Sinsonte, de Walter Tevis

Sinsonte«Sólo el sinsonte canta en la linde del bosque» es la misteriosa frase que se repite a sí mismo el protagonista una y otra vez a lo largo de la novela. Por lo visto, el sinsonte es un pájaro que se caracteriza por su habilidad para imitar el canto de otras aves y precisamente muchos de los personajes que aparecen en la novela aspiran a ser lo que no son. Le sucede incluso a Spofforth, el robot más perfecto jamás construido, cuyo mayor anhelo es sentir lo mismo que los seres humanos. Walter Tevis lo ilustra en la gran escena con la que arranca el libro y que sirve de presentación a este atormentado personaje. Tras haber subido a pie hasta lo más alto del Empire State y haber activado sus circuitos del dolor, Spofforth intenta lanzarse sin éxito al vacío para quitarse la vida. Unos sistemas de seguridad incluidos por sus diseñadores se lo impiden aunque sea lo que más desee en el mundo. Le ocurre como a Multivac, el gigantesco ordenador que aparece en el relato titulado “Todos los problemas del mundo” escrito en 1958 por Isaac Asimov, que, agotado después de escuchar y resolver durante años los problemas de la humanidad, quiere poner fin a su existencia.

Publicada en 1980, Sinsonte nos presenta un mundo en el que las personas viven en un estado de abulia total, en el que las emociones han sido adormecidas para evitar lo que, por otra parte, Spofforth parece buscar, una pulsación, un recuerdo que demuestre que es algo más que un máquina. Mientras que el robot quiere sentir, los humanos parecen querer dejar de hacerlo. Cada vez que alguien se ve alterado, por insignificante que sea el motivo, se echa a la boca un puñado de pastillas «sopor» para que lo devuelva a esa reconfortante nube de inconsciencia y lo libere de las inoportunas turbaciones humanas. Esta novela probablemente desconcierte aún más a los que acostumbran a confundir las novelas apocalípticas con las distópicas. La distopía que describe Tevis en Sinsonte es tan perfecta o tan imperfecta, depende del punto de vista, que conducirá inevitablemente a la humanidad a su fin.

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Fracasando por placer (XLIV): Nave de fuego, Joan D. Vinge

Nave de fuego

Al final, termino escogiendo los libros para esta sección no tanto porque me apetezca leerlos (que no es que no quiera, vamos a entendernos), sino porque me abran la puerta (lo que en periodismo llamamos servir como «una percha») para comentar algunas cosas que no haya repetido ya, o que me parece que vienen a cuento, o lo que sea. Es curioso el proceso por el que escribir termina en mi caso por devenir siempre en una cierta obligación, incluso en una sección sin demasiadas reglas como esta que me diseñé a medida (con el amable consentimiento del responsable de la página) para hablar de cosas que me divierten y sobre las que tengo un volumen considerable de documentación y conocimientos inútiles, y que por tanto no me suponen mayor trabajo. Es obvio que la razón de esta perversión mía del (eso dicen) placer de escribir es que ha sido mi actividad profesional durante años, y no consigo del todo convertirla en un pasatiempo sin objetivo definido.

O tal vez a este rollo se le esté acabando el carrete y no hay más vueltas que darle.

Dicho todo esto, en algún momento tenía que pillar por banda algún Nebulae, y éste cuadraba por muchas razones. No lo leí en su momento, para empezar, porque no tengo una opinión especialmente favorable de la autora. Además, creo que no he hablado suficientemente del tema de las novelas cortas «de verdad». Por todo ello, encajaba este volumen además con ciertos hábitos lectores especialmente pijos y absurdos que vengo desarrollando, y con los que procederé a aburrir a los amables lectores que aún me sigan en estas letanías.

