Episodes, de Christopher Priest

EpisodesEn la reseña de The Gradual (2016) ya me mostraba sorprendido por el vigor creativo de Christopher Priest a lo largo de esta década. Si bien todavía no ha llegado a la fecundidad de los autores más prolijos, tras su aparición ha publicado dos nuevos libros: An American Story, una novela sobre el 11S y la disonancia entre las historias oficiales y las paralelas, y este Episodes, un volumen particularmente interesante. Supone su primera colección de relatos en mucho tiempo. De hecho, si descartamos The Dream Archipielago, el libro que recoge las historias breves que se desarrollan en este lugar narrativo, es su primer libro de relatos desde Un verano infinito, publicado en 1979. Hace justo 40 años.

Este pequeño acontecimiento encuentra explicación en uno de los textos de acompañamiento de Episodes. Priest reconoce que su inspiración casi siempre ha estado guiada por la escritura de novelas, y la mayor parte de sus escasos relatos surgieron después de un encargo. No es algo que tenga connotaciones negativas, pero sí llama la atención en un entorno tan dominado por la ficción breve como la ciencia ficción, un género al cual ha estado vinculado desde mediados de los 60. Y debo confesar que, a pesar de mis reservas dada la pequeña decepción con The Gradual, hay en Episodes material potente. Quizás no al nivel de Un verano infinito, una colección engendrada al inicio de su período de plenitud como escritor, en la fecunda tierra entre la ciencia ficción de inspiración wellsiana de Un mundo invertido y el fantástico de naturaleza más ambigua de La afirmación. Sin embargo en Episodes ofrece dos o tres piezas con enjundia suficiente como para recomendar su lectura.

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Kirinyaga, de Mike Resnick

Reconozco que de un (largo) tiempo a esta parte, la avalancha de antiutopías, distopías o simples futuros chungos disfrazados de tales que aparecen por doquier, ya me resulta un pelín cansina, e incluso contrarrevolucionaria. Yo es que soy de la vieja guardia del Partido, de los que le tenían un poco de manía a Revolución en la granja de Orwell, no por sus méritos o deméritos literarios, sino por su carácter de cachiporra al servicio de los apologetas del vivimos en el mejor de los mundos posibles. Ya más en serio, es cierto que la naturaleza humana es profundamente imperfecta y jode casi todo lo que toca, que la cruda y sucia realidad se da de ostias con el prístino mundo de las ideas y que en teoría funciona hasta el comunismo. En teoría. Pero es que ha llegado un momento en el parece que tener convicciones políticas y aspirar a ponerlas en práctica equivale a convertirse en un tirano en potencia y que lo que se aleje un poquito del capitalismo tecnológico de mercado y la democracia liberal es camino seguro al Holocausto como mínimo. También me apena un poco que, por lo general, la ciencia ficción se afane mucho más en advertirnos de los peligros de poner en práctica las especulaciones político-filosóficas de burgueses ociosos, que en imaginar de forma más o menos rigurosa otros sistemas económicos, sociales y políticos viables y diferentes al que disfrutamos ahora. Y Kirinyaga viene a confirmarme esta pequeña frustración con el género.

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El fraude en el etiquetado de la distopía

SelecciónEn alguna ocasión comparé a un crítico o un reseñador con el maitre de un restaurante de lujo. Bien, se trata de una metáfora con bastantes grietas, pero me permite hacer hincapié en varios puntos. Que el chef, el creador, el escritor, es la verdadera estrella; que el maitre sólo es un transmisor y nada más que puede dar cuenta de lo que hacen los verdaderos talentos; y que por tanto su misión es informar al cliente de lo que hay. Parece desaconsejable que un maitre diga que un plato está bueno o no; pero sí debe informar, si se le solicita, de datos como sus ingredientes (por si alguno puede producir una alergia), el modo de preparación, el tipo de sabor… En suma, si el cliente está interesado por el plato y duda de si puede gustarle o no, el maitre debe proporcionarle la información necesaria, con sinceridad, que le permita decidirse. Y también puede darle cuenta de platos que le hayan pasado inadvertidos y se ajusten más a sus gustos, o especialidades del día que no figuren en la carta.

