¿Qué ofrece Víctor Conde al lector que se asoma a cualquiera de sus obras? Imaginación a raudales, acción desbocada, conceptos a priori inconcebibles encarnados en mundos, en sociedades, en personajes y en gadgets que no resultan tan inverosímiles tras pasar por sus manos. Conde no pretende engañar en ningún momento al lector. Le propone un pacto sincero para que se relaje, disfrute y se divierta con el espectáculo aunque, eso sí, le exige un mínimo de preparación: conocer los lugares comunes del space opera, abrir la tapa del libro con la mente abierta y aceptar la propuesta que conlleva. Pero no acostumbra a esperar a que le den permiso ni a que el lector haya cerrado su equipaje y se haya enfundado en su traje espacial. Lo agarra por el cuello al más mínimo descuido y lo arrastra a través del espacio y el tiempo en una vorágine de imágenes que cortan la respiración. Quede usted avisado: el viaje es vertiginoso y podría llegar a marearse.
Víctor Conde reúne las condiciones ideales para llegar muy lejos en este oficio: juventud, talento, frescura, ambición, desparpajo e ideas bien claras. Desde sus inicios ha adoptado la esencia del space opera, subgénero donde resulta difícil innovar, dinamizándolo con un estilo que mezcla el uso de la palabra precisa que preconizaba Flaubert con el relativismo, tanto cultural como einsteiniano; y no tiene problemas para tomar prestadas estructuras narrativas de otras disciplinas como el cine, la televisión y el cómic. Quizá las características más llamativas de su formación interdisciplinaria sea la imaginería visual que despliega en sus cuentos y novelas, deudora a partes iguales del viejo pulp como de la moderna composición visual a lo Matrix; y un ritmo que adopta pautas del género cinematográfico. Pero, en el fondo, sus novelas son una reescritura de los temas fundamentales del ser humano narradas sin la rigidez de las convenciones del género que lastran a otros –menos jóvenes– autores, sazonadas con el sabor y la frescura de lo nuevo, como si nos presentase a alguien cuya cara nos recordase a un querido viejo amigo. Con esa habilidad, Víctor Conde elude su catalogación para trascender las etiquetas del género –¿alguien estaba pensando erróneamente en nombrarlo abanderado de la new weird en España? No, él evita el encasillamiento, pero quizá estemos ante el artífice de lo que, según un buen amigo y especialista del género ha bautizado como “posmodernismo psicodélico cuántico”. Ése es Víctor Conde–.
Decíamos que Conde es ambicioso y, ciertamente, no se arredra ante ningún reto. Mystes es un claro ejemplo. Es ésta su segunda incursión “seria” en el terreno de la novela, y representa un paso de gigante respecto a El tercer nombre del Emperador. Aunque recaiga en los mismos vicios, la estructura resulta más compacta, más unitaria, mucho mejor trabajada y pulida que el título que vio la luz en Sirius. Más fácil de leer. Y finalista del premio Minotauro. Como diría Woody Allen: «Es un buen inicio».
¿Y qué es Mystes? Un mystes es un especialista en desciframiento de enigmas. Y Norte, último de los mystes que huye de la represión de la república interplanetaria ultrasocialista conocida como la Rejilla, busca la última Xfinge, un cubo de dimensiones cuánticas, de la que se ha tenido conocimiento para descifrar el enigma que encierra. Como su cuasi homónima de Tebas, un error en la pregunta que plantea la Xfinge podría acarrear, a Norte y a sus “amigos”, consecuencias fatales; pero resolverla podría devolver la paz al pedazo de Universo que conforma, y oprime, la Rejilla. Claro está, la Xfinge no es el único «contenedor de enigmas»; cada personaje principal oculta facetas que se irán desvelando a medida que los acontecimientos empujan a Norte a liderar la construcción de una inmensa torre según las indicaciones del enigma que cree desvelar; Amber, la descubridora de la Xfinge, a prepararse para la resistencia; Hesperius, el músico, a enemistarse con Norte y acercarse al Gobierno de Cruces; gobierno con el que Norte mantiene una relación tortuosa y no demasiado clara… Éste sería el esquema básico de la novela, en la que ecos de La Odisea o Jasón y los Argonautas acuden a los oídos. Sin embargo, junto a la trama principal, Conde engarza unas cuantas subtramas que despegan con fuerza pero que, a causa del amontonamiento de elementos y acontecimientos, llegan a entorpecer el ritmo en vez de agilizarlo; e incluso, en algún momento, a hacernos dudar de adónde nos conduce la novela, como si se tratase de una acumulación de ideas sin engarzar cuando, en realidad, no es así.
