Terry Carr fue un nombre importante en el género durante una temporadita larga, creo que no sería injusto incluso decir que fue quien claramente partió el bacalao, a la manera de John Campbell décadas antes y Gardner Dozois después de él mismo, al menos durante un breve periodo, entre los años setenta y comienzos de los ochenta. Fanzinero experimentado, se convirtió en editor profesional de la mano de Donald Wollheim, con el que co-editó a lo largo de los sesenta las antologías World’s Best Science Fiction de Ace Books. Cuando los dos partieron peras al parecer no del todo amigablemente, Carr retomó la idea de Damon Knight de hacer antologías de textos originales (que había arrancado con Orbit), que pagaban mejor que las revistas, y comenzó la serie Universe, así como sus propias recopilaciones anuales de material escogido. Ambos proyectos terminaron con su prematura muerte, a los 50 años, en 1987.
Mi impresión, desde fuera, es que Carr tuvo una influencia decisiva en la consolidación de una tendencia que podríamos calificar como «post new wave», que corrió paralela al cierto neoclasicismo de los setenta, una década protagonizada por el retorno a primera línea de los clásicos (Asimov con Los propios dioses, Clarke con Cita con Rama, Bester con Computer Connection…) y autores de corte más sobrio que los nuevaoleros anteriores, digamos neoclásicos (George R. R. Martin, John Varley, Orson Scott Card y C.J. Cherryh podrían ser los más destacados, sumados al protagonismo de Larry Niven).
Esta «post new wave» llevaría el experimentalismo de la corriente precedente a la capacidad de situar historias «en inmersión», en escenarios no justificados ni reconocibles, y en particular con el uso de personajes totalmente alejados ya de los estereotipos del género. En líneas generales, yo diría que son sobre todo deudores de nuevaoleros «independientes» como Roger Zelazny y Ursula Le Guin, y no me parece menos significativa la reivindicación en ese contexto de un autor que parecía en una posición un tanto de outsider pese a llevar publicando desde finales de los cuarenta, como era Jack Vance. Los dos nombres más relevantes que quedarían de ese periodo serían dos de características muy disímiles como Gene Wolfe y James Tiptree Jr, si bien el dominador de estos años y de esa tendencia fue un viejo zorro que había sido también protagonista en ciclos previos, Robert Silverberg.
El actual decano de la ciencia ficción, que ya llevaba en activo desde los cincuenta, ejerció una hegemonía sobre el género casi aplastante entre la segunda década de los sesenta y la primera de los setenta, con un par de novelas buenas al año, cuentos por todas partes y hasta sus propias antologías en la misma línea, New Dimensions, de material inédito, y Alpha, reediciones. Silverberg, según dicen las malas lenguas, puso fin a ese periodo en una rabieta por no ganar el Hugo a la mejor novela en 1977 con Sadrac en el horno, a manos de La estación del crepúsculo, de Kate Wilhelm. En realidad, el enfado podría venir ya de antes y esta fue la típica gota que colmó el vaso (porque Sadrac en el horno no es la mejor de sus novelas y, de hecho, es divertida pero muy rarita), puesto que Silverberg había quedado finalista del Hugo con Espinas en 1968, Por el tiempo en 1970, La torre de cristal en 1971, Tiempo de cambios y El mundo interior en 1972, Muero por dentro y El libro de los cráneos en 1973, y El hombre estocástico en 1976, sin mencionar que dos obras maestras como Regreso a Belzagor y El hombre en el laberinto no tuvieron ni siquiera esa consideración, y que en esos diez años publicó también obras tan apreciables como Estación de Hawksbill, Las máscaras del tiempo o The Gate of Worlds.
Una oferta millonaria, récord para la época, le hizo volver a la acción en 1980 con una fantasía convencional pero creo que minusvalorada, El castillo de Lord Valentine, que por ironías del destino volvió a quedar segunda en el Hugo. Es el autor con más novelas finalistas sin ganar, nueve, mientras que Lois McMaster Bujold se lo ha llevado cuatro veces. Esto vendría a resumir mi opinión sobre los premios.
