproducir el disparate, «hasta que punto son alternativas las energias.?») pasando por incontables incluso en el índice («Dudapest», «Philip Kendres Dick»). El diseño permite numerosas páginas-tocho sin un triste sumario o destacado que alivie la carga de tipografía a cuerpo nueve, en doble columna a tamaño folio. Aunque quizá lo peor es que hay un contenido que se anuncia y no está: en la portada se dice que encontraremos a Ballard y en el interior lo que se incluye es el prólogo de William S. Burroughs a La exhibición de atrocidades, un texto tan pasado de rosca y falto de coherencia (aunque también tan intenso y contundente) como cabría esperar sabiendo que ESE autor se disponía a hablarnos de ESE libro. La justificación para repescar este prologuito es que no se utilizó en la edición española de Minotauro, a cuya traducción por cierto (firmada por uno de los seudónimos de Porrúa, Francisco Abelenda, y por Marcelo Cohen) le arrean un sopapo así al paso.
El protagonista en la sección de cuentos es Gregory Benford, del que se incluye una entrevista en que parece un tipo majo (o al menos lo sería por aquel entonces) y el cuento «Fabricar a John Lennon». La idea central es atractiva: despiertan en el siglo XXII a un tipo que se crionizó en el XX, y él se hace pasar por John Lennon, una figura algo nebulosa para entonces, siguiendo un plan largamente elaborado. El relato tiene varias sorpresas e incluye de forma tristemente profética una mención al asesinato del músico; se publicó originalmente en 1976, Lennon fue asesinado en 1980 y aquí se traduce en 1982. Tanto el cuento como la entrevista me han reconciliado un poco con Benford, que pese a algunas novelas buenas (notablemente Contra el infinito) y varios cuentos interesantes, nunca ha sido my cup of tea. Y al que definitivamente taché de mis posibles lecturas con la vergonzante novela de la serie Fundación que perpetró (que hasta Greg Bear y David Brin hicieron faenas aseadas, caray). Quizá llegue el momento de levantarle el veto con alguna otra cosa de las más antiguas.
«La puerta de salida lleva adentro» es uno de los últimos cuentos que escribió Philip K. Dick en unas circunstancias que vienen a testimoniar cómo el autor se disponía a dar el salto a otra esfera poco antes de su muerte: fue un encargo de la revista Rolling Stone. También es representativo de los defectos de esa etapa final de su carrera, de la que no soy especialmente fan: turras sobre filosofía presocrática que no tengo del todo claro que a esas alturas tuviera bien digerida, un entorno paranoico visto con una mirada más bien conservadora, y un argumento que en realidad importa cero. El Dick de plenitud, digamos del 58 al 76, introducía sus obsesiones mucho más suavemente, y las vestía en una historia generalmente atractiva. Dentro de mi admiración casi incondicional por su obra, creo que el suyo es el típico caso de un autor al que una pizquita de (auto)censura le ayudó a ser más sofisticado y menos indulgente que cuando el mundo ya empezó a reírle las gracias y se vino arriba. Sin contar que a partir de cierta edad las cabezas no suelen ir a mejor, como sabemos, y la suya ya tenía un punto de partida regulero.
Fritz Leiber es un autor del que se habla poco a estas alturas. Creo que porque hacía demasiadas cosas distintas bien. Si tuviera en un solo género obras del peso que tienen por su cuenta en cada apartado El gran tiempo (ciencia ficción), la serie de Fafhrd y el ratonero gris (fantasía), y Esposa hechicera y Nuestra señora de las tinieblas (terror), seguramente se le citaría con más frecuencia entre los más grandes. Una de las más sorprendentes características de su carrera fue una longevidad en la que nunca dejó de adaptarse a la evolución del momento; aquí se recoge «El hombre que estaba casado con espacio y tiempo». Fue el cuento que regaló a la organización de la Worldcon de 1979, en Brighton, de la que fue invitado de honor. Seguramente por eso (se incluiría en las publicaciones que se regalaron en la convención, a la que acudió una reducida delegación hispanoparlante), apareció en apenas un año en otros dos lugares, la revista Minotauro argentina y un especial de Alien. Para ser el producto de un escritor que contaba 69 años entonces, es un relato valiente, incalificable, escrito con detalle y pleno de figuras desatadas; el más próximo al proyecto Zikkurath de todos los incluidos en el número, quizá, aunque a mí hoy me cargue un poco su vaguedad surrealista.
«La perfecta casada» es una excelente muestra de una de las voces narrativas que más frecuentemente ha empleado Angélica Gorodischer; esa suerte de costumbrismo localista de aura naif y léxico exquisito, trufado de malas intenciones. Esta breve pieza de una mujer aparentemente normal que, en ocasiones aleatorias, al abrir una puerta, aparece en otros lugares del tiempo o el espacio, es muy digna de recuerdo y veo que no ha sido reeditada nunca en España, puesto que no se importó la antología en que se recogió posteriormente, Mala noche y parir hembra (1983). No sé si por el título, porque desde luego este relato es bastante más redondo que los de Bajo las jubeas en flor (1973), que sí recuperó Ultramar. Una vez más, expreso mi admiración por La Goro, una dama de poco frecuente finura literaria y una señora divertidísima en persona.
