Para entender la relevancia de Minotauro en su momento, tanto como editorial como en esta revista de breve existencia, hay que ser consciente de cómo estaba el percal a mediados de los años 60. Absolutamente toda la demás ciencia ficción que se publicaba en castellano hacia este 1965 es a fecha de hoy rigurosamente ilegible. Hablo de traducciones llevadas a cabo por personas con escaso conocimiento del inglés pero también muy reducido del castellano, y de la elección de títulos anglosajones con criterios indescifrables, aleatorios, que llevaban a que dispongamos en Iberlibro de bazofias tan inconmensurables como Anton York, inmortal (el recordadísimo truño de los hermanos que firmaban como Eando Binder). Minotauro, mientras, publicaba a Bradbury, Sturgeon, Lovecraft, Stapledon o Matheson, en versiones mejorables con los baremos actuales, pero legibles. Y una revista con joyas clásicas que eran rigurosamente contemporáneas. Aquí, por ejemplo, un Ballard de sólo un año antes que hoy es uno de los monumentos incuestionables de la historia del género.
La verdad es que no hablé mucho sobre esta revista con Paco Porrúa, aunque creo que en este caso (no como en el posterior que ya traté) la responsabilidad de la elección de los cuentos es suya, así como buena parte de las traducciones con algunos de sus seudónimos frecuentes: en este número del que vengo a hablar, por ejemplo, tenemos a los viejos conocidos Francisco Abelenda, Manuel Figueroa o José Valdivieso, y sólo hay además un relato atribuido a un G. Lemos del que no tengo constancia cierta. Los cuentos proceden en su totalidad de The Magazine of Fantasy & Science Fiction, así que tenemos un doble filtro: relatos elegidos por Porrúa de la revista que escogía por entonces los mejores cuentos del género. Donde se cocinó de manera fundamental la evolución vivida esa década.
F&SF tenía por entonces varias ediciones internacionales (en la contraportada se mencionan la inglesa, japonesa, alemana, italiana y la mítica francesa, de enorme longevidad, Fiction) y Minotauro lo fue durante cuatro años, al principio con una encomiable periodicidad y luego con los plazos dilatados a los que tantas veces nos habituó luego la actividad de Porrúa (hubo un número al año en 1966, 1967 y 1968). Perdiera ese ritmo o no, lo que nunca dejó de tener es esa condición de publicación excelente en sus diez encarnaciones, y esta que me había quedado pendiente de leer hasta ahora es un ejemplo más.
La razón de que la hubiera dejado colgada es que los dos platos fuertes del número son dos cuentos que ya conocía y aprecio, con lo que la relectura ha estado lejos de ser ninguna obligación. Abre el número «El hombre iluminado», que es uno de los cuentos quintaesenciales de J. G. Ballard, incorporado en la antología Playa terminal. El cuento anticipa el escenario que Ballard desarrollará en la última de sus «novelas de catástrofe» dos años después, El mundo de cristal, y a mi juicio exprime de forma suficiente las posibilidades del concepto, con la progresiva conversión de la naturaleza en un escenario de hermosa pesadilla refulgente. El protagonista, como es habitual, es un sofisticado errabundo cosmopolita, que topa con las diferentes reacciones de otros personajes a esa alteración cósmica de naturaleza incognoscible. Cuando Ballard estaba a este nivel, era lisa y llanamente el mejor en lo suyo: nadie ha podido antes ni después describir la decadencia de nuestra civilización de una forma tan sofisticada y literariamente bella, nadie ha podido antes ni después crear personajes tan desquiciados y visionarios. Es cierto que el Ballard de años posteriores puede ser considerado un escritor más irregular (aunque con picos de la misma altura), pero la mayor parte de sus obras de los años sesenta son uno de los pilares básicos de la modernización del género y de su incorporación a la literatura global, y este cuento estaría entre la decena más importantes en ese proceso.
