Lo que podía haber sido es una abstracción
que queda como perpetua posibilidad
sólo en un mundo de especulación.T. S. Eliot
Se suele traducir ahora como El desaparecido pero a la primera novela de Kafka se la conoce también, y quizá mejor, como América. La interrumpió varias veces –una para escribir La metamorfosis, la otra para escribir El proceso, así, como quien no quiere la cosa–. De hecho, está inconclusa. Vemos que la propia escritura del libro ya refleja un aire de imposibilidad, de frustración de las expectativas, que es uno de sus temas centrales. Por la imposibilidad de llegar a destino, por el cíclico impedimento-de-ser que sufre el protagonista, creo que se puede leer la novela en clave claramente postapocalíptica.
Rimbaud se preguntaba qué era la eternidad, y se respondía que la mar mezclada con el sol. En Kafka, la eternidad, lo que existe en perpetuo e inmutable estado de ser constante, es un sentimiento: el del ser racional rechazado por un entorno absurdo y hostil. En Kafka la eternidad es una cara sonriente que te pide que te mueras, y accedes. Por eso esta novela, en el sentido del progresivo e imparable deterioro de las expectativas, me recuerda al relato postapocalíptico, a la devastación de todo lo vivo que se ve en esas narraciones. Si en Kafka se percibe la eternidad en ese sentimiento de negación, en las historias postapocalípticas se percibe en la ruina eternizada de su imaginario. Contienen partículas de eternidad, estas historias, aunque cada cual se desarrolle luego por sus propias vías particulares.
Karl, el protagonista de El desaparecido, llega a Nueva York para empezar una vida nueva. Eso vemos en la primera frase. A partir de ahí, todo va mal. El desaparecido es la paradoja de Zenón: por mucho que se intente, por mucho que el objetivo que se quiere alcanzar vaya lento y parezca que esté a mano, nunca se llega (Borges definió la paradoja, en “Aquiles y la tortuga”, uno de sus ensayos en Discusión, con su habitual excelencia. Iba a citar el párrafo entero pero se alargaba demasiado). Karl sufre una serie de impedimentos, todos perfectamente evitables, que hacen que conocer Nueva York sea imposible: encontrarse con un tío, ir a su casa, de ahí a la casa de campo de otro, etcétera, haciendo de su voluntad una fuerza cada vez más laxa, de sus expectativas algo más irreal.
Se puede leer esta novela, como digo, como un relato postapocalíptico: quizá no hay involución, pero sí hay itinerancia, y, sobre todo, esa eternidad representada como sucesión de absurdos sin fin. Donde la ruina es imagen de la eternidad en lo postapocalíptico, aquí, en la novela de Kafka, ese mismo tratamiento, esa sensación de tiempo que se extiende sin fin ni esperanza ante nosotros, lo vemos en los continuos obstáculos absurdos que bloquean el camino del protagonista. Uno de los más frustrantes, de los más enloquecedores, por poner un ejemplo, es cuando quiere salir de la casa en las afueras, y tanto el anfitrión como los amigos y criados se lo impiden con premisas irritantes e ilógicas. Es la eternización de esas trabas lo que enlaza esta historia con la idiosincrasia postapocalíptica, sumado a la itinerancia que conlleva el seguir hacia adelante en una situación que ya es de supervivencia.
Sí, se puede decir que no es exactamente lo mismo y que estoy tratando de forzar la lectura, pero el mecanismo de impedimento de la vida opera igual en los dos ámbitos, el kafkiano y el postapocalíptico: una serie de pasos que te conducen a la nada, un entorno hostil que te quiere anular. Son viajes hacia la imposibilidad, o hacia una posible, aunque frágil, reconstrucción de la vida; pero lo que se comparte, tanto en lo postapocalíptico como en la novela de Kafka, lo que con más fuerza arraiga, es el dinamismo, el avanzar a contracorriente en un mundo devastado (por la ruina o por el absurdo), que te destruye. La personalidad de lo postapocalíptico no se da sólo en los escombros de una civilización acabada. De ahí su grandeza. Y en la palabra kafkiano se acomodan bien estas estéticas e imaginarios inesperados.
La primera frase de El desaparecido es promesa, apertura, posibilidad. Aunque teñida de un aire persecutorio, casi hasta ciertamente criminal (como más tarde volveremos a ver en uno de los episodios de la historia), ese inicio representa una (segunda) oportunidad para Karl, el protagonista, que se aleja (o le alejan) de un embrutecimiento generalizado, por así decir, porque no emana de él sino que le viene impuesto por la mirada ajena. Y el impacto emocional que recibimos al avanzar en la lectura es que la novela entera es una sucesión de nodos que refutan esa primera frase, y por tanto hunden aún más a su protagonista en un torbellino de menudencias que le alejan de sus expectativas. Es el solitario errante en un mundo devastado (no literalmente pero sí humanamente) como en esas historias postapocalípticas. El desaparecido es el desespero definitivo. La desilusión en su sentido más estricta y enloquecedoramente literal: el reverso de las ilusiones.
No es sólo lo que le pasa cuando intenta conocer Nueva York, sino lo que le pasa y cómo eso, por añadidura, le destruye tanto a él como a lo que en potencia tendría que haber sido su estancia en Estados Unidos, que queda relegada a “un mundo de especulación”, por usar las palabras eliotianas que encabezan este texto. Es los hechos y lo que esos hechos provocan; es decir, la presencia provocando la ausencia. Así, esa Nueva York prometida a la que sin embargo nunca llega, igual que en la paradoja de Zenón, es como el mundo reverdecido en los relatos postapocalípticos: todo lo que no está. La presencia (imaginada) de lo ausente.
Vemos también, por otro lado, cómo las laberínticas chorradas de la organización burocrática, estatal y autoritaria, empiezan a desmoronarse bajo la demoledora mirada de Kafka. Esos absurdos empiezan a esbozarse en esta historia de desgaste, de itinerancia episódica por un mundo fantaseado que, como en lo postapocalíptico, no existe más que en la imaginación más desiderativa. Y abundan acusaciones, abandonos, constantes desprecios y, lo que es peor, la imposibilidad de la defensa. Todo eso se recrudecerá en las posteriores invenciones de Kafka.
El desaparecido y lo postapocalíptico se parecen como dos hermanos. Esa personalidad postapocalíptica se entrevé, como un palimpsesto, en la episódica novela de Kafka, como un palimpsesto que describiese las consecuencias de toda esa hostilidad –casi personalizada– que sufre el individuo en la ciudad, que se sufre cuando el entorno es hostil y contra el que nada puedes. Eso nos dio Kafka en esta novela ectoplásmica, en la que, como en las evocaciones postapocalípticas, se funden y confunden dos realidades: la que se ve y la que te arrebatan.
El desaparecido / América (Alianza Editorial, col. Biblioteca de autor, 2014)
Traducción: Miguel Sáenz
Bolsillo. 344 pp. 13,30 €
Ficha en La web de la editorial