Cierto es que el cuento con el que Silverberg está presente en esta antología, «Breckenridge and the Continuum» / «Breckenridge y el contínuo», no es precisamente memorable. Se trata de una pieza confusa y poco satisfactoria con un protagonista contemporáneo desplazado a los confines del universo, que comparte con buena parte de los cuentos de esta antología algunos elementos: preocupaciones ontológicas, inmersión en escenario totalmente heterodoxo, notas cultas. Pero el relato no va a ninguna parte y parece incluido porque no tener a Silverberg en ese momento era pecado, si bien ese mismo año publicó al menos tres relatos claramente mejores que yo haya leído, uno de ellos, «Many Mansions», en la Universe 3 del propio Terry Carr.
Por cierto que no he mencionado hasta ahora que existe una versión mutilada de esta recopilación en castellano, publicada con el título Las ruinas de mi cerebro en la editorial Caralt. Otro rato hablo de estas extrañas antologías, que salían casi siempre encabezadas por tres autores de los varios recogidos en el tomito. El volumen de Caralt contiene seis de las once historias incluidas en el original, y las razones por las que se escogieron unos y se dejaron otros escapan completamente a mi comprensión (tampoco sé quién lo hizo: nunca he sabido quién estaba detrás de esta colección). «Breckenridge…», aunque quizá es el peor relato de la antología original, se incluyó porque supongo que permitía poner a Silverberg en la portada, en este caso junto a Philip José Farmer (que era entonces autor de bastante tirón, desde la aparición de A vuestros cuerpos dispersos en el número 50 de Nueva Dimensión y las sucesivas traducciones de Acervo) y Ursula Le Guin.
Hecha esta salvedad, vamos con los cuentos por el orden en que aparecen la recopilación de Carr. Empieza con «Something Up There Likes Me» / «Algo ahí arriba me ama», uno de los relatos con los que Alfred Bester volvió al género en esa época tras más de una década de práctica inactividad por centrarse en su carrera periodística. Esta historia apareció en una antología homenaje a John W. Campbell tras su fallecimiento, con originales de los diferentes autores que habían comenzado a publicar bajo su ala. Es un cuento no tan bueno como los suyos de los años cincuenta (tampoco malo) sobre un satélite que cobra conciencia y su relación con los dos científicos que le crearon, que se enamoran. Tiene alguna dosis del sentido del humor marca de la casa, y en resumen es mejor que prácticamente todo lo que Bester publicó en esa segunda etapa, por lo demás francamente poco memorable (Computer Connection fue una novela que tuvo en su momento un prestigio cuyas razones se me escapan: me pareció flojísima y su actual olvido está más que justificado).
«The World as Will and Wallpaper», de R. A. Lafferty, es el único contenido de la antología que permanece inédito en castellano. Es un muy, muy laffertiano cuento en el que un hombre decide avanzar hacia el oeste, en un planeta (pongamos que la Tierra, pero como ya he dicho la contextualización había quedado muy demodé en la cf de esa época) totalmente ocupado por una ciudad. El protagonista se llama William Morris, como el socialista utópico que escribió algunos textos hoy en el protocanon de la cf, y quiere encontrar el bosque del que escribió su homónimo en su última novela publicada, El bosque del fin del mundo. El periplo da lugar a sucesivas descripciones bizarras made in Lafferty y termina justificando el título, de parentesco con Arthur Schopenhauer (cuya principal obra, recordemos, es El mundo como voluntad y representación; el relato podría traducirse como «El mundo como voluntad y papel pintado»). Si las referencias parecen oscuras, recordemos que Lafferty quedó finalista del Nebula con una novela basada en las Moradas de Teresa de Jesús, Fourth Mansions. El cuento me parece de los que han envejecido bien del autor, y se incluyó en la reciente recopilación de su obra en Gollancz, prologado por Samuel Delany.
La primera de las novelas cortas incluidas en el volumen es «Rumfuddle», de Jack Vance, que como ya mencioné vivía por entonces una progresiva integración en la alta sociedad del género que parecía habérsele negado en los veinte años previos pese a su popularidad y ocasionales premios. Vance completó esta historia (luego incluida en los volúmenes de sus mejores obras) a propuesta de Silverberg, que lanzó el desafío de escribir sobre el mismo tema también a John Brunner y Larry Niven para formar una antología conjunta. La trama sigue una especie de broma-crimen a través de múltiples universos intercomunicados, en una sociedad en la que cada familia puede vivir en su propia versión alternativa de la Tierra, toda enterita para ellos. La idea es demasiado ambiciosa y aunque el texto se lee con gusto, a mi juicio se le va algo de las manos a Vance, que no jugaba en su territorio más propicio: el argumento termina por tener demasiados agujeros. Entiendo que Caralt no lo incluyera en su selección, pues había sido publicado poco antes por Bruguera, como parte de la división en dos tomitos de la antología que era originalmente Lo mejor de Jack Vance.