Mucho más que los relatos, las secciones tienen ese rollito «somos modernuquis» que resulta irremediablemente camp a los 47 días de su publicación, siendo generosos. La revista se abría con unas noticias que podríamos definir como «qué cochach han pachado», y que en las publicaciones argentinas de la época (notablemente El Péndulo) suelen tener cierta gracia, pero aquí dan una sensación global de falta de criterio o exceso en el consumo de sustancias propias de la época. Los temas tratados en este «The Real Show» (nombre de la sección) son, por este orden: experimentos sociológicos con una almohadilla que daba gustirrinín al pulsar un botón; un comentario sobre que en Argentina la dictadura seguía torturando gente; declaraciones de un policía de Boston que había descubierto, caramba, que los policías también sufren estrés; instalación de videófonos en 158 casas de Osaka; hallazgo de los esqueletos de 10.000 sapos en un cementerio indio, que los debían usar para lo de chuparlos y ver colores; gente que sobrevivió a lo de Guyana contando que el Templo del Pueblo y el reverendo Jim Jones tampoco estuvieron tan mal hasta que se fue un poquito de las manos; y unos ordenadores de la época (es decir, de potencia inferior al Alcatel azul de 1999 que aún guarda mi esposa en su cajón de cosas de escritorio por motivos desconocidos) no llegan a ningún resultado concluyente sobre si el Pentateuco lo escribió un solo señor o varios. Si alguien intuye la línea que guiaba la selección de contenidos a cargo, según el sumario, del profesor Leopoldo Whaam (why not?), por favor que me la indique.
Para dar cuenta de la sección de música, a cargo de un tal Jesús López Gordo, me limitaré a reproducir un par de párrafos de su comentario sobre My Life in the Bush of Ghosts, de Brian Eno y David Byrne:
Las estacas golpean los cráneos de vírgenes sacrificadas a los dioses de la sangre y la guerra, entrechocan lanzas y escudos en la Quinta Avenida, la polícia, descontrolada, se convierte a la religión del Corán, que es recitado por misteriosas danzarinas desde lo alto de los edificios siguiendo los preceptos de sus Imanes, los cascabeles atados a muñecas y tobillos tintinean en dorado. El resultado es como una tribu bantú anfetamínica encerrada en un estudio de grabación con dos de los mejores tecnocerebros musicales del momento (…). El disco, totalmente críptico, está lleno de matices y sugerencias, resultando la segunda cara mucho más experimental que la primera, siempre sorprendente, desde el complicado título sacado de una novela de Amos Tutuola y la portada, de un vídeo del propio Eno, hasta esos repetitivos sonidos de cocos y campanillas metidos en una turmix. Uno de los mejores y más refrescantes productos microsurcados de los últimos tiempos (…).
Así era ser moderno en los ochenta, amigos; mucho más difícil que hoy. Por cierto, a partir de ahora, «productos microsurcados» será nuestra contraseña.
En la sección de cine, Fernando Fuenteamor le pega un palo serio a Atmósfera Cero, que por lo que recuerdo vagamente no estaba tan mal, y muestra un olfato fino al anticipar la condición de futuro clásico de En busca del arca perdida. Fuenteamor también intuyo que era responsable (aunque aquí no firma) de una sección llamada Biblioteca CF, con mini reseñas de lo que para la visión Zikkurath eran los grandes libros a repescar del género. Aquí se ocupa del periodo 1973-1976 y destaca varios títulos muy propios del gusto de la casa (El tiempo incierto, de Michel Jeury, Los agonistas de Casey, de Richard McKenna, El libro de los mártires, de Michael Moorcock, o El modelo Jonás, de Ian Watson) junto a clásicos sin mucha discusión (Cita con Rama, de Arthur C. Clarke, El mundo invertido, de Christopher Priest, o Los desposeídos, de Ursula K. Le Guin).
No puedo evitar mencionar que también incluyen la que es seguramente la novela de cf que más me gustaría conseguir: Cumbres abismales, de Alexander Zinoviev. Tanto en estas páginas como en Nueva Dimensión, creo recordar que fue Emilio Serra, se puso por las nubes este tocho (dos volúmenes de cuatrocientas páginas), que desde entonces se ha convertido en un verdadero fantasma bibliográfico. Es una de las muy escasas publicaciones de género que conozco que ni siquiera tiene ficha en La Tercera Fundación. Fue publicada en castellano por Encuentro, una editorial que estuvo activa al menos hasta 2010 y especializada en textos religiosos (por ejemplo, la autobiografía del Papa Ratzinger en 2005). Zinoviev era un conocido pensador ruso, al que se obligó a exiliarse en 1978 tras la distribución clandestina del libro, una parodia sobre un estado socialista futuro. Ni siquiera mis amigos con mayores conocimientos de cf rusa, como Juanma Santiago o José María Faraldo, lo tienen o lo han leído. En Iberlibro sólo hay a la venta un doble ejemplar, a 700 euros; en Amazon tres, el más barato, a 300. No existe versión electrónica en ninguno de los cauces fraudulentos habituales. Supongo que terminaré por comprarlo en inglés (como The Yawning Heights tiene al menos cuatro ediciones que se encuentran a precios normales), pero tengo razones fundadas para desconfiar de las traducciones al inglés de material de género. Insisto: para Zikkurath esta sátira inencontrable era una de las mejores novelas de cf de la historia, y eso me pica bastante.
