The Book on the Edge of Forever, de Christopher Priest

The Book On The Edge Of ForeverEn Octubre de 2024 se publicó en EE.UU. The Last Dangerous Visions. La tercera y última antología de la serie iniciada en Visiones Peligrosas cuya génesis se puede situar durante la fase final de formación de la segunda antología, Again, Dangerous Visions (1972). Varios de los cuentos seleccionados por Harlan Ellison no encontraron acomodo en un volumen que se fue a las 800 páginas; 300 más que la primera entrega. Ellison, que jamás se toma una disyuntiva como una elección entre alternativas, apostó por rizar el rizo del Citius, altius, fortius y comenzó a confeccionar un nuevo libro con más nombres y relatos que los dos volúmenes anteriores, en una escalada incomprensible. Pasaron a ser tres volúmenes de más de un millón de palabras, una ilustración a toda página por pieza, cientos de miles de palabras de acompañamiento (introducción, presentaciones de autores, postfacios de cada relato)…

Lo que en principio podría haber aparecido en 1973 acumuló años a sus espaldas mientras Ellison no desperdiciaba ocasión para radiar a quien quisiera escucharle la magnitud de su criatura. En tamaño, ambición, expectativas, satisfacciones… The Last Dangerous Visions se transformó en una criatura mítica, como el Supreme de Dude Comics, defendida a muerte por Ellison y sus más allegados frente a un fandom que en público nunca se mostró beligerante. Mientras, en privado, The Last Dangerous Visions se convirtió en un chascarrillo cuya dimensión es difícil de apreciar, más desde España. Visiones peligrosas lleva 4 décadas fuera de circulación y sus virtudes y defectos apenas son recordadas por unos pocos. De su continuación no se puede hablar. Jamás fue traducida.

Christopher Priest estuvo durante unos meses dentro de The Last Dangerous Visions en 1974. En una carta recogida en este libro, Ellison le pidió formar parte del grupo de elegidos en una redacción que, entre otras cosas, no deja dudas del pelotismo al cual podía llegar. Priest dejó a un lado la novela con la que estaba y escribió uno de sus mejores cuentos: “Un verano infinito”. Lo envió, aguardó respuesta, no la recibió y decidió retirarlo para colocarlo en otro lugar (el primero volumen de Andromeda, editado por Peter Weston, junto a un relato del propio Ellison). Cuando uno trata de ganarse la vida con la escritura no se está para mantener fuera de circulación lo que tanto cuesta escribir a la espera de un posible prestigio que puede tardar si la publicación se demora como parecía. Diez años más tarde comenzó a preparar el texto de lo que en 1987 aparecería con el título The Last Deadloss Visions; un fanzine donde contaría la historia del libro de Ellison. Por aquel entonces, tres lustros en preparación. Siete años más tarde, el panfleto sería recuperado por Fantagraphics en una edición ampliada, con un guiño en el título al guión televisivo más recordado de Ellison.

Llama la atención en qué momento surgió este texto. Después de publicar sus dos novelas más ampliamente aceptadas (La Afirmación y El Glamour), un año después de haber sido seleccionado como uno de los autores jóvenes de la década por Granta, Priest se solazaba con ganas en el barro más fandomero. No sólo por la batalla en la que iba a verse envuelto con alguien tan pendenciero como Ellison, con amenaza de muerte incluida. El trabajo requería tareas como peinar las revistas y fanzines de los 70 para rescatar las numerosas declaraciones de Ellison para reconstruir una cierta historia de un libro que, más allá de las fronteras del fandom, había quedado olvidado.

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Star Trek: La serie original

Foto de familia

Empecemos por el final: Prodigy, Strange New Worlds, Lower Decks, Picard y Discovery. Cinco series, ni más ni menos, tiene ahora mismo Star Trek en activo, y eso sin incluir The Orville, que técnicamente no es de la franquicia, pero como si lo fuera. La heterogeneidad de estos títulos (del humor gamberro de Lower Decks al ritmo y la espectacularidad de Discovery, pasando por la más reflexiva Picard o Strange New Worlds y su intento de recuperar el sentido de la aventura del Star Trek más clásico) demuestra que las posibilidades narrativas del universo Trek son inagotables. Y si la familia no para de crecer es porque los devenires de la Federación Unida de Planetas siguen interesando al público del siglo XXI pese a lo mucho que ha llovido desde el 6 de septiembre de 1966, cuando se estrenó el primer capítulo de la saga: La trampa humana.