F. M. Busby fue un señor que publicó bastante en esos primeros años setenta, tras jubilarse de su trabajo como ingeniero en Alaska. Aunque luego desarrollara una carrera más bien adocenada, sus primeros relatos eran francamente originales, como si fueran el fruto de notas acumuladas durante años a las que al fin dio salida cuando tuvo tiempo. Aquí se incluye «Tell Me About Yourself» / «Cuéntamelo todo de ti», que es un cuento de una contundencia notable sobre un tema durísimo: el amour fou del narrador por uno de los cadáveres embalsamados que encuentra en un prostíbulo necrófilo. No acierto a determinar si este relato, prácticamente definitivo en su denuncia de la cosificación de la mujer, sería hoy considerado ejemplar o impublicable. Puede encontrarse en castellano en el 137 de Nueva Dimensión.
Harlan Ellison consiguió uno de sus numerosos premios Hugo al mejor relato (largo, en este caso), con «Deathbird» / «El pájaro de la muerte», una de esas historias suyas desgarradas, fuera de control, pero que en esta relectura en el original me ha dejado un sabor de boca mucho mejor al que recordaba. En apenas treinta páginas, mediante capítulos aparentemente inconexos, Ellison plantea una cosmología alternativa a partir de las contradicciones de la cristiana, recuperando para el Tentador al rol de posible liberador. A media historia se hace obvio que Ellison está transmitiendo aquí toda su rabia por la muerte de su perro, que le había acompañado durante una década y había sido el origen de su famosa novela corta de pocos años antes, «Un muchacho y su perro». En su búsqueda de responsabilidades, señala a Dios y fantasea con un universo distinto. Si todo esto parece complicado es porque lo es, también satisfactorio por la prosa como a puñetazos del autor en su mejor forma. El Hugo seguramente llegó como un homenaje a esa sinceridad exhibicionista tan propia de Ellison, que utilizó las revistas de cf durante décadas como hoy emplea mucha gente las redes sociales.
El cuento de Ellison perdió el Nebula ante el que viene después y que a su vez quedó segundo en el Hugo, «Of Mist, Grass and Sand», de Vonda McIntyre, que luego fue el primer capítulo de la novela multipremiada Serpiente de sueño, publicada cinco años más tarde. El relato deja tantos cabos sueltos que su continuación parecía no sé si prevista o totalmente lógica. La ejecución es impecable por parte de esta autora que ha sido un tanto discontinua en la calidad de su producción, y tiene un elemento fantástico muy tenue: la protagonista es una especie de curandera que utiliza serpientes (las Niebla, Hierba y Arena del título, que en la traducción de la novela al castellano se cambiaron a términos que empezaran con «s» a petición de la autora) para su labor. El escenario aquí queda totalmente indefinido, aunque en la novela se da por hecho que es una Tierra postatómica. La novela va un pasito más allá en calidad que este cuento, sugerente pero no memorable.
También ganó el Nebula, aunque en novela corta, «The Death of Doctor Island» / «La muerte del doctor Isla», de Gene Wolfe, una historia a la que ya me referí de pasada en una entrega anterior. El Hugo lo perdió ante «La muchacha que estaba conectada», de Tiptree, que francamente creo que es mejor. Este es un relato de inmersión en toda regla, con personajes (un adolescente violento, un muchacho en el que los dos hemisferios de su cerebro funcionan autónomamente, una inteligencia artificial del tamaño de un pequeño mundo), que se encuentran en un escenario onírico del que poco a poco averiguaremos cosas hasta dar forma a una panorámica tenue, pero original y coherente. Ha sido reeditado una y otra vez, y aunque tiene sus méritos, me parece más espeso y menos satisfactorio que otras dos grandes novelas cortas de Wolfe de la misma época, «La quinta cabeza de Cerbero» y «Siete noches americanas».