En otro orden de cosas, Mystes nos presenta una miríada de personajes secundarios, la mayoría apenas esbozados, pero con un puñado realmente bien perfilados; el caso de las inteligencias artificiales resulta paradigmático por lo divertidas que son y lo bien detalladas que están en tan sólo cuatro palabras; otros, simplemente, tienen afición de protagonista de novela coral sin llegar ésta a serla completamente.
Además de este ritmo descompensado (el inicio es fulgurante y el clímax final ciertamente deja un muy buen sabor de boca, deudores del mejor Alfred Bester), Conde a veces abusa de los gadgets y el lenguaje pseudocientífico, produciendo en ocasiones la ruptura de la suspensión de la incredulidad, sobre todo en lectores con formación científica. Pero éste no es su principal problema; si añadimos esta pirotecnia léxica a las subtramas que se van iniciando a lo largo de la novela y que van confundiendo el camino, y a la historia con trasfondo mitológico y trascendental, cuyo esquema básico he esbozado antes pero que ni mucho menos se limita a eso, con lo que todo el conjunto resulta realmente denso, el resultado es una obra cuya comprensión llega a ser difícil. El lector que en este viaje no lleve un amplio bagaje en sus alforjas se apeará a mitad de camino. En este sentido, obras que se podrían considerar “menores” si atendemos sólo al tono, como el díptico Piscis de Zhintra y Arena, resultan mucho más satisfactorias, en cuanto la cantidad de ideas alucinantes que se forjaron en la imaginación del autor no entorpecen en absoluto su lectura y disfrute.
Sería deseable que, en futuras novelas, Conde supiese acotar su imaginación, y se asegurase de la robustez de la trama y subtramas antes de entorpecerlas con tantas ideas; incluso el ritmo vivaz, que es una de sus mejores bazas cuando toma el tono (pues al inicio resulta incluso atropellado), se resiente al ralentizar la comprensión de la lectura.
Sin embargo, no hay que sacar una conclusión negativa: Mystes en manos de una pluma mediocre, habría devenido un pastiche, un fix-up de historias mil veces leídas, un producto confuso sin método ni objetivo. Entre los picos de acción al comienzo y en el desenlace, y el valle situado al final del primer libro e inicio del segundo, podemos encontrar lo mejor de Mystes, un ritmo endiablado sustentado en una trama bastante bien planificada pero que no descuida en absoluto el aspecto formal. Así, leemos pasajes de gran fuerza poética, rica en matices, donde resuenan ecos de tragedia griega mientras la tensión narrativa avanza y anuncia un desenlace realmente épico, que lleva a romper con las reglas de tratamiento del escenario y del tiempo narrativo. Si el lector supera los escollos antes mencionados, verá que el esfuerzo habrá merecido la pena. El que suscribe estas palabras, al menos, y aunque exhausto, cerró el libro, miró hacia el cielo y sintió una curiosa especie de comunión entre lo más pequeño y el infinito que pocas, muy pocas obras, han conseguido.
Antes aludía a su obra “seria”, en contraposición a las descacharrantes novelas protagonizadas por la Barbarella particular de Víctor Conde, Piscis de Zhintra. La diferencia estriba en el enfoque: Mystes es la actualización del viaje en busca de la solución a un enigma, el vellocino galáctico por así decir, que además de salvar a la humanidad revelará qué tipo de ser humano habita en los protagonistas, IA incluidas. Piscis, también. Pero en Mystes se adivinan lamentos de tragedia; Piscis explota la aventura, se centra en la relación entre la protagonista y sus amigos, recrea un personaje con una personalidad rica y voluptuosa en todos los sentidos. En la novela de Minotauro, el sacrificio sería uno de los armazones que vertebran la trama en el marco de una búsqueda que va más allá de los clásicos para entroncar con una de las preguntas más seductoras del género: qué es el universo, qué es la realidad. Pero, al contrario que en las novelas de la dama de Zhintra, la trascendencia resta profundidad a los protagonistas, aunque sin rebajarlos al nivel de arquetipos. Trasciende una especie de “nerviosismo” ante la empresa que parece haber atenazado la pluma sobre el papel, restándole frescura. No debería ser así; Víctor Conde tiene talento de sobras para, la próxima vez, anotarse un “excelente”.
¿Está preparado para subirse a su nave espacial? El futuro de la humanidad espera detrás de un enigma. Abróchese el cinturón y…¡alehop!