El otro favorito lo es de corte más personal, porque es un Robert F. Young. Sí, ese poco conocido creador de algunos cientos de relatos que sólo escribió novelas al jubilarse (y no fueron tan buenas), que normalmente ha sido despachado con la etiqueta de «simpático Bradbury menor». En este caso, «Romance en un depósito de coches usados del siglo XXI» es uno de sus cuentos para mí más destacados, si bien ofrece un registro que no es el habitual en el autor, sino más próximo al que por entonces cultivaban sobre todo Frederick Poh y Cyril M. Kornbluth. En una sociedad ubercapitalista en la que todo el mundo va vestido con una especie de automóviles estilizados, nos relata la peripecia de una joven con veleidades lectoras que termina por devenir en rebelde impulsada por el amor. La premisa es complicada de mantener, pero da pie a que Young introduzca alguna reflexión sobre el consumismo bastante curiosa para estar planteada hace sesenta años largos.
(Por cierto, mencionar que encontré recientemente online el que es quizá el relato más famoso de Young, «The Dandelion Girl», que nunca ha sido traducido al castellano. Fue elegido como el octavo mejor cuento de la historia en Japón, en una lista bastante curiosa. Porque Young tiene tanto allí como en Francia un cierto reconocimiento más cercano al que merece. La historia, que apareció originalmente en el Saturday Evening Post, está en el siguiente enlace).
El resto del sumario, con todo, está repleto de cosas ricas y autores sobre los que me es grato explayarme. Un caso notable es el de Charles Beaumont, al que no se suele citar entre los mártires de la cf pese a haber muerto a los 38 años, por una enfermedad extraña (se especula incluso que podía ser nada menos que Alzheimer). La razón de ese olvido es, posiblemente, que aunque Beaumont tuvo una carrera profesional notablemente más exitosa que las de las otras jóvenes promesas prematuramente fallecidas de la cf (notablemente Stanley Weinbaum, Henry Kuttner y Cyril Kornbluth), su presencia en las publicaciones estrictamente del género fue menor, porque Beaumont en cambio tuvo una notable carrera en Hollywood: fue guionista de una veintena de episodios de The Twilight Zone y de una quincena de películas. En California, Beaumont formaba parte de una camarilla aparte de escritores próximos al género que tenían más presencia en el cine (Richard Matheson, Jerry Sohl, William Nolan, luego Harlan Ellison), un grupo como tal menos influyente en el tuétano de la cf literaria.
En todo caso, el alcohólico y desdichado Beaumont es un autor de cierto culto y, por lo que le tengo leído, el relato aquí presente, «El americano desaparece», es bastante representativo de su producción. Una fantasía urbana de corte siniestro y maneras kafkianas, en la que se detalla brevemente la consunción de un ciudadano medio en lo que podríamos calificar como un proceso de alienación. El cuento tiene ciertos momentos visuales potentes pero no es especialmente memorable.
En el sumario destacan dos de las autoras habituales de las revistas del género en la época. Normalmente yo apostaría más por el cuento de Kit Reed, pero en esta ocasión me ha gustado más el de Carol Emshwiler. «Día en la playa» es un tipo de relato que tiene un aroma común al de muchos cuentos de autoras de entonces: una aparente escena cotidiana familiar, en la que se esconde mucho más veneno y sustancia que en los relatos de la mayor parte de sus colegas varones de la época, porque ese día de playa se desarrolla en un escenario que debe ser el de cuatro meses antes al de La carretera y toda la anécdota desprende un aroma decididamente siniestro. Por seguir con las comparaciones, el «En la colonia de huérfanos» de Reed me ha dado la sensación de ser una especie de prolongación del clásico «Nacido de hombre y mujer», de Richard Matheson, extrapolado a un entorno colectivo, pero me he quedado con el resgusto de que adolece de la mordiente y originalidad de otros relatos de Reed, que es una grande entre las autoras menores y sobre la que me imagino que me extenderé en otra ocasión en que no me haya enrollado tanto ya.