Ser la semilla de la que brotó todo esto bastaría quizá para otorgar a Star Trek: La serie original (TOS por sus siglas en inglés) la categoría de «clásico», incluso aunque obviáramos su tremendo impacto en la cultura popular (el saludo vulcano y los uniformes pijamescos de la Flota Estelar, por citar dos ejemplos, están asentados en el imaginario colectivo más mainstream). Pero las virtudes de TOS van mucho más allá. La serie es hoy, todavía, una delicia plenamente disfrutable, puro entretenimiento con guiones imaginativos que invitan a la reflexión y tres personajes protagonistas —el cerebral señor Spock, el apasionado capitán Kirk y el gruñón, pero entrañable, doctor McCoy— con una química espectacular y una sinergia derivada de la inteligente manera en la que se complementan entre sí. William Shatner se ha quejado en alguna ocasión de que sus excesos interpretativos como Kirk, de los que se le acusa a menudo, eran intencionados y necesarios para resaltar la contención inherente al personaje de Leonard Nimoy, Spock, y lo cierto es que tiene todo el sentido que fuera así. Las continuas pullas entre Spock y McCoy (DeForest Kelley), la amistad que mantienen a pesar de sus diferencias, y cómo Kirk debe lidiar con los dos para mantener la concordia, son una fuente inagotable de regocijo a lo largo de toda la serie.

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Fracasando por placer (XLI): Vinieron del espacio exterior / Vinieron de la Tierra, col. Super Ficción, nº 86 y 89, Ed. Martínez Roca, Barcelona, 1984

Vinieron de...

La típica idea que parece buena pero no lo es tanto: una antología que recoja cuentos de ciencia ficción adaptados al cine. ¿Por qué, si suena bien? Porque las razones por las que se han adaptado contenidos de cf literaria a la pantalla son absolutamente ignotas. ¿Cuántas de las mejores novelas y cuentos del género han tenido versión cinematográfica? De acuerdo: están Dune, Solaris, El prestigio, Picnic junto al camino, Fahrenheit 451, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Rascacielos… y poquitas más. Por cada clásico con antecedentes literarios hay seis que surgieron de la nada, directamente para el celuloide, tuvieran o no inspiraciones literarias. No hay una sola adaptación de Le Guin, Pohl, Disch, Tiptree, Russ, Willis, Robinson o Bester, sólo una de Silverberg, y no me hagan hablar de lo de Asimov. Sujétenme que me pierdo.

Jim Wynorski, discípulo de Roger Corman, pionero en la revalorización del cutrerío que luego gente como Tarantino y Robert Rodriguez convirtieron en cosa para modernos finolis, reunió varios relatos que fueron versionados allá por 1980. Fue un par de años antes de empezar su carrera como director, que le ha llevado a firmar unas doscientas películas: entre ellas, cosas tituladas como Piranhaconda, Busty Cops and the Jewel of Denial o Sharkansas Women’s Prison Massacre, en ocasiones con seudónimos como Tom Popatopoulos, Sam Pepperman o Noble Henry. Es fácil entender que su criterio está más guiado por el entusiasmo que por el buen gusto, y que las presentaciones de los relatos están trufadas de ditirambos sobre producciones de tercera (que seguro eran objeto de admiración para el que llegaría a ser perpetrador de incontables espantos de sexta o séptima).

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Fracasando por placer (XXVIII): The Magazine of Fantasy & Science Fiction, octubre de 1969. También Ciencia Ficción, Selección 20, Bruguera, 1976

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Ya he explicado varias veces que no me parece que pueda considerarse que la Edad de Oro de la cf se sitúe en los años cuarenta, como ha sido el convencionalismo impuesto durante décadas. En años sucesivos, la práctica totalidad de los mejores autores anglosajones de esa primera época publicaron buena parte de sus obras más destacadas (Sturgeon y Heinlein en los sesenta, Asimov, Pohl y Clarke en los setenta), a la vez que se consolidaban como figuras también los mejores de los aparecidos en los cincuenta (Silverberg, Dick, Ballard, Aldiss), y los posteriores se encontraban en una prematura plenitud (porque Le Guin, Zelazny, Disch, Delany, Niven o Tiptree nunca superaron el nivel de sus primeros quince años de carrera). Aunque el final de los ochenta y comienzos de los noventa presenció la hegemonía de una nueva aristocracia (Gibson, Willis, Robinson, Vinge…) posiblemente nunca como en ese periodo entre 1965 y 1980, aproximadamente, se produjo un cruce de talentos generacional tan importante dentro del género.