Resido a una hora y media de tren de Madrid y debo desplazarme a mi aborrecida ciudad natal con alguna frecuencia, a veces para hacer una sola gestión, o una visita, y después volverme el mismo día sin más paseos. El caso es que para esas ocasiones se ha convertido en una especie de prurito personal subirme al tren sin más que un libro: ni maletín, ni mochila, nada. Móvil, llaves, cartera y librito. Y mientras a mi alrededor la gente ve películas, se desquicia por la falta de cobertura de los túneles o actividades similares (que a mí me ocupan tantas otras veces), yo leo papel con la sonrisa de superioridad de quien sabe cómo manejarse a la adecuada altura intelectual en cada uno de los recovecos de la vida, como si no hubiera superado recientemente el nivel 2.000 del Candy Crush. Escojo libros pequeños, que me quepan en un bolsillo, y preferiblemente que pueda terminar o casi entre la ida y la vuelta: 200 páginas como mucho. Las novelas de Maigret son una compañía habitual para estos casos, pero esta vez le tocó al par de novelitas cortas que componen este volumen: una para la ida y otra para la vuelta. Mi plan, en esta ocasión, tuvo una fisura: descubrí en el retorno que, pasada cierta hora nocturna, las actuales medidas de ahorro energético llevan a que se apaguen las luces interiores de los trenes, con lo que superé creo que cinco o seis niveles y terminé la novela corta al día siguiente.

Bien, vamos por partes. Nebulae. Uf, qué mal manejo tienen estos libros a estas alturas, cómo se desgastan espantosamente, qué diseño más ramplón. Aquí se da el chiste involuntario además de que, al tratarse de un volumen titulado Nave de fuego, la pequeña ilustración de cubierta es de una nave espacial incandescente, cuando en el texto se califica al protagonista como «nave de fuego» porque es como uno de esos barcos vikingos que lanzaban ardiendo contra las flotas enemigas para quemarlas, o sea, nada que ver. Tampoco tengo claro que los vikingos hicieran eso realmente.

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Huérfanos de la Tierra, de Adrian Tchaikovsky

Huérfanos de la Tierra

Las primeras páginas de Huérfanos de La Tierra son de esas que agarran al lector por el pescuezo. Uno empieza a leer a modo de tanteo, cual bañista precavido que sumerge el dedo gordo en la piscina, y de repente se encuentra con que:

  1. La humanidad está en guerra con una civilización alienígena, los Arquitectos. Y va perdiendo porque sus enemigos son, aparentemente, invencibles.
  2. Resulta que los Arquitectos son unos seres gigantescos, del tamaño de la luna, que, por motivos que escapan a nuestra comprensión, se dedican a deformar planetas enteros para convertirlos en grotescas esculturas.
  3. La Tierra dejó de existir hace décadas, transformada en una de esas «obras de arte».
  4. Desde la caída de La Tierra, el planeta Berlenhof funciona a modo de «capital» de los distintos asentamientos humanos que hay diseminados por toda la galaxia. Y un Arquitecto acaba de materializarse allí.

Me demoro en el arranque porque es brutal, pero también porque constituye una muestra pintiparada de cuáles son los puntos fuertes de Adrian Tchaikovsky como autor: su ambición, su capacidad de fascinar con los universos que imagina y su habilidad para describirlos de la manera más impactante posible. Incluso una obra menor como la fallida The Doors of Eden (no traducida al español) queda redimida por lo imaginativa que es y el puñado de instantes asombrosos que brinda. Por supuesto, todas estas características típicamente tchaikovskianas son fácilmente reconocibles en su novela de ciencia ficción más importante, la notable Herederos del tiempo, sobre la que Ignacio Illarregui escribió hace poco aquí en C. Y, desde este punto de vista, Huérfanos de La Tierra cumple también con creces todo lo que se espera de ella: el sentido de la maravilla, la aventura, la lectura como evasión.

La novela, primera entrega de la Saga de la Arquitectura Final, sigue las andanzas de la tripulación de una pequeña nave de rescate, la Dios Buitre, integrada por una pandilla heterogénea, simpaticona y con cierta tendencia a meterse en líos. Por sus páginas circulan personajes de lo más variopinto —tipos alterados quirúrgicamente para poder ser utilizados como arma contra los Arquitectos, cangrejos alienígenas que alquilan su cuerpo como soporte publicitario para recaudar fondos para sus futuras crías, guerreras concebidas por partenogénesis y robots autoconscientes formados por enjambres de insectos ciborg, por citar solo a unos cuantos— y conceptos intrigantes como el «nospacio», un ¿lugar? ¿dimensión? que permite recorrer grandes distancias en poco tiempo, pero en el que parece acechar una presencia amenazante que pone a prueba la cordura de los pilotos que osan adentrarse en él.

