Gideon la Novena, de Tamsyn Muir

Gideon la NovenaEn ese carrusel de expresiones manidas en el que demasiadas veces se convierte una reseña, “la primera novela” se mantiene como uno de los valores más seguros a la hora de establecer cualquier consideración cuando existe la oportunidad de utilizarla. Esa fuerza, ese vigor, esa transgresión que empujan al autor nuevo en el formato, ávido por culminar un caso práctico de que una fantasía innovadora es posible, con gotas de hibridación con la corriente X o el género Z mientras se incorpora lo aprendido del mundillo Y. En el caso concreto de Gideon la Novena ponen más carne en el asador de participar del estereotipo su aparición en los diferentes premios (finalista del Hugo, el Nebula y el Mundial de Fantasía), el texto de la cubierta trasera

El Emperador necesita nigromantes. La nigromante de la Novena necesita una espadachina. Gideon tiene una espada, unas revistas guarras y ninguna paciencia para tonterías con los muertos vivientes.

, los blurbs de rigor

«No habrás leído nada parecido.»
Forbes

«¡Nigromantes lesbianas exploran un palacio gótico encantado en el espacio!»
Charles Stross

y una serie de problemas narrativos acuciantes. Al final me va a resultar imposible escapar de esta marca.

Gideon la Novena abre la trilogía de La tumba sellada, la serie de libros que han dado a conocer a Tamsyn Nuir. A tenor de sus títulos, cada una tendrá una protagonista distinta vinculada con La Novena Casa, una de las facciones que, repartidas por los planetas de un extraño sistema, sirven al Rey Imperecedero. En el diezmilésimo año de su reinado este emperador inmortal ha convocado a los herederos de las ocho casas (la Primera es la suya) a una prueba en la Morada Canáan; una mansión de dimensiones colosales que dejaría como una humilde choza a un palacio real del barroco. Todos ellos, nigromantes avezados en diferentes artes, acuden en compañía de sus caballeros, sus mejores vasallos especializados no sólo en el manejo de armas blancas sino en entregarse en cuerpo y alma si así les es requerido. Ante ellos se abre una ordalía para determinar quiénes serán los lictores del Emperador. Todas las casas parecen mejor preparadas que la Novena. Su caballero, Ortus, ha desertado y su lugar ha sido ocupado por Gideon, una paria repudiada por su casa y con problemas para aceptar cualquier jerarquía: está enfrentada a muerte con Harrow, la nigromante a la que debiera servir. Pero sin este tipo de retos insuperables el space opera sería mucho más aburrido, ¿no?

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Ciudad de jade, de Fonda Lee

Ciudad de JadeEs digno de estudio el complejo que te puede entrar cuando disfrutas con una novela tan aparentemente insustancial como Ciudad de Jade. Una historia encuadrada entre la fantasía y la temática criminal, en la línea de Yendi. Duelo de rufianes, el segundo libro de la serie de Vlad Taltos. Una guerra de bandas por el control de un distrito de la ciudad Adrilanka que no deja de dar golpes de remo desde empujones más propios de un relato de hampones en el Chicago de la ley seca. El discurso cultural dominante sitúa una historia de este pelaje como necesariamente menor y casi ni se entra en la discusión de si ese disfrute es una cuestión de simpatía o puede haber algo más. Esa ausencia de debate, fiarlo todo a “es una mierda, pero es mi mierda”, resulta empobrecedor.

Ciudad de Jade, agraciada con el premio Mundial de Fantasía a la mejor novela en 2018 y publicada en España por Insólita Editorial, se sostiene sobre la enésima historia de familias en conflicto por el dominio de un territorio y una sustancia con una base maravillosa: el Jade. Esta piedra preciosa, controlado por un cartel de la isla de Kekon, puede dotar a quien lo porta de habilidades sobrehumanas de diversa índole, desde una percepción afilada a una piel inquebrantable, pasando por la telequinesis o una velocidad endiablada. Aunque dependiendo de la base genética del individuo, su formación, su abuso, puede generar resistencia, hipersensibilidad o dependencia. Como sólo los oriundos de Kekon han evolucionado para poder canalizar esa energía, hay incluso una droga sintética que permite llegar a controlarla, aunque tiene unos efectos secundarios que llegan a poner en riesgo su vida.