Y así podían producirse fenómenos como que The Magazine of Fantasy & Science Fiction se marcara un número de aniversario con un cartel como este: Asimov, Bradbury, Dick, Sturgeon, Aldiss, Ellison, Zelazny, Niven y Bloch. Creo que ningún número de revista en la historia del género ha presentado una alineación tan poderosa, ni siquiera la propia F&SF cinco años después, cuando en sus bodas de bronce incluyó algunos nombres para mí de menor interés como los de Anderson, Dickson, Merrill o Bretnor. Si bien ese 25 aniversario entraría a la historia quizá más que este número que vengo a comentar por distintas razones: un Hugo para Ellison, el maravilloso “Tam, mudo y sin gloria” de Frederick Pohl sobre notas de Cyril Kornbluth (uno de los mejores relatos poco conocidos de la historia del género, para mí), y un cuento infame de Dick que sus seguidores preferimos olvidar, “Las prepersonas”, que generó gran polvareda al hacer montar en justa cólera a Joanna Russ, entre otras. Pero esa es una historia para otro día.

No había conseguido este número del 20 aniversario hasta hace muy poco, en perfecto estado con su cubierta negra mate y su papel de mala calidad, pero en la compra me cegó su fulgor: todos los cuentos están en el número 20 de las selecciones de Bruguera, salvo el de Bloch, que apareció en el último número (el 4) del extraño experimento de selecciones de fantasía que hizo la misma casa. Por tanto, había leído tiempo ha todos los cuentos. La razón de que me pasara inadvertido en detalle fue que, mientras el Selección 25 destacaba desde la portada que remitía al número aniversario correspondiente (del que se saltaban varios cuentos), en esta selección 20 sólo había una mención al detalle en la contraportada. El propio Carlo Frabetti, en el prólogo, anda bastante a por uvas soltando una perorata sobre la falacia de identificar progreso con calidad de vida, que es un tema que solo se toca en alguno de los cuentos incluidos. Incluso manda su típico mensajito izquierdosillo que yo compro como el rojete de cuarta categoría que soy, mencionando “la trama de intereses creados que desvían el progreso lejos y a menudo en contra del bien común”. El hecho de presentar el mejor sumario que había tenido nunca sus antologías no parece despertarle a Frabetti ni frío ni calor.

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Pinceladas (V): Mariana Enriquez y las desapariciones, “Súbenos a casa”, de James Tiptree, Jr., y “Jeffty tiene cinco años”, de Harlan Ellison

Nuestra parte de nocheLa verdad es que no tengo ni idea de si Mariana Enriquez habrá leído o no el artículo “Argentina y los muertos sin adiós”, de Rafael Sánchez Ferlosio, pero, si no, creo que su lectura podría ser un abrazo en el tiempo, un reconocimiento ‘sincero y espontáneo’[1] entre afinidades y pensamientos parecidos. Porque si, como dice Nadal Suau, es cierto que los desaparecidos son una “recurrencia enriqueziana”, entonces, al leer el artículo, vería Enriquez que Ferlosio también trataba de entender cómo afecta la desaparición al que se queda, la paradoja de saber y no saber si alguien vive, en el más bonito artículo que se haya escrito en prensa impresa. Vería que Ferlosio trataba de entender la confusión en la que se queda el quedado cuando el ido se va sin despedirse. De lo necesaria, para los primeros pasos de la reparación emocional, que es la linde de la despedida, de lo reconfortante que es saber que al menos has podido decir adiós. Y así como Ferlosio trató de entender qué consecuencias tiene la desaparición, de racionalizar sus mecanismos y el porqué de sus efectos lacerantes, Enriquez ha ahondado en las desapariciones en sí, en las circunstancias y en las consecuencias metafóricas que desgarran al que se queda, y le añade literatura y metafísica oscura en Nuestra parte de noche: en la novela se convocan también esas zonas intermedias, de existencia ambigua, como se describe en el artículo, y así la escritura de Enriquez y la de Ferlosio, complementarias, conforman un mapa de significados de la desaparición. De Mariana Enriquez hay un cuento-perfección –“La hostería”– que ya exploraba la herencia histórica de las desapariciones. Para que entendamos algo, aunque sea poco.