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Herederos del tiempo, de Adrian Tchaikovsky

Herederos del tiempoSienta bien que el space opera más tradicional haya tenido una buena acogida entre los lectores de España a través de Herederos del tiempo. No porque los aficionados quedaran sin aventuras espaciales que echarse al gaznate tras la desaparición de La Fucktoría (Becky Chambers, Kameron Hurley…), pero sí como mantenimiento de un caudal en estiaje respecto a la primera década de los dos miles, arrinconado por el imperio de las distopías, los postapocalípticos y, en general, cualquier novela de futuro cercano fácilmente aplicable a nuestro contexto contemporáneo. Sin embargo, también me crea un poco de desazón que la novela que ha acumulado tantos parabienes se mueva en las coordenadas de una space opera neoclásica, donde el escenario, la intriga y, hasta cierto punto, la especulación científico-tecnológica están por delante de otras cuestiones que he aprendido a apreciar de la space opera (post)moderna; lo personajes con múltiples recovecos, el extrañamiento potente, la narración con (algunas) inflexiones en su narrador, la lectura metaficcional de la propia ciencia ficción… Pretender otro Luz a estas alturas del mercado sería entre hacerse un harakiri editorial y proponerse para lapidación en horario de máxima audiencia. Pero me parece una pena que la veta abierta por Banks en La Cultura sea tan escasamente explotada.

Adrian Tchaikovsky se mueve con soltura en este cruce entre La paja en el ojo de dios y Un abismo en el cielo. La referencia no es gratuita; todo Herederos del tiempo es una parque de atracciones sostenido sobre los hombros de una parte sustancial de la aventura espacial de los 70 y los 80. No hay más que ver su guía: la elevación de especies por una inteligencia superior. Una idea que parecía haber caído en desuso en los últimos años y el motivo que empuja a una civilización humana en plena espiral autodestructiva a otro sistema solar. Allí, desde Brin 2 (guiño, guiño) nuestros herederos pretenden convertir una roca inerte en un lugar apto para la vida y elevar unos monos hasta una inteligencia equiparable a la nuestra para gestionarlo hasta el momento de reencontrarse con sus descendientes. El tono en el que se relata todo esto es subterraneamente jocoso, no tanto en el estilo (luego hablaré de él) como en las expresiones grandilocuentes usadas para referirse a un acontecimiento que termina siendo histórico por motivos contrarios a los esperados. Se desencadena un acontecimiento apocalíptico que deja al planeta en un curso de terraformación diferente al proyectado. El momento en el cual las arañas se hacen con la novela y no la sueltan.

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Fracasando por placer (XLIII): El estrecho de Bering, de Emmanuel Carrère

El estrecho de Bering

Sería muy oportuno darme de baja ahora cuando Emmanuel Carrère amenaza con convertirse en un referente convencional: premio Príncesa de Asturias (oh, ¡tan prestigioso, tan importante a nivel mundial!), máxima figura de la ahora muy de moda novela de no ficción, cronista literario de grandes eventos en medios internacionales, director de cine, a veces señoro rijoso y a veces digno caballero enternecedor. Pero no puedo olvidar el hecho de que uno de sus libros, El adversario, se cuenta entre los más impresionantes que he leído en mi vida, y considero obras maestras sin paliativos al menos otros dos suyos, Limónov y El reino.

Pero como ocurre muchas veces con la gente que surge de la condición de artista de culto para emerger a figura reconocida, Carrère se está volviendo un poco cansino, porque lo que era original puede convertirse en repetitivo cuando el creador o su entorno intuyen que es la razón de su éxito y lo explotan, exprimen y estrujan. Porque hay que decir que el germen de su cansinismo estaba ya presente en su obra, sólo que al no reírsele antes todas las gracias, quedaba un tanto subsumido. También a esa sensación de fatiga que va produciendo Carrère contribuye el hecho de que, al ser un autor que vende, se están recuperando las notas que tomó en el retrete un miércoles de abril en que iba mal de vientre y se entretuvo más tiempo del habitual. Es el caso de este librito.

Lo traigo aquí, de todas formas, porque resulta que es un ensayo sobre ucronías. De los cinco párrafos de los que consta la contraportada, este detalle sólo se menciona en uno, no vaya a ser que algún lector de Anagrama pueda pensar que este libro va de siensiafisión o algo así raro. Tampoco se comenta que el origen del texto es la tesina de Carrère, y que se escribió hace unos cuarenta años. Es decir, que es un trabajo acerca de un género que se ha multiplicado, pero escrito muchos años antes de que se multiplicara.