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El idioma de la noche. Ensayos sobre fantasía y ciencia ficción, de Ursula K. Le Guin

El idioma de la nocheLeer los ensayos de un novelista es verle algo más de cerca, como cruzar la puerta para entrar en su casa, como (atreverte a) hablar con él o con ella después de una conferencia. No tiene por qué quedar expuesta la urdimbre de la escritura misma en esos ensayos, pero las opiniones, las filias y detracciones, el ángulo desde el que se escribe y cómo entiende el mundo, sí queda, en general, expuesto, y así entendemos mejor la mente que ha imaginado otros mundos, esos ficticios mundos reales. La inteligencia de Ursula K. Le Guin (aunque no siempre la humildad), está a nuestro alcance gracias a Círculo de Tiza, que ya editó, en 2018, Contar es escuchar, y, ahora, más cerca aún, gracias a Gigamesh, que recupera El idioma de la noche en una edición impecable, bonita y cuidada (como para regalar o lucir en un espacio destacado de tus estanterías), de esta colección de ensayos de 1979.

Contar es escuchar no me gustó para nada. Tengo que admitirlo. Aparte de decir cosas sensatas y muy bien vistas, que las dice, claro, me pareció que incurría a menudo, muy a menudo, en una actitud condescendiente y ofensiva hacia los escritores jóvenes (página 340, página 364), hacia la crítica literaria (página 232), e incurría, también, en una molesta tendencia a dar por sentadas ciertas cosas sin necesidad de matizar nada, como cuando dice “Los lectores devoran libros. Las películas devoran a los espectadores”, en la página 359, por poner sólo un ejemplo. E incurría también en la obviedad facilona, como cuando se pregunta, retóricamente, “¿Cómo podría escribir si no leyera?”, en la página 370, y todo esto hizo que avanzar por sus páginas fuera desesperante. Pero Le Guin es perfectamente libre de decir lo que quiera, y eso es, realmente, lo único que importa. Tampoco quiero obviar el hecho que más me gustó: la defensa desacomplejada y por otra parte bien argumentada de Tolkien. ¡Defiende tus gustos, claro que sí!

El idioma de la noche es una colección de ensayos y prólogos más amable (en el sentido de que no trasluce actitudes arrogantes ni perdonavidas, o al menos no tanto). Traducido por Ana Quijada e Irene Vidal (a un castellano que fluye y suena natural, como la prosa de la autora), el libro contiene ensayos atrevidos, que intentan explicar fenómenos difíciles de explicar como por qué la fantasía no gusta, o no acaba de gustar, a los norteamericanos (en “¿Por qué los norteamericanos tienen miedo a los dragones?”), o el secreto mecanismo de relojería de la ciencia ficción en “Mito y arquetipo en la ciencia ficción”, donde tiene una de esas frases bomba con las que te quedas: “El escritor que no bebe de las obras y los pensamientos de otros, sino de sus propios pensamientos y de su ser profundo, hallará material común”. Aunque como frase bomba estrella, ésta, del prólogo a su propia La mano izquierda de la oscuridad: “La ciencia ficción es metáfora”.