Con «The Ones Who Walk Away from Omelas» / «Los que se marchan de Omelas», de Ursula Le Guin, damos una paso adelante, el paso más largo que en mi opinión podría darse, porque honestamente creo que este es uno de los mejores cuentos de la historia del género, y seguramente el que yo escogería si tuviera que quedarme sólo con uno. Alegoría breve y perfectamente ejecutada de nuestra sociedad, en ella se aúna la brillantez de la idea con el estilo impecable de la autora. En una época en que hubo alguna posibilidad de que yo diera una clase universitaria sobre literatura de ciencia ficción, pensé que este cuento sería lo que haría leer en primer lugar a mis alumnos: creo que es exactamente lo que debería buscar ser siempre el género. Sin olvidar que alguien que a los 18 años (más o menos cuando lo leí por primera vez) no encontrara en esta historia razones para el debate o la acción, demostraría no tener alma. Yo creo que para un profesor puede ser útil saber qué alumnos no tienen alma. No sigo hablando de esta historia porque podría dedicarle un ensayo entero, e incluso tal vez lo haga, pues la relectura (por primera vez en versión original) ha confirmado todas mis impresiones previas.
Inevitablemente el siguiente contenido no es tan bueno, pero «Sketches Among the Ruins of My Mind» / «Las ruinas de mi cerebro» se defiende por sí solo. Esta novela corta de Philip José Farmer fue elegida para dar título a la ya mencionada selección de Caralt, Las ruinas de mi cerebro, y contiene uno de esos argumentos «de idea» tan poderosos que deja un recuerdo imborrable. El protagonista despierta pensando que es miércoles, cuando es domingo; ha perdido el recuerdo de los cuatro días previos. A cada día que pase, olvidará no sólo el día anterior, sino otros cuatro precedentes. La improbable trama tiene una explicación bastante traída de los pelos, pero lo importante es lo que hace Farmer con ella, retratando la deconstrucción de un hombre que ve cómo sus hijos siguen creciendo mientras su inteligencia retrocede hasta la de un bebé, cómo se olvida de los amores que sintió, cómo la sociedad en su conjunto debe adecuarse a un escenario de absoluto caos. Pese a lo brutal del novum, Farmer es mucho más eficaz y sutil, en su brevedad, que Gene Wolfe en las novelas de Latro y Christopher Nolan en el guión de Memento, por citar dos argumentos similares. Esta fue una buena época para la producción breve de Farmer, que poco antes firmó otras tres obras casi maestras, «Jinetes del salario púrpura», «La sombra del espacio» y «Una historia entre tantas del mundo de Solo-Martes». Es una pena que dedicara casi todo su tiempo a escribir pulps, derivativos y chorradas (que supongo que le divertían más y seguramente le proporcionaron más dinero, aunque hoy disminuyan su relevancia), porque de talento iba sobrado.
La elección para cerrar este excelente volumen de «The Women Men Don’t See» / «Las mujeres que los hombres no ven», de James Tiptree Jr., resulta a la postre agridulce. Porque ese mismo año Tiptree publicó dos de sus mejores cuentos: «Amor es el plan, el plan es la muerte», que quizá sea el relato definitorio de los cambios que el género afrontó en estos años (y un cuento acojonante de por sí), y «La muchacha que estaba conectada». En comparación, este es bueno, y se cita de forma invariable entre sus mejores trabajos, pero me resulta mucho más ambiguo, y además creo que se disfruta sobre todo a sabiendas de que Tiptree era una señora que estaba muerta de risa en su casa mientras Carr escribía en el prólogo que «esta es la respuesta masculina a «When It Changed» / «Cuando las cosas cambiaron» de Joanna Russ» o Silverberg prologaba una de sus antologías diciendo que era la única voz viril relevante surgida en el género en los últimos años. El cuento, por lo demás, tiene el tema de cf un poquito pegado a última hora y brilla sobre todo por la narración en primera persona masculina que, como decía, desde la perspectiva actual se desvela sarcástica. Mi admiración por la señora Alice Sheldon es prácticamente ilimitada.
De todo lo que yo he leído coincido más o menos con la práctica totalidad de tus comentarios. Incluso con el cuento de Vonda McIntyre, que suele tener muy buenas críticas, no sé si influenciadas más por la novela que por el cuento en sí. Desde luego una época muy curiosa con historias tanto experimentales como más clásicas pero renovadas. Gracias!