Neuromante, de William Gibson

NeuromanteTuvo que ser difícil enfrentarse a Blade Runner. Esa estética decadente, ese urbanismo opresor, la velocidad de todo, la convivencia con replicantes en la ciudad, toda la mecanización de la vida que se veía en la película condicionó a un joven William Gibson a reescribir la historia que tenía en mente. O, más que la historia, el imaginario. Porque Gibson, con Neuromante, no tuvo una idea sino una imagen. Y tuvo que alejarse del diseño de producción de Blade Runner para erigir su propia concepción del futuro, de lo que les esperaba en los ochenta si seguían como siguieron. De nuevo como en sus cuentos, Gibson supo ver las inercias humanas latentes y les puso imaginario.

Hay dos títulos de los años ochenta –Menos que cero y Neuromante– que tienen un estatus parecido de clásicos instantáneos de su tiempo. Si han resistido el paso de las décadas es ya otro tema. En ambas se ve esa alienación hiperurbana, la violencia que define nuestras vidas. La de Bret Easton Ellis llegó, diría, un poco más lejos en sus logros que la de Gibson, porque además de una imagen social contaba con un ritmo trepidante, pero Neuromante consolidó una estética en verdad perturbadora, que no es poco.

Sabemos que Gibson es capaz de articular un buen puñado de piezas maestras breves; pero en Neuromante, como he sugerido, la trama es confusa y simplona, lo que tampoco es raro ni invalidante: el valor de la novela no está en lo que narra. La novela es más una estética que una historia, la consolidación definitiva y para siempre de la estética ciberpunk. Ya vimos en el propio Gibson antecedentes del imaginario urbano, ya le vimos escribiendo sobre tráfico de información, sobre ciborgs y sobre una alienación social que era la excrecencia de la tecnología mal enfocada. Pero la clave de Neuromante está en la fusión de realidades y en algunas descripciones. No tengo muy claro que haya resistido el paso del tiempo (como sí creo que lo hace Menos que cero o, por citar otra novela ochentera de ciencia ficción, Pensad en Flebas, que no se le parece ni por asomo), pero ¿por qué no?

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Episodes, de Christopher Priest

EpisodesEn la reseña de The Gradual (2016) ya me mostraba sorprendido por el vigor creativo de Christopher Priest a lo largo de esta década. Si bien todavía no ha llegado a la fecundidad de los autores más prolijos, tras su aparición ha publicado dos nuevos libros: An American Story, una novela sobre el 11S y la disonancia entre las historias oficiales y las paralelas, y este Episodes, un volumen particularmente interesante. Supone su primera colección de relatos en mucho tiempo. De hecho, si descartamos The Dream Archipielago, el libro que recoge las historias breves que se desarrollan en este lugar narrativo, es su primer libro de relatos desde Un verano infinito, publicado en 1979. Hace justo 40 años.

Este pequeño acontecimiento encuentra explicación en uno de los textos de acompañamiento de Episodes. Priest reconoce que su inspiración casi siempre ha estado guiada por la escritura de novelas, y la mayor parte de sus escasos relatos surgieron después de un encargo. No es algo que tenga connotaciones negativas, pero sí llama la atención en un entorno tan dominado por la ficción breve como la ciencia ficción, un género al cual ha estado vinculado desde mediados de los 60. Y debo confesar que, a pesar de mis reservas dada la pequeña decepción con The Gradual, hay en Episodes material potente. Quizás no al nivel de Un verano infinito, una colección engendrada al inicio de su período de plenitud como escritor, en la fecunda tierra entre la ciencia ficción de inspiración wellsiana de Un mundo invertido y el fantástico de naturaleza más ambigua de La afirmación. Sin embargo en Episodes ofrece dos o tres piezas con enjundia suficiente como para recomendar su lectura.

