¡Una antología de ciencia ficción navideña! ¿No es maravilloso que pueda contribuir a estas fechas tan señaladas con algo tan superfluo y a priori poco interesante? Pero sí, Terry Carr tuvo a bien reunir nueve relatos de esta temática. Apenas un año después la editorial Caralt, la de los tres nombres escogidos aleatoriamente para adornar la portada, consideró una idea atractiva ofrecer tan jugoso producto a sus amables lectores. Y una década más tarde, lo adquirí por 45 pesetas en un gigantesco saldo con la práctica totalidad de la misma colección, que abarrotó estantes unos días en los hoy olvidados almacenes Simago: una suerte de pequeño Corte Inglés mierder para la gente de barrio (como yo) o pequeñas ciudades de provincias allá por los procelosos setenta y ochenta. Sí, fue un día feliz de mi vida, llevarme como treinta antologías de ciencia ficción a casa por menos de lo que hoy serían nueve euros. Y entonces hasta te regalaban la bolsa para trasportar el cargamento. Sí, por suerte he tenido a veces días más felices, cosas como éxitos laborales, viajes al extranjero, buenas compañías, vástagos y eso. No os preocupéis por mí, gracias por el interés, mi vida no ha sido friki full time. Pero ese día, cuando pasé por allí no sé a cuento de qué con 18 o 19 años, después de terminar mi jornada en un trabajillo de verano, fue lo suficientemente feliz como para que lo recuerde hasta hoy.
El caso es que el librito me ha acompañado cuatro décadas de peregrinaje por no menos de cuatro domicilios hasta que he reunido el valor de enfrentarme a él ahora, por aquello de las risas y las añoranzas. En justicia, creo que también lo fui posponiendo porque, una vez más, los cuentos más tentadores los había leído ya en otras partes. Y como casi siempre en estos volúmenes, lo desconocido es de menos categoría, por mucho que el solvente Terry Carr (del que ya he escrito aquí suficientemente) firme la selección.
Al menos en esta oportunidad la traducción es más legible que en otros volúmenes (aunque inferior al estándar actual), ya que firma Antonio-Prometeo Moya, que es un señor con alguna carrera literaria y traducciones finas posteriormente. Aunque tiene una entrada en Wikipedia de esas no wikificadas que inspiran ternura y suenan a llamamiento en petición de casito, con frases como «Moya no cree en la espectacularización de la cultura, es enemigo de premios, estrellatos y mitomanías, y vive alejado del circo literario». No haga como que huye, Antonio-Prometeo, que igual tampoco le persiguen.
En fin. Caralt, que solía hacer estas cosas, altera el orden de los cuentos en el volumen original para poner por delante «La estrella», de Arthur C. Clarke, que da título a su librito. Y creo que no es una buena decisión. Porque empezar una antología bastante flojilla con uno de los mejores relatos de la historia del género, así, con todas las letras, y lo digo recién releído sabiendo de antemano su desarrollo y presunto final sorpresa, sólo te lo puedes permitir cuando luego no vas a bajar el listón tantísimo y no va a quedar tan patente que el resto es una pendiente cuesta abajo.
Quienes tengan la amabilidad y paciencia de seguir estas columnas de rescate viejunero repararán tal vez en que suelo hablar bastante bien de Clarke últimamente, pero es que la verdad es que estos relatos clásicos suyos son de subirse al capó del coche, quitarse el sombrero y extenderlo al firmamento en homenaje. No puedo hablar del argumento porque igual alguien no lo conoce (no creo, pero por si acaso), pero la forma en que se presenta paulatina e inevitablemente en una primera persona precisa y necesaria es simplemente perfecta. Y la idea, ay, es de esas tan obvias una vez conocida que a alguien se le tenía que ocurrir, y tan exacta que no puede repetirse ya nunca más. (Nota mental de esas que pongo aquí y nunca recuerdo: relatos que dejan sentado ya para siempre un tema. «Llamada» de Brown, «Los que se alejan de Omelas» de Le Guin, «Música en la sangre» de Bear, esas cosas).
