Empecemos por el final: Prodigy, Strange New Worlds, Lower Decks, Picard y Discovery. Cinco series, ni más ni menos, tiene ahora mismo Star Trek en activo, y eso sin incluir The Orville, que técnicamente no es de la franquicia, pero como si lo fuera. La heterogeneidad de estos títulos (del humor gamberro de Lower Decks al ritmo y la espectacularidad de Discovery, pasando por la más reflexiva Picard o Strange New Worlds y su intento de recuperar el sentido de la aventura del Star Trek más clásico) demuestra que las posibilidades narrativas del universo Trek son inagotables. Y si la familia no para de crecer es porque los devenires de la Federación Unida de Planetas siguen interesando al público del siglo XXI pese a lo mucho que ha llovido desde el 6 de septiembre de 1966, cuando se estrenó el primer capítulo de la saga: La trampa humana.
Ser la semilla de la que brotó todo esto bastaría quizá para otorgar a Star Trek: La serie original (TOS por sus siglas en inglés) la categoría de «clásico», incluso aunque obviáramos su tremendo impacto en la cultura popular (el saludo vulcano y los uniformes pijamescos de la Flota Estelar, por citar dos ejemplos, están asentados en el imaginario colectivo más mainstream). Pero las virtudes de TOS van mucho más allá. La serie es hoy, todavía, una delicia plenamente disfrutable, puro entretenimiento con guiones imaginativos que invitan a la reflexión y tres personajes protagonistas —el cerebral señor Spock, el apasionado capitán Kirk y el gruñón, pero entrañable, doctor McCoy— con una química espectacular y una sinergia derivada de la inteligente manera en la que se complementan entre sí. William Shatner se ha quejado en alguna ocasión de que sus excesos interpretativos como Kirk, de los que se le acusa a menudo, eran intencionados y necesarios para resaltar la contención inherente al personaje de Leonard Nimoy, Spock, y lo cierto es que tiene todo el sentido que fuera así. Las continuas pullas entre Spock y McCoy (DeForest Kelley), la amistad que mantienen a pesar de sus diferencias, y cómo Kirk debe lidiar con los dos para mantener la concordia, son una fuente inagotable de regocijo a lo largo de toda la serie.
Llegados a este punto podría dejarme arrastrar por mi propio entusiasmo y liarme a soltar alabanzas sin medida —esta es una de las (varias) series por las que siento una especial debilidad—, pero hay algo que debo matizar: TOS es estupenda en muchos sentidos, pero no perfecta. Para empezar, la calidad de sus guiones (muchos de ellos excelentes) es irregular, sobre todo en la tercera temporada. Pero este ni siquiera es su principal hándicap. Para el espectador de hoy, los puntos débiles de TOS son clamorosos y saltan a la vista: hay una evidente sexualización de la mujer, Estados Unidos es un ombligo que se miran, con demasiada frecuencia, los guionistas, no existe más orientación que la heterosexual (en Metamorfosis, capítulo 9 de la temporada 2, se llega al absurdo de atribuir el género femenino a una criatura gaseosa encariñada con un astronauta humano) y otras ranciedades propias de la moral imperante en aquella época. Pero, se estará preguntando alguien, ¿acaso no es esta, precisamente, la clase de problemas que hacen que un producto, por divertido que sea, merezca ser arrojado al contenedor donde pone «polvoriento»? No. ¡No! Porque aunque TOS sea —no lo puede evitar— hija de su tiempo, tiene la vocación explícita de elevarse por encima de todos esos prejuicios. Es cierto que no lo consigue por completo, en parte por los sesgos internos de sus artífices (todos los tenemos y son complicados no ya de combatir, sino incluso de detectar), y en parte por las presiones externas para adaptar el producto a los gustos del momento. En el episodio piloto que Gene Roddenberry, creador de la serie, presentó a la productora, la número dos de a bordo era una mujer (Majel Barrett, que acabaría interpretando a la enfermera Chapel) y llevaba pantalones. El personaje de Barrett fue rechazado, y todo el mundo sabe que los uniformes femeninos se transformaron en minifaldas. Pero, a pesar de los múltiples obstáculos, en el producto final tenemos una mujer como oficial de comunicaciones —negra, para más inri—, un simpático ruso en el puente de mando (en plena Guerra Fría), una sociedad laica y solidaria, e innumerables alegatos antirracistas, antibélicos y de respeto a lo diferente.