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Kallocaína, de Karin Boye

KallocaínaNo habría leído Kallocaína si no fuera por la insistencia del traductor Manuel de los Reyes, que lo ha recomendado en varias ocasiones en las redes sociales. Un detalle imprescindible para la difusión de los libros de muchas editoriales con limitaciones para poner en marcha la máquina de promocionar libros repartiendo toneladas de ejemplares entre los sospechosos habituales. Y bien merece esa oportunidad. Es breve, ágil, está repleto de sabrosas lecturas y, por si fuera poco, supone un pequeño descubrimiento. En un mercado absolutamente decantado hacia las novedades nos pone ante una obra con aspiraciones a clásico olvidado publicado hace 75 años.

Escrito por la escritora sueca Karin Boye, Kallocaína es una distopía concebida con posterioridad a Nosotros y Un mundo feliz, y varios años antes a 1984. Desde este punto, digamos, histórico su relevancia es notable porque además comparte numerosos aspectos con la célebre novela de George Orwell. El más evidente, su voluntad crítica con los regímenes totalitarios, especialmente el comunismo soviético. La narración tiene lugar en una sociedad absolutamente controlada por el estado donde la voluntad individual no existe y la planificación se extiende a todos los niveles imaginables. Por ejemplo los hijos son separados de sus familias para ser educados en campamentos especiales. Mientras los ciudadanos (conmílites) viven en urbes orientadas específicamente a desarrollar algún proyecto concreto (ciudad de la química, ciudad de las artes…). El estado tiene un control casi omnímodo sobre las acciones y pensamientos de todos ellos. Las delaciones son habituales, las entrevistas deben ser mantenidas delante de testigos que puedan dar fe de lo que se ha dicho y la intimidad en el hogar no existe puesto que un sistema de vigilancia controla cualquier conversación.
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¡Universo!, de Albert Monteys

¡Universo!

Cuando hace unas semanas Albert Monteys subió a twitter unas páginas de adelanto de su nuevo proyecto, un tebeo de ciencia ficción titulado ¡Universo!, mi reacción fue algo tal que así; “¡Monteys haciendo ciencia ficción! ¡Y no es de humor! ¡¿Cómo se atreve?! ¡Pero Monteys, saca otro Calavera Lunar de una vez! ¡hazme de reír!”. Soy el lector que nadie querría tener.

Pero quizá no sea tan sorprendente que Albert Monteys, en mi opinión uno de los tres o cuatro mejores autores de tebeos de humor que hay en España (y tenemos muchos y muy buenos), haya elegido la historieta de ciencia ficción para su nueva aventura en solitario, puesto que se trata de un género al que ya ha acudido en el pasado. Por ejemplo con Calavera Lunar nº 237 (1996) o aquel intento de editar un necesario tebeo infantil por parte de El Jueves, Carlitos Fax (2005). En este caso, además, el proyecto se edita en formato electrónico e irá apareciendo en www.panelsyndicate.com, la web donde Brian K. Vaughan y Marcos Martín llevan publicando The Private Eye durante algunos años con suficiente éxito como para ampliar su oferta invitando a Monteys a incorporarse a la web.

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El fraude en el etiquetado de la distopía

SelecciónEn alguna ocasión comparé a un crítico o un reseñador con el maitre de un restaurante de lujo. Bien, se trata de una metáfora con bastantes grietas, pero me permite hacer hincapié en varios puntos. Que el chef, el creador, el escritor, es la verdadera estrella; que el maitre sólo es un transmisor y nada más que puede dar cuenta de lo que hacen los verdaderos talentos; y que por tanto su misión es informar al cliente de lo que hay. Parece desaconsejable que un maitre diga que un plato está bueno o no; pero sí debe informar, si se le solicita, de datos como sus ingredientes (por si alguno puede producir una alergia), el modo de preparación, el tipo de sabor… En suma, si el cliente está interesado por el plato y duda de si puede gustarle o no, el maitre debe proporcionarle la información necesaria, con sinceridad, que le permita decidirse. Y también puede darle cuenta de platos que le hayan pasado inadvertidos y se ajusten más a sus gustos, o especialidades del día que no figuren en la carta.

El hecho de que al maitre le guste ese plato o no es relativamente secundario; lo importante es que sepa explicarle a su cliente cómo es para que tome su decisión. Trasladado a nuestro terreno, si comprar y leer o no el libro.