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Las segundas trampas del relato breve

“…no pidáis al sueño sino reposo”.
Antonio Machado, en Juan de Mairena

No tengo boca y debo gritar

En el cuento hay pequeños vicios en los que es fácil caer. Seductoras trampas que nos tientan con su apariencia de solución original. Cuando el cuento esté a punto, cuando ya le falte sólo ese toque final, llegarán las trampas y nos confundirán con sus prometedoras piruetas narrativas hasta que creamos que estamos dándole el aporte clave a la historia, y no: la estaremos despotenciando. Uno de estos fallos es especialmente dañino porque desvirtúa el conjunto de todo lo narrado, retroactivamente, sin remedio. Me refiero al quiebro final, ya sea un sueño o un inesperado cambio de enfoque, que, con su sorpresa, le da la vuelta a lo leído hasta el momento.

El sueño, utilizado como elemento sorpresa final, como explicación de todo, es un error de esos que chirrían hasta el punto de arruinarte la experiencia completa de lectura. Tenemos un cuerpo narrativo, y el sueño, colocado como final, invalida todo lo anterior y se arroga el supuesto mérito de sorprender, de romper con las expectativas lectoras. Lo malo es que lo hace de la peor manera posible. Hace que todo lo narrado quede átono, desvirtuado y olvidable porque, en el fondo, sólo era un sueño. Y como mecanismo de sorpresa es torpe: nada más simple que decir, “¡que no, hombre, que era broma!”, que es a lo que se reduce el recurso. Como espectadores, como lectores, como asistentes a un despliegue narrativo, nos quedamos sin asideros con los que recordar la historia y pensarla, y lo único que perdura es el chisporroteo tontorrón de la sorpresa.

El otro caso, primo hermano del sueño como recurso para terminar una historia, es el giro sorpresa. Y lo mismo: cambia tu percepción de lo leído hasta ese momento porque el autor o la autora te había llevado de la mano por un camino para que creyeras que todo era A, y, en el último instante, cambia un detalle particularmente significativo, en media frase, que hace que aquella previsible A, de repente y por sorpresa, sea, y haya sido siempre, B. Bien. Creo que provocar esa sorpresa final con un giro argumental, o con el volteo de un pequeño pero significativo detalle, es un recurso que no funciona, que no aporta nada. Es un recurso que sólo llama la atención sobre sí mismo y sus supuestas virtudes sorpresivas, relegando lo anterior a mera excusa para proyectar esa misma sorpresa.

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Fracasando por placer (XXIII): Mensajes de la era del ordenador, selección de Thomas F. Monteleone. Ultramar, 1986

Mensajes de la era del ordenador

Sí, en 1986 ya nos lo veíamos venir. Creo que yo ya tenía un Spectrum hacia ese año, y jugaba al Elite después de cargar con una casette; llegué a conseguir el mecanismo de aterrizaje automático, accedí a varias galaxias (cada una con 256 planetas), vi explotar novas. Pese a maravillas semejantes, no creo que hubiera sido capaz de anticipar cosas como que, apenas cinco años después, pasaría toda mi jornada laboral delante de un ordenador. De las redes sociales, El Rubius, los podcast, Disney Plas y el meme que se pasó de moda ayer ni hablemos.

El cambio se veía venir, no así su alcance ni su verdadera naturaleza. Revisar este librito desde la óptica actual tiene un componente sociológico más que curioso. Hay intuiciones, pero en él la revolución del ordenador se limita a situaciones concretas de corte siempre muy similar, y se dispara a la hora de evaluar la cercanía de la inteligencia artificial “dura”. Que el ocio y la vida laboral de un porcentaje tan alto de personas corrientes pasara por un dispositivo se ligaba sin problemas a los robots (como compañeros de juegos, facilitadores de la vida cotidiana o incluso parejas sexuales), pero jamás a los ordenadores o a su evolución en forma de televisiones o teléfonos. Simplemente, nadie pareció ver (supongo que en el campo especializado de la tecnología sí, pero a esas alturas desde luego no en la ficción o la política) que el centro del tema sería la distribución de información y la comunicación omnipresente. La conversión de casi cualquier contenido cultural en algo disponible al instante y de casi cualquier ciudadano en potencial creador de contenidos.