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Historias de Xuya, de Aliette de Bodard

Historias de XuyaEste es el primer libro en papel de Aliette de Bodard publicado en España. Hasta hoy apenas contábamos con los dos editados en formato digital por Fata Libelli allá por 2014: la colección de relatos El ciclo de Xuya y la novela corta En una estación roja, a la deriva. El primero no lo he leído todavía, pero el segundo me parece una de las space operas más satisfactorias de este siglo XXI. Su escenario en las antípodas de las coordenadas culturales más extendidas es una fuente de extrañeza y maravilla sin, por ello, distanciarse de su contexto humano. El entramado de una sociedad heredera de las del sudeste asiático y las relaciones entre sus personajes daban pie a una vívida semblanza sobre el poder y la idea de progreso escrita con una contención y una elegancia que enfatizaban esa ambientación exótica para el lector occidental.

Historias de Xuya regresa a este universo y a esas relaciones desde dos novelas cortas con tramas más convencionales y, supongo, potencialmente atractivas para el gran público. “La maestra del té y la detective” y “Siete de infinitos” se articulan alrededor de intrigas criminales que, en el primer caso, tienen una orientación detectivesca mientras que en el segundo gira hacia la novela negra. Me ha interesado sobremanera esta última. Bodard dialoga con mayor profundidad con las rigideces de un sistema social particularmente hostil para quienes no siguen la norma o son castigados a vivir en sus márgenes, cuando no son expulsados de él. Este es el riesgo que se cierne sobre Vân. Debido a su origen humilde, la familia que la ha contratado como tutora de una de sus hijas más prometedoras, Uyên, pone en entredicho su idoneidad para ejercer esa función. Por si este riesgo no fuera suficiente aparece en los aposentos de su alumna un cadáver. De llevarse a cabo una investigación oficial, sería conducida por una milicia poco sutil; un riesgo para Uyên y la propia Vân, entre cuyos pecados de juventud está el haber creado un implante de memoria clandestino. Con la ayuda de una nave mental, Bosque sombrío, oculta el cadáver y se dispone a indagar en las causas de su muerte.

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El clamor del silencio, de Wilson Tucker

El clamor del silencioDecir que la guerra tiene algo positivo sería (es, de hecho) una estupidez, pero lo cierto es que la atmósfera que se respira en estos momentos, cargada de ozono por los vientos que vienen de Ucrania, favorece la lectura de ciertos libros. Apetece volver a leer a Graham Greene o a John Le Carré y sumergirse en aquellas novelas de espías de posguerra y Guerra Fría que tenemos olvidadas hace años. O ir un poco más lejos y recuperar ficciones más radicales del mismo palo, como Tormenta roja, de Tom Clancy, o La tercera guerra mundial, del general John Hackett. E incluso, por qué no, ser más radical aún y releer esa ciencia ficción del miedo nuclear de los años 50 y 60 que tantos momentos de angustia placentera nos dio. Son tiempos propicios para recordar obras como La hora final, de Nevil Shute, o Dr. Bloodmoney, de Philip K. Dick, y también para intentar por primera vez algunas viejas novelas que se nos escaparon, de esas que ya sólo vemos en las ferias de ocasión, como El clamor del silencio, de Wilson Tucker.

La lectura de este último tipo de libros demuestra, a quien tuviera dudas, que la ciencia ficción no es un ejercicio de adivinación, que una historia que por fecha y materia de especulación pudiera parecer passeé sigue siendo válida como obra literaria, pues no otra cosa es, al fin y al cabo, la ciencia ficción sino literatura. La suspensión de incredulidad es una capacidad muy maleable, por eso le es posible al lector sumergirse en historias con fechas cumplidas hace décadas y acontecimientos que nunca ocurrieron (disfrutar de un subgénero como el steampunk y de ciertas ucronías sería, si no, imposible). Si la historia humana y los personajes tienen interés, si enganchan, entonces la localización temporal de los hechos no importa, ni tampoco que el elemento de crítica o estudio esté superado hace lustros. La ciencia ficción, debido a su esencia literaria, no tiene caducidad, se disfruta como arte.