Hay en Los hijastros de Platón (temporada 3, capítulo 10) un momento que me encanta, con una frase que condensa a la perfección el espíritu que anima la serie. La tripulación de la Enterprise arriba a un planeta, Platón, cuyos habitantes tienen poderes telequinéticos. La única excepción es Alexander, un hombrecillo cuyo tamaño es inusualmente pequeño debido a un problema genético. «¿Hay más platonianos como tú?», le pregunta Kirk, y Alexander, de primeras, asume que el capitán se está refiriendo a su cuerpo atrofiado en vez de a su incapacidad para mover objetos con la mente. Kirk lo saca de su error, sorprendido por la asunción del platoniano, con estas palabras: «De donde yo vengo, el tamaño, la forma y el color no tienen ninguna importancia». Este capítulo (que, por lo demás, debería incluir un trigger warning de vergüenza ajena) se cita a menudo, por cierto, como el primero de la historia de la televisión donde se muestra un beso interracial (entre el capitán Kirk y la teniente Uhura, interpretada por Nichelle Nichols), a pesar de que ya en un episodio anterior, Semilla estelar (T1, C22), uno de los villanos más celebrados de la franquicia, Khan Noonien Singh (supuestamente indio aunque su actor, Ricardo Montalbán, es mexicano), se besa con la historiadora de a bordo, la caucásica (y obnubilada) teniente Marla McGivers.
Las llamadas a la tolerancia son una constante en este universo en el que —oh, maravilla— la humanidad ha erradicado el capitalismo: no se usa dinero; no hay explotación ni pobreza. Por lo general son las civilizaciones menos avanzadas con las que contacta la Enterprise las que nos ponen delante el espejo en el que reconocer nuestros defectos. Y qué reconfortante es, pardiez, esa humanidad evolucionada que nos muestra Star Trek, imaginar que nuestros descendientes pudieran llegar a ser como esas personas que se avergüenzan al reconocer que hubo un tiempo en el que La Tierra fue, también, un lugar violento, plagado de injusticias y abusos.
Como producto de ciencia ficción, diría que TOS lo tiene todo: sentido de la maravilla, especulación, aventura, evasión y crítica social. Algunos de sus imaginativos planteamientos serán retomados en proyectos posteriores: pienso ahora en, por ejemplo, El regreso de los arcontes (T1C21), germen de La purga y sus secuelas, o en el ya mencionado Semilla estelar, que daría pie a la mejor película de Star Trek hasta la fecha: La ira de Khan (Nicholas Meyer, 1982). Entre los múltiples temas que se exploran a lo largo de las tres temporadas hay universos espejo, formas de vida no basadas en el carbono, seres unicelulares de miles de kilómetros de longitud, inteligencias artificiales autoconscientes, sociedades gobernadas por superordenadores, alienígenas venerados como dioses, refugiados que emigran a otras épocas históricas, robots que suplantan a humanos. Norman Spinrad, Harlan Ellison, Fredric Brown, Richard Matheson, Robert Bloch y Theodore Sturgeon son algunos de los autores que colaboraron con la serie. Casi nada.
TOS aporta también un disfrute puramente estético, más allá de su aire retro y de los extravagantes looks de los alienígenas. Hay una elegancia singular en la manera en la que está rodada, un mimo que se percibe sobre todo en las tomas en el interior de la Enterprise, donde los actores son ubicados estratégicamente, en coreografías que persiguen la composición perfecta. Su utilización de los colores es única, tanto por la saturación intensa como por la audaz elección de los tonos. No sé si los televisores en blanco y negro de la época estarán detrás de esos cielos extraterrestres intensamente rosas, verdes o naranjas, del mismo modo que determinaron el código de colores —azul, rojo y amarillo (técnicamente, «verde lima»)— utilizado por los uniformes de la Flota: «Fue una decisión puramente técnica. Tratamos de encontrar los tres colores que se vieran más diferentes entre sí tanto en televisores en blanco y negro como en color», explica William Ware Theis, responsable de vestuario, en una cita recogida en Star Trek Costumes: Five Decades of Fashion From The Final Frontier (Paula M. Block y Terry J. Erdmann). Y, aunque entiendo que el cartón piedra y los decorados reutilizables —y mil veces reutilizados— puedan inspirar rechazo a algunos, a mí me parecen solventes y de una autenticidad gratificante, mientras que me resulta extraña y antipática la Enterprise más reciente, la que nos muestra Strange New Worlds, con sus espacios inmensos, inmaculados y fastuosos.