Thomas Monteleone, además, peca de excesivamente prudente o conservador en esta selección de cuentos sobre el tema. Abundan en ella aportaciones que en realidad no tienen gran cosa que decir salvo un chiste que hoy resulta bien obvio, bien obsoleto, mientras no hay presencia de un solo escritor ciberpunk. Es verdad que Neuromante se publicó ese mismo año, pero Gibson llevaba seis alumbrando cuentos, algunos tan significativos como “Johnny Mnemonic” o “Quemando cromo”. El resto de la alineación titular del movimiento —Bruce Sterling, Pat Cadigan, John Shirley, Lewis Shiner— llevaban al menos seis años en activo también; Rudy Rucker cuatro. En cambio, Monteleone pidió relatos inéditos sobre el tema a segundones tan justamente olvidados como Robert Vardeman, Ralph Mylius o David Bischoff, o a algún nombre relevante de dudoso encaje aquí como Roger Zelazny. Sólo tiene sentido haber convocado para la ocasión a John Sladek, un autor que hizo historia con varias obras sarcásticas, pero también profundas, sobre mecanización.

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Fracasando por placer (XXI): The Best Science Fiction of the Year 3, selección de Terry Carr, 1974

The Best SF of the Year 3

Terry Carr fue un nombre importante en el género durante una temporadita larga, creo que no sería injusto incluso decir que fue quien claramente partió el bacalao, a la manera de John Campbell décadas antes y Gardner Dozois después de él mismo, al menos durante un breve periodo, entre los años setenta y comienzos de los ochenta. Fanzinero experimentado, se convirtió en editor profesional de la mano de Donald Wollheim, con el que co-editó a lo largo de los sesenta las antologías World’s Best Science Fiction de Ace Books. Cuando los dos partieron peras al parecer no del todo amigablemente, Carr retomó la idea de Damon Knight de hacer antologías de textos originales (que había arrancado con Orbit), que pagaban mejor que las revistas, y comenzó la serie Universe, así como sus propias recopilaciones anuales de material escogido. Ambos proyectos terminaron con su prematura muerte, a los 50 años, en 1987.

Mi impresión, desde fuera, es que Carr tuvo una influencia decisiva en la consolidación de una tendencia que podríamos calificar como «post new wave», que corrió paralela al cierto neoclasicismo de los setenta, una década protagonizada por el retorno a primera línea de los clásicos (Asimov con Los propios dioses, Clarke con Cita con Rama, Bester con Computer Connection…) y autores de corte más sobrio que los nuevaoleros anteriores, digamos neoclásicos  (George R. R. Martin, John Varley, Orson Scott Card y C.J. Cherryh podrían ser los más destacados, sumados al protagonismo de Larry Niven).

Esta «post new wave» llevaría el experimentalismo de la corriente precedente a la capacidad de situar historias «en inmersión», en escenarios no justificados ni reconocibles, y en particular con el uso de personajes totalmente alejados ya de los estereotipos del género. En líneas generales, yo diría que son sobre todo deudores de nuevaoleros «independientes» como Roger Zelazny y Ursula Le Guin, y no me parece menos significativa la reivindicación en ese contexto de un autor que parecía en una posición un tanto de outsider pese a llevar publicando desde finales de los cuarenta, como era Jack Vance. Los dos nombres más relevantes que quedarían de ese periodo serían dos de características muy disímiles como Gene Wolfe y James Tiptree Jr, si bien el dominador de estos años y de esa tendencia fue un viejo zorro que había sido también protagonista en ciclos previos, Robert Silverberg.