Todo esto es muy periodístico, lo sé; soy periodista y tengo una manera de ver las cosas tan anticuada que ya ni siquiera se estila en el periodismo de ahora, el de enviar las irrelevancias que pueden contarse en 140 caracteres para crearse una “marca personal”. Más allá de esta visión por mi parte de las críticas o reseñas se encuentra el análisis literario, en un terreno totalmente distinto. Es incluso más valioso, pero creo que hay que reservarlo para platos de verdadera entidad y debe hacerse con otro tiempo, con otras aspiraciones.

La cuestión es que el maitre necesita para su explicación utilizar ciertas generalidades. Si el plato es de verduras, de pescado o de carne; si va frito, cocido, asado o la plancha; si es especialmente dulce o picante. Por supuesto, la cocina evoluciona precisamente en la dirección de ofrecer combinaciones sofisticadas; pero siempre existen datos básicos. Si alguien quiere comer pescado, es fácil determinar si un plato es en esencia de pescado o no para ofrecerlo.

Lo que quiero comentar se relaciona con este último punto. Los reseñadores necesitamos etiquetas como medio de informar a nuestros lectores de la condición del libro sobre el que queremos escribir. Las vueltas y revueltas sobre qué es o no ciencia ficción, que en realidad no tienen mayor importancia, son para mí relevantes porque quiero poder explicar con precisión si un libro pertenece a ese género o no, y puedo presentarlo como tal a mis clientes, a quienes confíen en mi criterio.

Se da la circunstancia en los últimos tiempos de que hay una etiqueta dentro de la ciencia ficción que se ha puesto de moda: la de distopía. Ya que estamos entre amigos, me permitirán que me cuelgue una medallita: hace tiempo que dije que esto podía pasar. A mi juicio, el problema de la ciencia ficción es que se empeñó en resultar cada vez menos pertinente para el lector común, centrándose en hechos como la novedad en los temas, que obliga necesariamente a un alambicamiento metarreferencial. La distopía, en cambio, supone una interpretación de nuestra realidad, una proyección de tendencias que observamos hoy en un futuro cercano y plausible.

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Trilogía del Imperio, de Isaac Asimov

Trilogía del Imperio

Trilogía del Imperio

Tiempos inauditos, estos que vivimos los aficionados españoles a la ciencia ficción. Primero fue el notable incremento en el caudal de novedades. Como si alguien hubiera abierto las compuertas de una presa, decenas de volúmenes, publicados por nuevas y viejas editoriales dedicadas al género fantástico, se desparramaron por los mostradores y anaqueles de las librerías, hasta anegar el mercado. Luego llegó el anhelado reconocimiento y la normalización, con muchos de los mejores narradores contemporáneos alimentando sus nuevas obras con las temáticas del género, inoculando con ello el virus de la cf en casi todas las editoriales generalistas y asentándola, al fin, en la sección más prestigiosa de las tiendas de libros. Y desde hace bien poco, y para acabar con todas las carencias históricas, el sueño definitivo, la llegada de formatos más económicos, como los libros de bolsillo y, finalmente, las ediciones ómnibus de cf.

En los últimos años, la publicación de este tipo de compilaciones en nuestro país, especialmente en el campo de la cf, había rozado lo anecdótico. Era más fácil encontrar en un solo volumen divisiones de novelas que conjuntos de ellas. Y es extraño, porque en el mundo editorial anglosajón el ómnibus es un formato bastante popular. Tanto, que a uno se le colorean los mofletes de envidia al comprobar en internet el gran número que hay de ellos. El momento del reencuentro con estos containers tan anhelados –me vienen a la memoria aquellos librazos de Orbis– se ha hecho esperar, pero, gracias sean dadas, por fin ha llegado. La posibilidad de conseguir, en un solo tomo, varias novelas de Brown, o las tres obras magnas de LeGuin o el tríptico del Imperio asimoviano, a un precio inferior a los 30 euros, constituye una bendición para los nuevos aficionados y, por qué negarlo, también para bolsillos más añejos.

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