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Piranesi, de Susanna Clarke

Corría el año 2004 de nuestro Señor cuando Susanna Clarke irrumpió en el género fantástico como un Leviatán en una cacharrería con su extenso novelón Jonathan Strange y el Sr. Norrell, una fantasía de carácter extremadamente inglés sobre magos de la época georgiana, que, aunque construida con hechuras modernas, rendía entregada pleitesía a la literatura decimonónica anglosajona, algo que sin duda habrá hecho las delicias de los tres fundadores del steampunk. Personalmente, se trataba de una obra que tocaba varias de mis teclas; anglofilia literaria, mitología céltica y una fascinante exploración de una idealizada Inglaterra mítica, mágica y ancestral, de círculos de piedra, desolados páramos cubiertos de niebla, túmulos ominosos y secretos en el corazón del bosque. De cuando las fronteras con lo feérico eran extremadamente tenues para los habitantes de la aislada Albión y reinaba el pensamiento mágico no-racional que tan sólo sobreviviría posteriormente en organizaciones herméticas y esotéricas como la Golden Dawn. De este modo Jonathan Strange y el Señor Norrell se alineaba con esta tradición inglesa de cultivar el género explotando ese vínculo con lo oscuro y arcano que genera ese particular carácter loquérrimo y raro del fantástico que proviene de las islas. Eso que tantas alegrías nos ha dado a los señores mayores aquejados de anglofilia literaria desde que Los Cinco y el tesoro de la isla cayó en nuestras inocentes manos.

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La única criatura enorme e inofensiva, de Brooke Bolander

La única criatura enorme e inofensivaUn prólogo es un arma de doble filo. Bien enfocado, pone al lector en sintonía con la obra; mal planteado puede socavar el trabajo del escritor, sobre todo si expone con demasiado detalle ciertas claves. Así, el prólogo pasaría a ser más efectivo si se transformara en un epílogo, una tipología absolutamente diferente que acepta mucho mejor ese tipo de enfoque. En esa explosión de prólogos que vivimos en la publicación de fantasía, ciencia ficción y terror en España, donde raro es el libro que no cuenta ya con uno, empieza a ser bastante común encontrar textos de un nivel cuestionable o, cuanto menos, mal situados. Postfacios convertidos en presentaciones que demuelen parte de la gracia de una historia. Esto es lo que un poco me ha pasado con este relato largo ganador del Nebula y el Locus en 2018.

La única criatura enorme e inofensiva entreteje dos hechos: los últimos días de la elefanta Topsy, la primera víctima de la silla eléctrica en EE.UU., electrocutada en 1903 en Luna Park; y el drama de las chicas del radio, mujeres obligadas a trabajar con este elemento radiactivo durante las postrimerías de la Primera Guerra Mundial sin conocer las consecuencias para sus cuerpos. Brooke Bolander remodela estas historias de abusos que terminaron de manera horrible y las acopla para hacerlas coincidir en el tiempo. Así, convierte a varias mujeres en maestra de la elefanta y varias congéneres que, por su elevada resistencia a la radiación, se van a convertir en su reemplazo. Este salto de fe que apenas se trabaja y ha de tomarse tal y como viene, le permite a Bolander enfatizar una serie cuestiones aledañas, caso de los excesos en la experimentación con animales, una sororidad sin limitaciones y el cuestionamiento de los límites de la ética personal a la hora de extender una situación de abuso conocida.

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Las espadas de Lankhmar, de Fritz Leiber

Las espadas de LankhmarGigamesh está recuperando buena parte de su catálogo en Omniun. Un formato con una relación calidad-precio intachable que ha sepultado el recuerdo de sus primeros libros de bolsillo, aquellos volúmenes ilegibles con letra minúscula. Una de las iniciativas más destacables dentro de la colección es la reedición de los libros de Lankhmar con las cabeceras originales, tal y como fueron publicados por primera vez en la colección Fantasy de Martínez Roca. No resulta tan económica como los dos tomos donde ya habían reunido los siete libros, pero puede ser más apetecible para quien no desee embarcarse en la aventura de pagar 60 euros de una tacada. Y cuentan con el mismo valor añadido: una nueva traducción fiel al brío del texto original de Leiber.

