Hay novelas que son un puñetazo en el estómago, novelas que te sacuden por dentro y te introducen en un mundo terrible donde no quieres estar, pero que al mismo tiempo te fascina, obligándote a seguir leyendo. A las pocas páginas, comienzas a advertir una extraña belleza en ese sombrío mundo que estás explorando, una belleza morbosa, retorcida, pero también extremada y paradójicamente pura. Poco después, ya eres incapaz de soltar el libro, aunque a veces te gustaría poder hacerlo. El norteamericano Cormac McCarthy es especialista en escribir esa clase de novelas, y La carretera es la última muestra de su talento.
Para muchos, la mayor demostración de genialidad sobreviene cuando con el menor número de elementos se obtienen los máximos resultados. Menos es más, dicen. Si esto es cierto, La carretera es una obra maestra –y si no es cierto, también–. De entrada, el argumento no puede ser más sencillo: una catástrofe ha destruido la superficie de la Tierra, o al menos gran parte de ella. El autor no especifica en ningún momento de qué clase de catástrofe se trata ni cuáles son sus causas, pero los indicios que salpican el texto –tierras calcinadas, nubes constantes, progresiva bajada de las temperaturas– dejan claro que se trata de una deflagración nuclear. En este escenario –una Tierra desierta y devastada– se mueven los dos protagonistas de la novela, un padre y un hijo cuyos nombre nunca llegamos a conocer. Ambos se dirigen hacia el sur huyendo del hambre y del frío; para ello, siguen el trazado de una carretera abrumadoramente solitaria. El padre empuja un carrito de supermercado con sus escasas pertenencias; el niño, de no más de diez años, le sigue mansamente. No conocemos nada de su pasado, salvo el suicidio de la madre, ocurrido poco después del holocausto. El resto del relato se limita a narrar la peregrinación de los protagonistas a través de un paisaje alucinado, y sus esporádicos encuentros con otros supervivientes, hasta su llegada al mítico Sur. Pero en ese mundo destruido han muerto todas las plantas y todos los animales, de modo que sólo quedan dos fuentes de alimentación: las cada vez más escasas conservas anteriores al holocausto… y los seres humanos.
Nada hay altisonante en La carretera; todo está narrado con cierta distancia, sin el menor énfasis emocional. Sin embargo, el texto nos va introduciendo paulatinamente en un estado de profunda emotividad donde se mezclan la desazón, la empatía, el horror y, también, la ternura. El paisaje que discurre frente a los protagonistas, por ejemplo: campos quemados cubiertos de cenizas, árboles resecos como esqueletos, arroyos de agua emponzoñada, cielos sempiternamente cubiertos por nubes sucias. Todo es gris en La carretera, un gris monótono y abrumador que, más que un paisaje, es el reflejo de un estado de ánimo. Un infierno gris y helado, el horror en estado puro.
No hay ni rastro de énfasis en esta novela, es cierto; sin embargo, el texto no elude mostrarnos el horror, aunque nunca se recrea en él. Es como si contempláramos algo demasiado espantoso y apartáramos rápidamente la mirada, porque no queremos seguir viendo esa monstruosidad. Por ejemplo, el padre abre el corral de una casa supuestamente abandonada y descubre la clase de «ganado para carne» que allí está estabulado. La descripción de lo que ve es muy breve, apenas dos líneas; acto seguido cierra la puerta de golpe. Pero eso es aún peor, porque esas imágenes apenas entrevistas se clavan en la mente del lector como pernos ardientes.
Finalmente, padre e hijo llegan a la costa de un mar grisáceo y muerto, y sucede lo que el lector lleva páginas y páginas esperando –y temiendo– que suceda, y entonces sobreviene una sensación de angustia infinita, de tristeza abrumadora, y el lector piensa: «No me jodas, Cormac, viejo amigo, no me dejes así, no me obligues a cerrar el libro con este amargor en los labios». Y entonces, McCarthy –nunca un autor ha sido tan piadoso con sus lectores– nos ofrece un inesperado atisbo de esperanza, un tenue rayo de luz en las tinieblas. Puede que sea una concesión; pero de ser así, jamás en mi vida he acogido con tanto entusiasmo la deferencia de un escritor para con sus lectores.
Este comentario no pretende ser una crítica, sino una entusiasta recomendación. La carretera es una espléndida novela que debe ser leída por cualquier amante de la literatura, una obra maestra sin fisuras, un clásico instantáneo. Como en gran parte de sus obras, McCarthy habla en realidad sobre la naturaleza del mal; pero en este caso ha llevado esa cuestión a un límite en el que el mal y el bien parecen carecer de sentido frente a alternativas más urgentes, como muerte y supervivencia, por ejemplo. Entonces, ¿hay circunstancias en las que la ética carece de significado? El autor no da respuesta a esta pregunta, pero quiero creer que mientras alguien, aunque sea un niño pequeño, sea capaz de pensar en términos morales, mal y bien seguirán significando algo.
La carretera es una novela dura, pero no difícil. De hecho, es un prodigio de narrativa y sobriedad. Leedla, vale la pena. Aunque si estáis deprimidos… bueno, la depresión no es el estado de ánimo más adecuado para afrontar un texto como éste, así que tomad Prozac. Pero leedla. Respecto al escritor, tanto La carretera –ganadora del Pulitzer 2007– como su otra obra maestra, Meridiano de sangre, merecen el Nobel para su autor. Pero McCarthy tiene muchos años y seguro que los próximos Nobel de literatura ya están asignados a despampanantes poetas congoleños o prodigiosos novelistas vietnamitas, dependiendo del continente que toque, de modo que no se lo darán. Una injusticia más de la academia sueca.
Nota: Esta reseña fue publicada originalmente en La fraternidad de Babel
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