Wilson Tucker se movía más a gusto en el mundo del fandom que en el de la escritura profesional. Su obra dentro de la no ficción es numerosa, aunque también escribió un buen número de relatos y novelas. Quizás la más conocida sea El año del sol tranquilo (1970), una historia de viajes en el tiempo con elemento político, pero sus dotes como escritor de ficción ya se habían hecho evidentes en El clamor del silencio (1952). En esta novela, los EE.UU. sufren un ataque nuclear y bacteriológico que asuela el este del territorio. El país queda dividido por el río Mississippi, con la parte “sana” convertida en un estado semimilitarizado que, buscando aislar la parte infectada y evitar que la radiación y la enfermedad se extiendan, aposta fuerzas a lo largo de su ribera y vuela la mayoría de los puentes de cruce. La novela sigue el recorrido del protagonista, el cabo Russell Gary, por la zona bombardeada. Describe sus esfuerzos por sobrevivir e intentar cruzar alguno de los puentes aún en pie, y también sus encuentros y relaciones con otros personajes, buena y mala gente por igual, a lo largo de varios años.

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Fracasando por placer (XLII): La estrella, ed. Caralt, 1978

La estrella logo

¡Una antología de ciencia ficción navideña! ¿No es maravilloso que pueda contribuir a estas fechas tan señaladas con algo tan superfluo y a priori poco interesante? Pero sí, Terry Carr tuvo a bien reunir nueve relatos de esta temática. Apenas un año después la editorial Caralt, la de los tres nombres escogidos aleatoriamente para adornar la portada, consideró una idea atractiva ofrecer tan jugoso producto a sus amables lectores. Y una década más tarde, lo adquirí por 45 pesetas en un gigantesco saldo con la práctica totalidad de la misma colección, que abarrotó estantes unos días en los hoy olvidados almacenes Simago: una suerte de pequeño Corte Inglés mierder para la gente de barrio (como yo) o pequeñas ciudades de provincias allá por los procelosos setenta y ochenta. Sí, fue un día feliz de mi vida, llevarme como treinta antologías de ciencia ficción a casa por menos de lo que hoy serían nueve euros. Y entonces hasta te regalaban la bolsa para trasportar el cargamento. Sí, por suerte he tenido a veces días más felices, cosas como éxitos laborales, viajes al extranjero, buenas compañías, vástagos y eso. No os preocupéis por mí, gracias por el interés, mi vida no ha sido friki full time. Pero ese día, cuando pasé por allí no sé a cuento de qué con 18 o 19 años, después de terminar mi jornada en un trabajillo de verano, fue lo suficientemente feliz como para que lo recuerde hasta hoy.

El caso es que el librito me ha acompañado cuatro décadas de peregrinaje por no menos de cuatro domicilios hasta que he reunido el valor de enfrentarme a él ahora, por aquello de las risas y las añoranzas. En justicia, creo que también lo fui posponiendo porque, una vez más, los cuentos más tentadores los había leído ya en otras partes. Y como casi siempre en estos volúmenes, lo desconocido es de menos categoría, por mucho que el solvente Terry Carr (del que ya he escrito aquí suficientemente) firme la selección.

Al menos en esta oportunidad la traducción es más legible que en otros volúmenes (aunque inferior al estándar actual), ya que firma Antonio-Prometeo Moya, que es un señor con alguna carrera literaria y traducciones finas posteriormente. Aunque tiene una entrada en Wikipedia de esas no wikificadas que inspiran ternura y suenan a llamamiento en petición de casito, con frases como «Moya no cree en la espectacularización de la cultura, es enemigo de premios, estrellatos y mitomanías, y vive alejado del circo literario». No haga como que huye, Antonio-Prometeo, que igual tampoco le persiguen.

En fin. Caralt, que solía hacer estas cosas, altera el orden de los cuentos en el volumen original para poner por delante «La estrella», de Arthur C. Clarke, que da título a su librito. Y creo que no es una buena decisión. Porque empezar una antología bastante flojilla con uno de los mejores relatos de la historia del género, así, con todas las letras, y lo digo recién releído sabiendo de antemano su desarrollo y presunto final sorpresa, sólo te lo puedes permitir cuando luego no vas a bajar el listón tantísimo y no va a quedar tan patente que el resto es una pendiente cuesta abajo.