El hecho de que al maitre le guste ese plato o no es relativamente secundario; lo importante es que sepa explicarle a su cliente cómo es para que tome su decisión. Trasladado a nuestro terreno, si comprar y leer o no el libro.

Todo esto es muy periodístico, lo sé; soy periodista y tengo una manera de ver las cosas tan anticuada que ya ni siquiera se estila en el periodismo de ahora, el de enviar las irrelevancias que pueden contarse en 140 caracteres para crearse una “marca personal”. Más allá de esta visión por mi parte de las críticas o reseñas se encuentra el análisis literario, en un terreno totalmente distinto. Es incluso más valioso, pero creo que hay que reservarlo para platos de verdadera entidad y debe hacerse con otro tiempo, con otras aspiraciones.

La cuestión es que el maitre necesita para su explicación utilizar ciertas generalidades. Si el plato es de verduras, de pescado o de carne; si va frito, cocido, asado o la plancha; si es especialmente dulce o picante. Por supuesto, la cocina evoluciona precisamente en la dirección de ofrecer combinaciones sofisticadas; pero siempre existen datos básicos. Si alguien quiere comer pescado, es fácil determinar si un plato es en esencia de pescado o no para ofrecerlo.

Lo que quiero comentar se relaciona con este último punto. Los reseñadores necesitamos etiquetas como medio de informar a nuestros lectores de la condición del libro sobre el que queremos escribir. Las vueltas y revueltas sobre qué es o no ciencia ficción, que en realidad no tienen mayor importancia, son para mí relevantes porque quiero poder explicar con precisión si un libro pertenece a ese género o no, y puedo presentarlo como tal a mis clientes, a quienes confíen en mi criterio.

Se da la circunstancia en los últimos tiempos de que hay una etiqueta dentro de la ciencia ficción que se ha puesto de moda: la de distopía. Ya que estamos entre amigos, me permitirán que me cuelgue una medallita: hace tiempo que dije que esto podía pasar. A mi juicio, el problema de la ciencia ficción es que se empeñó en resultar cada vez menos pertinente para el lector común, centrándose en hechos como la novedad en los temas, que obliga necesariamente a un alambicamiento metarreferencial. La distopía, en cambio, supone una interpretación de nuestra realidad, una proyección de tendencias que observamos hoy en un futuro cercano y plausible.

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Trilogía del Imperio, de Isaac Asimov

Trilogía del Imperio

Trilogía del Imperio

Tiempos inauditos, estos que vivimos los aficionados españoles a la ciencia ficción. Primero fue el notable incremento en el caudal de novedades. Como si alguien hubiera abierto las compuertas de una presa, decenas de volúmenes, publicados por nuevas y viejas editoriales dedicadas al género fantástico, se desparramaron por los mostradores y anaqueles de las librerías, hasta anegar el mercado. Luego llegó el anhelado reconocimiento y la normalización, con muchos de los mejores narradores contemporáneos alimentando sus nuevas obras con las temáticas del género, inoculando con ello el virus de la cf en casi todas las editoriales generalistas y asentándola, al fin, en la sección más prestigiosa de las tiendas de libros. Y desde hace bien poco, y para acabar con todas las carencias históricas, el sueño definitivo, la llegada de formatos más económicos, como los libros de bolsillo y, finalmente, las ediciones ómnibus de cf.

En los últimos años, la publicación de este tipo de compilaciones en nuestro país, especialmente en el campo de la cf, había rozado lo anecdótico. Era más fácil encontrar en un solo volumen divisiones de novelas que conjuntos de ellas. Y es extraño, porque en el mundo editorial anglosajón el ómnibus es un formato bastante popular. Tanto, que a uno se le colorean los mofletes de envidia al comprobar en internet el gran número que hay de ellos. El momento del reencuentro con estos containers tan anhelados –me vienen a la memoria aquellos librazos de Orbis– se ha hecho esperar, pero, gracias sean dadas, por fin ha llegado. La posibilidad de conseguir, en un solo tomo, varias novelas de Brown, o las tres obras magnas de LeGuin o el tríptico del Imperio asimoviano, a un precio inferior a los 30 euros, constituye una bendición para los nuevos aficionados y, por qué negarlo, también para bolsillos más añejos.

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