Es curioso porque quizá la reseña más sanguinaria que recuerdo haber escrito jamás fue sobre un libro de Clarke, 3001, que me pareció en su momento una absoluta vergüenza, un atraco sin paliativos. Sin embargo, lo comentaba el otro día con un grupo de notorios del fandom añoso, la impresión es que de los tres grandes Heinlein ha quedado casi sepultado y tiene un regusto rancio, Asimov es como un placer culpable que mantenemos sin plena convicción, y en cambio las grandes obras de Clarke siguen siendo referentes absolutos. Lo de Heinlein merecería un análisis pausado, porque creo que han intervenido muchos factores, como la decisión de sus herederos de que no se publiquen cuentos en antologías conjuntas, o quizá un mal envejecimiento en el recuerdo de sus obras más «vanguardistas» de los sesenta (que no he releído) en comparación con el clasicismo a bloque de Clarke.
Justo aquí luego de Clarke viene Asimov, y el contraste entre ambos relatos es un poco refrendo de la sensación más arriba comentada, si bien es algo injusto porque la comparación es entre uno de los cinco mejores cuentos de Clarke y un poco destacado cuento primerizo de Asimov, «Navidades en Ganímedes». Aunque el Buen Doctor ya hubiera publicado cuando este relato apareció obras memorables como «Anochecer», «Razón» o la entrega seminal de «Fundación». Aquí hay unos extraterrestres con pinta de avestruz un poco memos (como para justificar darles trato colonial y esas cosas) que quieren que venga Santa Claus para seguir trabajando para los humanos. En su conjunto el cuento es un chistecito no sólo bastante malo, sino totalmente pasado de moda.
Luego viene «Feliz cumpleaños, querido Jesús», de Frederik Pohl, que es un relato que me gustó mucho hace unas cuantas décadas en otra edición pero hoy se ha quedado un tanto anticuado. En este caso, creo, porque en buena parte lo que cuenta es el típico caso de ficción que se ha visto desbordada por la realidad. Se trata de uno de los ejemplos de sabotaje del capitalismo desde una disección prospectiva publicados por Pohl en los cincuenta (recordemos, unos pocos años después de que abandonara el partido comunista pero no algunas ideas al respecto), en la época en que cofirmó con Kornbluth Mercaderes del espacio, y por su cuenta tremendas cargas de profundidad como «La plaga de Midas» o «El túnel bajo el mundo». El problema es que aquí hace una denuncia de la comercialización megaconsumista de la Navidad con grandes almacenes que empiezan a vender con decoración de temporada en septiembre; un poco tarde para los parámetros de un alcalde de Vigo de nuestra época, por ejemplo. Tampoco los años han sido generosos con los personajes que encarnan la oposición al statu quo ciegamente aceptado por el protagonista (nota mental bis: desarrollar la idea ya varias veces mencionada de cómo una característica casi inexcusable del género distópico bona fide es que el protagonista es un inmerso en el sistema que se desengaña progresivamente, muchas veces impulsado por la atracción por una rebelde), una familia de misioneros bastante empalagosa.
El siguiente cuento es el que me despertaba a priori más curiosidad partiendo de cero, puesto que el amanuense de las contraportadas de Caralt, que por cierto no sé quién podría ser porque nunca he sabido quién seleccionaba las antologías de esta colección (¿Antonio-Prometeo, hola?), se deshace en elogios hacia él. Copio:
La carta de tradiciones y leyendas aparentemente inconmovibles que lleva consigo la celebración religiosa sirve de estímulo a los autores y, al mismo tiempo acentúa la dificultad de este tour de force que tiene mucho de juego intelectual, de ruptura desmitificadora o de búsqueda circunstancial de una salida a la crisis de creación que desde hace unos años parece afectar al género (nota mental ter: escribir sobre un género que siempre ha estado en crisis según su propia percepción interna). Isaac Asimov, Arthur C. Clarke y, sobre todo, Frank M. Robinson, que logra una verdadera obra maestra de humor desmitificados en «El planeta de Santa Claus», son algunos de los colaboradores de este conjunto de relatos.