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The Question Mark, de Muriel Jaeger

The Question MarkUno de los debates más interesantes leyendo la contraportada de esta edición de The Question Mark surge en la insistente línea difusa existente entre distopía y utopía. En apenas cinco líneas es capaz de pasar de definirnos este libro como una utopía a denominarlo un libro fundacional de la distopía. Y, de paso, incluir el añadido de que se trata de un “fantástico trabajo de ciencia ficción literaria”, que lo “literario” siempre asusta un poco menos al lector incauto. En cualquier caso, y sin entrar al debate, todos tenemos clara la diferencia entre ambas, pero supongo que desde un punto de vista comercial sigue siendo más sencillo referirse a los habituales George Orwell o Aldous Huxley que a una obra H.G. Wells, por poner un ejemplo y sin tener en cuenta cualquier utopía clásica del siglo XIX.

Si me permitís la anécdota os voy a contar cómo dos hechos aparentemente separados terminaron por provocar que esta novela de Muriel Jaeger cayera en mis manos. Por un lado, desde hace cinco años se está llevando a cabo una colecta para encargar una estatua a tamaño real de Virginia Woolf para colocarla en algunas de las zonas por las que la escritora paseó cuando vivió en la zona de Richmond, Londres, en el momento de escribir estas líneas mi lugar de residencia. Durante ese tiempo, de 1914 a 1924, Woolf fundó junto a su marido Leonard la editorial Hogarth Press, en honor al nombre del edificio en el que vivieron en esta localidad ahora integrada en la gran urbe londinense.

Por otro lado, en un reciente viaje a Bristol me encontré con una de las múltiples librerías de segunda mano que por suerte resisten en el difícil ecosistema económico actual. Todos los libros de la tienda, ya fueran de tapa blanda o dura, antiguos o bastante recientes, valían £3. En la sección de fantasía y ciencia ficción se encontraba una pequeña selección de los libros que la British Library ha publicado este último lustro. En esa línea han ido recuperando viejas antologías y novelas, además de creando sus propias selecciones. Mirando unos y otros terminé llevándome The Question Mark porque, además de ser un libro de los géneros que nos ocupan y nos gustan, incluye en su primera página la carta de aceptación de la novela por parte de Leonard Woolf, el marido de Virginia, y que Jaeger terminaría por aceptar, siendo la novela publicada en la mencionada Hogarth Press a mediados de los años veinte del siglo XX.

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Los tejedores de cabellos, de Andreas Eschbach

Los tejedores de cabellosGracias a Lola Mérida conocí, hace ya unos meses, la novela Los tejedores de cabellos, del alemán Andreas Eschbach.­ El extraño planteamiento de la historia, con esa referencia, ya en el mismo título, a esa suerte de sastres del cabello humano, me sorprendió por su rareza y esa rareza se daba porque no entendía qué eran esas alfombras ni cómo se podía erigir toda una historia con una premisa así. Luego vi que la novela, que tiene un inicio muy leguiniano, nos va planteando, en pequeñas teselas, una historia de dominación y credulidad. El Emperador, figura legendaria, es obedecido y a él se le dedica en ceremonia solemne la tarea de toda una vida: las alfombras tejidas con cabellos humanos, en intrincados diseños geométricos, son ofrenda y señal de fidelidad y devoción. Todos creen en el poder absoluto del Emperador, y todos creen, devotos, que le deben la vida. Nadie piensa nada más.

Pero la historia, sofisticada, no es una alegoría. A medida que esas teselas van aumentando, crece el radio de acción de la novela, y vemos las conexiones entre hechos y personajes que, al principio, nos parecían aislados. No es un disfraz cienciaficcionesco que recubre la religión y la iglesia como los (evidentes) instrumentos de control de masas que son; no es el dibujo de una sociedad futura que define la nuestra. Es un canto al pensamiento crítico como ariete contra el poder en un mundo alejado, fascinante, donde el planeta en el que los humanos siguen tejiendo esas alfombras nos fascina como también lo hacen unos personajes que, conscientes de la caída del aún venerado Emperador, aterrizan desde el espacio para descubrir un pensamiento subdesarrollado y romo –bloqueado por la fe– y unas costumbres primitivas en ese planeta desconocido. Es una oda a la crítica como liberación y como desobediencia ilustrada.

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