No habría leído Kallocaína si no fuera por la insistencia del traductor Manuel de los Reyes, que lo ha recomendado en varias ocasiones en las redes sociales. Un detalle imprescindible para la difusión de los libros de muchas editoriales con limitaciones para poner en marcha la máquina de promocionar libros repartiendo toneladas de ejemplares entre los sospechosos habituales. Y bien merece esa oportunidad. Es breve, ágil, está repleto de sabrosas lecturas y, por si fuera poco, supone un pequeño descubrimiento. En un mercado absolutamente decantado hacia las novedades nos pone ante una obra con aspiraciones a clásico olvidado publicado hace 75 años.
Escrito por la escritora sueca Karin Boye, Kallocaína es una distopía concebida con posterioridad a Nosotros y Un mundo feliz, y varios años antes a 1984. Desde este punto, digamos, histórico su relevancia es notable porque además comparte numerosos aspectos con la célebre novela de George Orwell. El más evidente, su voluntad crítica con los regímenes totalitarios, especialmente el comunismo soviético. La narración tiene lugar en una sociedad absolutamente controlada por el estado donde la voluntad individual no existe y la planificación se extiende a todos los niveles imaginables. Por ejemplo los hijos son separados de sus familias para ser educados en campamentos especiales. Mientras los ciudadanos (conmílites) viven en urbes orientadas específicamente a desarrollar algún proyecto concreto (ciudad de la química, ciudad de las artes…). El estado tiene un control casi omnímodo sobre las acciones y pensamientos de todos ellos. Las delaciones son habituales, las entrevistas deben ser mantenidas delante de testigos que puedan dar fe de lo que se ha dicho y la intimidad en el hogar no existe puesto que un sistema de vigilancia controla cualquier conversación.
Lo relevante viene por la perspectiva elegida por Boye para contar la historia: la confesión por escrito de Leo Kall, el químico creador de la Kallocaína. Una droga que impide a una persona ocultar ningún pensamiento o sentimiento una vez suministrada; el suero de la verdad definitivo. A través de sus palabras, desde una cierta autocompasión, Kall se define como fiel producto del sistema, con un testimonio donde la mayor parte de sus acciones y pensamientos exhiben una entrega total a sus ideales. Sin embargo lo más interesante es observar cómo continuamente esa utopía en la que afirma vivir, ese credo al cual se ha entregado en cuerpo y alma, choca con el comportamiento de sus conmílites y sus deseos individuales, caracterizados por las delaciones falsas o la corrupción de los altos cargos. La máxima expresión en Kall surge a partir de sus miedos más arraigados: el pánico a que el cariño que se profesa con su mujer sea una fachada, una simple representación ante la sociedad, y la posible relación oculta entre ella y su supervisor Rissen. El colaborador de Kall y su contrapunto, por su perspectiva cínica del sistema.
El camino seguido por Kall está marcado por el autodescubrimiento y la revelación de una serie de contradicciones propias y sistémicas, una senda en la cual la Kallocaína juega un papel esencial. Durante las pruebas donde se comprueba su efectividad descubre cómo ciertos ciudadanos han conseguido escapar al control del Estado e iniciado una especie de culto individualista consciente de ciertas evidencias sobre el pasado y la sociedad donde viven, vedadas al resto de conmílites. Eso conduce a Kall a obsesionarse con extender su uso a todos los niveles y, de esa manera, depurar la sociedad como no se ha visto hasta el momento. Además desata un pequeño apocalipsis personal cuando, mediante su uso, descubre verdades sobre su convivencia diaria que no coinciden con las que esperaba escuchar. En esta historia de autodestrucción, Karin Boye defiende la autonomía del ser humano y la existencia de parcelas de libertad indelebles. De hecho, en esta muestra de optimismo, parece apostar por que en todo régimen autoritario anida la semilla de su propia destrucción, alimentada por su deseo de llegar a más parcelas de control y su permanente conflicto con la necesidad de libre albedrío o de expresar sentimientos.
Kallocaína ha soportado bastante bien el paso del tiempo. Apenas se nota fatiga en un par de interrogatorios demasiado extensos o un momento en el cual Kall entra en contacto con los “creativos” destinados a atraer reclutas al Servicio de Víctimas Voluntarias, los conejillos de indias del sistema. No tiene demasiada relación con el resto de la historia pero propicia una extravagante visión sobre la propaganda con un toque de humor. Poca cosa para una distopía notable que merece la pena ser descubierta, especialmente si se han leído ya las tres grandes.
Antes de terminar, me gustaría dar un pequeño toque a la editorial Gallo Negro. Han acertado de lleno con la elección del título y la traductora encargada de trasladarlo al español, pero no han sabido cuidar de la misma manera otros aspectos como la ilustración de cubierta, sin relación alguna con el interior del libro, y con unos textos de introducción/presentación demasiado pobres. No influyen en el disfrute de la obra, pero con un poco más de cuidado habrían obtenido un producto intachable. Con el continente también se juega.
Kallocaína, de Karin Boye (Gallo Nero, 2012)
Kallokain (1940)
Trad. Carmen Montes Cano
224 pp. Rústica. 19€
Ficha en la Tercera Fundación
Me hace pensar en otras distopías “inéditas” en castellano, como One, de David Karp (http://en.wikipedia.org/wiki/One_%28David_Karp_novel%29). Creo que está inédita. ¿Alguien la ha leído?
Yo 🙂
¿Y?