Los libros de Lankhmar admiten dos posibles comienzos. La primera elección es la de perogrullo: Espadas y nigromantes reúne las primeras historias protagonizadas por Fafhrd y el Ratonero Gris y “Aciago encuentro en Lankhmar”; la novela corta en la cual ambos personajes unieron fuerzas y que, con un par de relatos de Howard, ejerce como la obra clave de la espada y brujería. Además, ahí está la alternativa de empezar con Las espadas de Lankhmar, el quinto volumen de la serie y, a la sazón, la única novela del ciclo. No depende de esa engorrosa continuidad que amenaza con la necesidad de recordar las desventuras anteriores de los protagonistas. Algo que, también es cierto, comparte con la inmensa mayoría de los relatos. Esa independencia se subraya desde la propia construcción de su argumento: Fafhrd y el Ratonero Gris están separados parte de su extensión en una serie de correrías ideadas para experimentar Lankhmar y las costas del Mar Interior como si todo fuera un descubrimiento.

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Los viajeros de la noche, de Helene Wecker

Los viajeros de la nochePara abrir el mes de Clásico o polvoriento me voy a permitir una transgresión: he recurrido al título más reciente de todos los seleccionados. Lo sensato hubiera sido acudir al fondo de la estantería; esa obra traducida hace 20 o 30 años ya recordada en exclusiva por quienes tuvieron la fortuna de leerlo en su adolescencia. Sin embargo, por cambiar el discurso, me he venido a esta novela de 2013, todavía con mucho por demostrar. Representa una faceta complementaria del espíritu de esta iniciativa: el olvido desde el fandom de la mayoría de libros de una cierta entidad que se publican fuera de sus colecciones de fantasía, ciencia ficción o terror. Más cuando surgen de la pluma de alguien cuyo crimen es no ser uno de los nuestros. Novelas y colecciones de relatos ni mejores ni peores que las tradicionalmente sobrerrepresentadas entre las reseñas de las webs centradas en el fantástico, o las opiniones de los lectores sin veleidades “influencers”. Y en este caso se ha obviado un título merecedor de más atención.

Tusquets sin duda tuvo su parte. Con bastante sentido, Helene Wecker tituló su primera novela como The Golem and the Jinni. Todo en ella gira alrededor de estas dos criaturas, abandonadas a su suerte en las calles de la Nueva York de finales del siglo XIX. Sin embargo al editor de la colección Andanzas debió parecerle demasiado arriesgado para la sobriedad de su colección y le cascó ese estúpido Los viajeros de la noche que ni siquiera hace justicia a lo que ambos seres hacen en una parte apreciable de su extensión: pasear por una Nueva York a la luz de las primeras lámparas eléctricas. Sin embargo, esta chorrada no alcanza a explicar la distancia frente a un libro que hubiera merecido un eco mayor; es una historia de fantasía super accesible que desprende ese aire esperanzador tan demandado en los últimos años. En parte gracias al lugar común del que parten sus protagonistas.

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La canción de los vivos y los muertos, de Jesmyn Ward

La canción de los vivos y los muertosLa normalización de la fantasía, la ciencia ficción y el terror en la literatura ha llegado hasta el punto que, al menos en EE.UU. y Gran Bretaña, una serie de libros con claras marcas de género están convirtiéndose en habituales galardonados de los premios con jurado más renombrados (National Book Award, el Booker o el Pulitzer…). Además de su calidad, destaca la clarividencia de Jesmyn Ward, George Saunders o Colson Whitehead para capturar y amplificar el alma oscura de EE.UU. gracias a los recursos del fantástico, en especial ese racismo que devora su país desde las entrañas. Obviamente, no es algo nuevo (por ejemplo, hace un par de años nos llegaba a España la excelente Parentesco, de Octavia Butler), pero después de décadas de búsqueda, reconocimiento crítico y popular se conjugan. Sin embargo, no ha sido del todo completo. Lincoln en el BardoEl ferrocarril subterráneo han sido obviadas por los lectores que más tiempo llevaban buscando ese objetivo. No ya aquí en España, donde los temas, lugares y personajes pueden sentirse lejanos. En los propios EE.UU. estos títulos ni siquiera se han considerado en los grandes premios del género. Los muros del gueto no se sostenían sobre contrafuertes exteriores sino sobre pilares internos, inasequibles a una realidad mucho más inclusiva y abierta de lo asumido.