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To Be Continued, The Collected Stories of Robert Silverberg 1953-58

To Be ContinuedHace cinco años comencé el proyecto “leer los relatos de Robert Silverberg seleccionados por él mismo”, una edición para Subterranean Press en nueve volúmenes con una implicación total del propio autor. Además de elegir el material, escribe el prólogo de cada volumen y una introducción para cada cuento. Todo con la idea de contextualizar su proceso de escritura y comentar las claves detrás de su publicación en un ejercicio de historia de la ciencia ficción de la mano del último superviviente de la generación de Dick, Sheckley, Ellison o Le Guin. Sin embargo, después de ciento y pico páginas de To Be Continued tropecé con lo inevitable: sus primeros años fueron mediocres. Quitando “Hacia el anochecer”, el resto era material de fondo como el que se publicaba a millares en las decenas de revistas de mediados de los 50. Así que lo dejé a un lado esperando un momento más indulgente. Sabía que en este caso terminaría volviendo a él. Aprecio demasiado al autor de Muero por dentro y El libro de los cráneos como para pasar de estos primeros años, esenciales en su obra posterior. A principios de junio me puse de nuevo con este libro con la idea de leerme un relato al día a media tarde, como descanso entre memorias, informes de evaluación, entrevistas de entregas de notas… Mi impresión mejoró un poco; no lo suficiente como para recomendar su lectura, siquiera a los Silverberg zombies.

Sin duda el gran valor de To Be Continued reside en los textos de acompañamiento. Lejos de conformarse con una faena de aliño al hacer una retrospectiva de su obra breve, como la de Christopher Priest en Episodes, en To Be Continued apenas existen presentaciones que no transmitan lo que era ser un jornalero de la palabra en la década de los 50. No es ya que Silverberg cuente anécdotas sobre su vida creativa en aquellos años en los que compaginaba universidad y escritura. Su trabajo codo con codo junto a Randall Garrett o Harlan Ellison o las exigencias de ser un autor tan prolífico y sus consecuencias, positivas (una existencia holgada como pocos autores de la época que dependieran exclusivamente de la escritura se podía permitir) y negativas (el cierto resquemor entre esos autores que dependían exclusivamente de la escritura) aparecen ampliamente comentados junto a otros aspectos jugosos: detalles del extenso ecosistema de publicaciones que se mantuvo activo hasta su crisis en 1958; cómo se trabajaban sus contenidos, caso de los relatos que se escribían para dar sentido a las ilustraciones de cubierta que entregaban gente de la talla de Ed Emshwiller o Frank Kelly Freas; etcétera. Y en lo importante, los propios relatos, también hay sustancia.

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Becoming Superman: My Journey from Poverty to Hollywood, de J. Michael Straczynski

Becoming SupermanYa he escrito alguna vez sobre lo fuerte que me pegó Babylon 5, a pesar de las dificultades para seguir su emisión. Y cómo me quedé después de ver en La 2 el último episodio de la tercera temporada, ese padre de todos los cliffhangers que he convertido en uno de esos ridículos mitos personales, repetido en todo tipo de eventos sociales. Desde aquel descubrimiento, seguí la carrera de su creador, J. Michael Straczynski, con un cierto interés, sobre todo en el mundo del cómic. Sin haber rebasado la categoría de lo notable, ha escrito series que bien merecen una relectura: Midnight Nation, Rising Stars y Supreme Power, este último inconcluso. Aún con esto, no sabría explicar qué me llevó a su biografía Becoming Superman: My Journey from Poverty to Hollywood. Supongo que ampliar la información sobre la producción de una de mis series de televisión favoritas. Y testar el relato de superación de cómo Straczynski se abrió camino en la escritura tras una infancia y una adolescencia traumáticas. Un exorcismo personal y, hasta cierto punto, familiar omnipresente en Becoming Superman.

Sus veinte primeros años de vida son la versión pesadillesca del sueño americano. Con un padre habituado a vivir del engaño entre cogorza y cogorza, y una madre criada en un prostíbulo y, básicamente, secuestrada por su marido desde su primer embarazo, el relato inicial de Becoming Superman entra en la categoría de lo terrorífico. Los abusos padecidos por el guionista de Sense 8, contados por separado, podrían parecer un lugar común (ese padre que, al llegar a casa, apaliza a su mujer y sus hijos; esa madre llevada al límite que casi asesina a su hijo). Sin embargo, puestos uno detrás de otro llevan a la interrogación retórica: ¿cómo pudo salir adelante?

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