Cada episodio de la serie original es independiente y autoconclusivo (salvo un capítulo doble, La colección de fieras, que recicló ingeniosamente material del piloto descartado), así que no es necesario comenzarla desde el principio ni verla entera para disfrutar de todo lo bueno que ofrece. Y por si a alguien le ha picado el gusanillo trekker, pero no hasta el punto de estar dispuesto a chuparse TOS de cabo a rabo, propongo aquí, a modo de breve menú degustación, siete de mis episodios favoritos (mi intención era recomendar solo seis —dos de cada temporada—, pero añado uno de propina porque tengo poquísima fuerza de voluntad):
El diablo en la oscuridad (temporada 1, capítulo 25). Gene L. Coon (uno de los más asiduos colaboradores de Roddenberry) le da la vuelta al concepto de monstruo y lanza un mensaje antiespecista y ecologista.
La máquina del juicio final (T2, C6). Una historia épica de Norman Spinrad con un comodoro desquiciado empeñado en sacrificar la Enterprise y un robot kilométrico que recorre el espacio reduciendo planetas a escombros.
El propio enemigo (T1, C5). Richard Matheson firma esta suerte de moderno Doctor Jeckyll y Mr Hyde que explora la dualidad del ser humano.
Los tribbles y sus tribulaciones (T2, C15). Esta historia de David Gerrold es una delicia en clave de humor que Deep Space Nine revisitaría, décadas más tarde, en otro capítulo maravilloso: Juicios y problemas con tribbles (T5, C6).
Que ese sea su último campo de batalla (T3, C15). Gene L. Coon y Oliver Crawford ponen de manifiesto el sinsentido de los prejuicios racistas y los peligros del fanatismo.
Los guardianes de la nube (T3, C21). Con guion de David Gerrold y Oliver Crawford, se centra en una sociedad cuya clase alta vive literalmente en una nube, rodeada de lujo, a costa de las penurias que sufren los mineros que habitan en el planeta. En su lucha por ser escuchados, los mineros llegan incluso a atentar contra obras de arte, cual antisistemas del siglo XXI contra el cambio climático, para horror de los refinados habitantes de las alturas.
Hijo de un jefe (T2, C11). La guionista D. C. Fontana, colaboradora habitual desde los orígenes de la serie, fue, entre otras cosas, una de las responsables principales del desarrollo de personaje de Spock. Hijo de un jefe no suele mencionarse entre sus trabajos más memorables, pero es un ejemplo fantástico de cómo funcionan las dinámicas entre los tres protagonistas, cuenta con momentos muy divertidos y es uno de los pocos episodios para lucimiento del doctor McCoy.
Con todas sus imperfecciones, y a pesar de haberse quedado obsoleta en algunos aspectos, la serie original de Star Trek sigue siendo entretenidísima, encantadora y a menudo, todavía, pertinente. Pese a las décadas transcurridas y a la abundante (y potente) competencia, TOS se mantiene firme como una de las mejores entregas de la franquicia hasta la fecha. Y digo «una de las mejores» porque no llega a ser la mejor. Ya que dicho puesto está ocupado, que conste en acta, por Deep Space Nine. Pero esa es otra historia y debe ser contada en otra ocasión.
Grandísimo artículo! Expresaste muchas de las cosas que siento por TOS!
Yo entré al mundo Star Trek gracias a esta serie, la empecé a ver por curiosidad ya que había visto un episodio de Futurama que la homenajeaba. Me pareció peculiar, entré. Y me encantó.
La camaradería entre la tripulación, esto que mencionás de las “coreografías” en el puente de mando (realmente uno se cree que esas personas están manejando una nave estelar, no están apretando botoncitos de colores porque sí) y esa tríada protagonista genial.
“The enemy within” es uno de mis episodios favoritos, de lejos. También me gusta mucho “El regreso de los arcontes” o el clasicazo “Arena” (la secuencia del bombardeo a la colonia de la federación a día de hoy me parece espectacular y está muy bien hecho para una serie de televisión de esa época)
Después me llevé una decepción MUY grande cuando vi The Next Generation, una serie que tiene muchos laureles, pero me pareció bastante parca y desabrida (Tiene ideas interesantes, pero me parece que carece del encanto que tiene TOS)
Y por último, debo coincidir contigo en que Deep Space Nine es la MEJOR serie de Star Trek. Tiene TODO lo bueno de TOS sumado a todo elemento interesante de TNG