Frank M. Robinson, nada menos: ¿quién era este señor? Bien, el nombre puede ser familiar a gente de memoria tan caprichosa como la mía porque es, entre otras cosas, quien cofirmó la novela en la que se basó el blockbuster por antonomasia de mi niñez, El coloso en llamas. Curiosamente, el otro autor es otro caballero que tuvo una notable relación con la cf, Thomas N. Scortia (nota mental quater: buscar la antología Precaución: inflamable de Scortia, que tiene una cierta familla menor, la publicó Carlo Frabetti en una colección que aprecio como la Nova de Bruguera, y no he leído).
Según cuenta Carr en la presentación del relato, Robinson entró a trabajar para Amazing Stories en los años cuarenta. Una rápida búsqueda bibliográfica indica que publicó dieciséis novelas y una treintena larga de relatos de género, aunque muestra otros detalles curiosos de su biografía: además de las peripecias habituales de trabajos variopintos, periodo en el ejército y demás, escribió una columna en Playboy mientras llevaba una doble vida como activista a favor de los derechos de los homosexuales, al punto de haber escrito los discursos de Harvey Milk y haber sido designado para ocupar su cargo en el movimiento (que no aceptó). Es curiosa la frecuencia con la que los escritores de cf de tercera fila se revelan como personalidades atractivas tras diez minutos de googleo.
Dicho esto, el entusiasmo del contraportadista de Caralt no se corresponde con el cuento, que viene a ser como uno de Sheckley de los días en que estuviera menos inspirado en su época fetén. Tenemos al explorador de siempre que baja a un planeta donde los nativos tienen una extraña costumbre consistente en una especie de batalla de regalos para demostrar la superioridad económica y de estatus. El explorador se implica en ella de forma que no queda del todo justificada, en un crescendo que tiene cierta gracia sobre todo en su resolución final. La anécdota se cuenta a modo de flashback sin que venga en absoluto a cuento de nada. Una historia curiosa pero demasiado forzada, apenas la segunda publicada por el autor en su amplia carrera.
«El árbol de Navidad», de John Christopher, presenta otra idea originalilla: los pilotos espaciales pasan un chequeo médico antes de cada trayecto, y existen ciertos parámetros que muestran que ya no pueden sobrevivir a ningún viaje más, sin previo aviso. Es decir, si les atrapa en una luna de Júpiter, pues allí se tienen que quedar a jubilarse. La anécdota navideña es a cuento de un espacial varado en la Luna al que le llevan un árbol. Christopher casi siempre está bien, lo que pasa es que se le recuerda menos de lo debido porque el hombre tuvo la seguramente buena idea de publicar fuera del marco del género, que es donde se le ha visto también en España.
El resto de relatos del volumen me va a permitir el amable lector que los despache de un plumazo, porque me parecieron todos bastante flojos; no sé si estaba ya cansado de vueltas a lo mismo o qué, puede ocurrir (nota mental quinquis, se escribe así aunque parezca mentira: escribir sobre el problema de la saturación en las antologías temáticas). Y eso que entre los autores incluidos están Gene Wolfe y Brian Aldiss, que no puedo tener mejor concepto de ninguno de los dos. Pero sus relatos de aquí son paridas muy cortitas, el de Wolfe sobre la befana (personaje navideño italiano) en el futuro, y el de Aldiss sobre robots en la navidad, qué irónico contraste, cáspita. También hay uno de Gordon Dickson y otro de James White, señores sobre los que ya me he extendido sin excesivo entusiasmo aquí y poco tengo que añadir al hilo de sus respectivas aportaciones, con sesgo de infancia siniestra y escasa originalidad.
Intrigado por lo que dices del cuento de Clarke, lo he buscado por internet, y ¡vaya cuentazo!
Gracias por la recomendación.
El estilo que se ha ido cuajando en estos “fracasos” me encanta. Me parto y de paso me sirven de catálago de historias que no he leído o que he olvidado y que siempre es grato revisitar, que supongo que es parte de su propósito.
Que no pare.