John Anthony West se convirtió en una pequeña celebridad treinta años después de la publicación de este, su primer relato, cuando su documental El misterio de la Esfinge llegó a ganar un premio Emmy. En resumen, West es quizá el más exitoso de los imaginadores de paranormalidades que comenzaron sus carreras como escritores de cf, con bastante menos éxito en nuestro campo. En 1979, dio a conocer por primera vez su teoría de que la Esfinge de Gizeh no puede tener la antigüedad que se le atribuye, y que para tener la erosión que presenta, debería haber sido edificada hasta el 15.000 antes de Cristo; es decir, mínimo doce mil años antes de la civilización faraónica clásica. Probablemente por los atlanteanos, nada menos. West dio vueltas y vueltas a su idea, reduciendo el plazo y eliminando a la gente sumergida de la ecuación, pero tras un breve periodo en que fue tomada moderadamente en serio, hoy distintos modelos han dejado fuera de toda duda que el clima en la época de la construcción de las pirámides era más húmedo que ahora y el desgaste de la esfinge no tiene por qué atribuirse a inundaciones y periodos tan largos.
También en el género West tuvo una carrera poco común, ya que empezó publicando una antología en Gran Bretaña (era estadounidense) y de ahí luego vendió los relatos a las revistas de su propio país. El «Fiesta en Managuay» que figura aquí fue el primero y le consiguió su única mención en los Hugo; es un relato que retoma un tema muy querido a la parte menos convencional del género desde los tiempos de Freaks, la existencia de una especie de confabulación o acuerdo soterrado entre las personas de fisiologías no normativas, por así decir de acuerdo a la terminología contemporánea. El relato trata sobre una fiesta anual de gente con esas circunstancias en una ciudad folklóricamente sudamericana, a la que asisten unos turistas estadounidenses convenientemente abofeteables. Tiene un aire inquietante y un ritmo correctamente medido, pero no es gran cosa.
La historia más larga del volumen corresponde a un autor decididamente alejando a priori de los cánones de Minotauro, el irlandés James White, famoso por su Hospital del espacio y que ya ha salido alguna otra vez a colación por aquí. En este caso, «Viaje de ayuno» es un cierto tropo sobre el clásico tema de «Las frías ecuaciones», con una nave a Marte con cinco pasajeros que, tras perder la radio y buena parte de sus víveres en un accidente nada más partir de la Tierra, debe racionar agua, comida y combustible al máximo durante varias semanas para conseguir completar el viaje sin que muera nadie a bordo. La única novedad del relato es un curioso concepto no del todo bien desarrollado sobre una suerte de hibridación entre los pilotos y sus naves, que complica aún más las posibilidades de éxito. Es una lectura clásica de cf, cumplidora, poco memorable.
Bastante peor es el cuento presente del fundador de la propia F&SF, Anthony Boucher, «Jack Nueve Dedos», el único claramente malo de esta entrega de la revista. Es un chiste sobre un asesino de mujeres para quedarse con su dinero tras enviudar que se casa sin saberlo con una venusina prácticamente indestructible. Siendo un punto de partida poco esperanzador, su resolución es completamente idiota. Boucher publicó algún relato bueno como el recordado «En busca de san Aquino», pero en general tuvo mayor éxito como novelista de misterio, y en la cf se le puede considerar sobre todo en su calidad de editor y de impulsor de alguna carrera destacada como la de Philip K. Dick.
El relato más breve es una curiosidad de temática cincuenta veces ya leída a cargo del abnegado obrero Robert Abernathy, «El año 2000»: lo de que es el futuro pero en realidad hemos vuelto a la edad de piedra por el desastre de turno.
También hay un artículo científico de Isaac Asimov, de los de toda la vida en F&SF, aunque al principio eran más breves. En esta ocasión trata sobre la cantidad de materia presente en el vacío. Como siempre, es entretenido y tiene ese pulso familiar tan entrañable. Creo que todos los aficionados veteranos recordamos con mucho cariño las recopilaciones de estos ensayos que aparecieron en distintas editoriales durante tres décadas, como mínimo. La verdad es que es un placer modesto que supongo que será imposible repetir: imagino que, entre otras cosas, el contenido de muchos de esos artículos habrá quedado obsoleto. Una lástima que no exista nada equivalente hoy, hasta donde sé.