Jesmyn Ward es probablemente quien menos ha sonado en España dentro de las webs del fandom. La canción de los vivos y los muertos fue publicada por Sexto Piso, una editorial con menos visibilidad que Seix Barral o Random House. Es la tercera novela de una pseudo-serie donde el contenido fantástico se limita a esta obra. También es la más localista; sus historias suceden en un bayou de la desembocadura del Mississippi, Bois Sauvage; un lugar deprimido que se convierte en un caso práctico de la xenofobia y la miseria que padece la población afroamericana. Ninguno de estos factores debiera ser obstáculo para acercarse a los dos libros traducidos, de lectura independiente y apenas conectados entre sí. La escritura de Ward se sostiene sobre un andamiaje que invita a degustarla desde una enorme variedad de niveles, en esta novela con una amplitud mayor que en Quedan los huesos.

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La danza del gohut, de Ferrán Varela

La danza del GohutEntre las pequeñas editoriales que pugnan por abrirse hueco en la ciencia ficción, fantasía y terror de España, el fenómeno que más me ha llamado la atención en estos últimos dos años es la expectación generada por Ferrán Varela y La danza del gohut. No solo consiguió dinamizar la lectura de esta novela corta en formato electrónico sino que se aupó a lo más alto de los libros vendidos en Gigamesh durante al menos dos meses consecutivos. Una hazaña a priori vedada a productos fuera de las grandes editoriales o los autores que atraen mucho público a las presentaciones. Arroja esperanza para un proyecto humilde como El Transbordador, que, también es cierto, le está costando repetir con otros autores.

La danza del gohut ha contado con un boca a oreja animado por un precio muy medido en la edición electrónica, que es la que he leído, y razonable en su equivalente en papel. Frente a otros libros amateurs, abiertamente mal maquetados, con abundantes erratas y de lectura desagradable, El Transbordador cuida sus productos con detalles que a 7 u 8 euros son una quimera. Además La danza del gohut se desenvuelve en un género, la fantasía de corte medieval, que es donde se concentra el gran caladero de lectores entre el público especializado. Y lo hace alejándose de la corriente dominante (el requetecinismo del machirulo crepuscular) para recuperar un aire clásico y un cierto humanismo sin sacrificar frescura.

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El gélido mando, de Richard Morgan

El gélido mandoSupongo que recordarán Sólo el acero, la novela de Richard Morgan que abría la trilogía Tierra de héroes. Allá por 2012 Alamut publicó la primera entrega y no editó las dos siguientes hasta 2017, ya mediante una de sus suscripciones para minimizar riesgos. Si le añaden otro par de años para macerarme adecuadamente entre el capricho y la culpa, entenderán por qué no llegué a El gélido mando hasta verano de 2019. Con un lapso de, se escribe pronto, siete años respecto a Sólo el acero (al que se suma otro para publicar este texto). Obviamente, me las vi y me las deseé para reingresar en el mundo. No tanto en las historias personales de sus tres protagonistas, más o menos claras, como para empaparme de nuevo en los pormenores geográficos, culturales, jerárquicos inexcusables en toda fantasía medievaloide. Un grado de detalle al que, comparando con otras obras y autores, tampoco Morgan imprime una excesiva complejidad.

Esa escenografía, el “uolbilding” fuente de “looooor“, sacrosanto en la recepción de la fantasía y la ciencia ficción contemporáneas, conlleva unas labores de albañilería y alicatado cuya consecuencia más apreciable suele ser el formato trilogía, pentalogía… ene-logía. Ya sea para extraer el mayor rendimiento a ese esfuerzo de diseño; contar una historia con docenas de actores y, a la vez, desplegar ese complejo mundo; pereza… Y que a mi, como lector un poco de vuelta de todo, me suele dejar casi siempre la misma interrogación retórica en los labios. ¿Eran necesarias tantas páginas?

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