En las reseñas de actualidad, Mariano Antolín Rato acusa a Christopher Priest de ser un bestsellerero por Fuga para una isla (!!!), se pone por las nubes dos libros tan zikkurathescos como Babel 17 de Delany y Cinnabar de Edward Bryant, y se le da un condescendiente «meh» a Futuro imperfecto de Domingo Santos. El número se cierra con el capítulo de un cómic sin más interés, pero en el que en apenas dos páginas se consigue tener una excusa poner unas tetas como corresponde a su tiempo y lugar. También están las promesas para una séptima entrega que nunca llegó: un dossier sobre Frank Herbert con cuento incluido, el brillante «La mosca loca» de Elvio Gandolfo (que apareció luego en un fanzine argentino y yo tuve la fortuna de reeditar en Gigamesh quince años después) y cosas de Niven y Pournelle, Watson, y un tal «Assimov». Como se ve, si bien la parte «fact» podía seguir por el camino previo, la «fiction» se disponía a consagrarse a los autores conocidos para formar un conjunto no precisamente armónico. Pero 1982 fue un año aciago para la cf en España: murieron en rápida sucesión Zikkurath, Nueva Dimensión y la ya aquí comentada Alien, duraron un poquitico más los fanzines con mejor aspecto como Space Opera y Kandama, y el testigo quedó hasta el final de la década en manos de los animosos fanzines fotocopiados del momento, de aparición errática, encabezados por Máser, Tránsito y luego el primer Gigamesh.
Mientras el legado de Nueva Dimensión es venerado hasta hoy, y con absoluta justicia, apenas nadie escribe nunca sobre Zikkurath, y quizá el único coletazo que dio su forma de ver las cosas fue nuestro breve fanzine Núcleo Ubik. No todas las revoluciones triunfan, y el regusto que me deja esta lectura es que en este caso hubo motivos para ello. Pero el valor tiene valor por sí mismo, muchas de las ideas de fondo eran premonitorias, y ojalá algún académico quisiera investigar seriamente sobre ese periodo y ese grupo de creadores disperso, pero mucho más conectado con la realidad del momento que el resto del fandom. En un artículo de 1998 Jonathan Lethem especulaba sobre qué habría sido de la cf si el premio Nebula de 1973 hubiera recaído en El arcoiris de gravedad, de Thomas Pynchon, en lugar de en Cita con Rama, de Arthur C. Clarke. Creo que Zikkurath fue, con sus defectos, nuestro punto jumbar equivalente: el momento en que las cosas pudieron desarrollarse de otra forma, al menos como lo han sido siempre en Francia o Gran Bretaña, pero no fue así. (Por cierto, el ejemplo de Lethem me produce sentimientos contradictorios: en este caso concreto realmente me gusta más Cita con Rama, perdón por la casposidad).
Me gustaría hacer una última observación. Después de dedicar esta sección a reírme con un montón de gente a lo largo de la historia del género, esta vez tengo la sensación de que en parte me ha tocado hacerlo de mí mismo (y seguramente no será la última). Sin problema, por supuesto. Me gustaría que, si hay algún lector joven que siga esta sección, extraiga de estas batallitas en concreto la idea de que no conviene tomarse ciertas cosas muy a pecho. El tiempo es un juez duro para entusiasmos y emociones desmedidas, en todos los órdenes de la vida. Ojalá algún bucle temporal hiciera llegar esa idea de forma convincente a mi yo de hace treinta años.
Algunas cosillas. Uno, sí, muy importante la falta de memoria en el género, que no conozcas lo que vino antes no significa que no existiera y eso es algo que de un tiempo a esta parte veo y leo mucho.
Sobre la crítica musical que incluyes, no es cosa de modernez ochentera, es que los críticos musicales con ínfulas intelectuales escriben así, esa reseña no desentonaría en un Rock de Luxe del mes pasado.
Finalmente me ha gustado mucho el párrafo final, en general no es muy saludable tomarse nada demasiado en serio y menos aún esto de las aficiones. Pero es cosa de la edad, a mí a los veinte me pasaba igual. Supongo que si no eres apasionado en la juventud, ¿cuándo lo vas a ser sino?
Yo a esas alturas debía de andar con los clicks de playmobil.
Y a lo sumo tal vez flipándolo con la serie Chocky, que yo creo que me hizo bastante “daño” (no recuerdo cuando se emitió, la verdad).
Habría sido un voceras antivetustez de todas todas.
Con el tiempo (espero) he llegado a ver que una cosa no está reñida con la otra: se puede flipar por igual con Ramas y Arcoíris, o si no por igual (que cada quien tiene sus preferencias), si en su justa medida.
¡A favor de las reseñas lisérgicas!