Herederos del tiempo, primera novela del británico Adrian Tchaikovsky publicada en España, ganó el premio Arthur C. Clarke en 2016 y es uno de los libros de género cuyo lanzamiento ha generado más expectación en los últimos meses. La acción, que comienza en un futuro distante en el que los humanos se disponen a colonizar exoplanetas, se desarrolla a lo largo de decenas de miles de años y sigue dos líneas argumentales distintas: por un lado, el surgimiento de una civilización arácnida a raíz de un proyecto de terraformación fallido. Por otro, las vicisitudes de los ocupantes de la Gilgamesh, una de las “naves arca” que se utilizaron para evacuar la Tierra cuando esta, agostada y envenenada por los efectos de una guerra global, acabó convirtiéndose en un lugar inhabitable.
La novela, una eficaz mezcla entre space ópera y ciencia ficción dura —no desde el punto de vista tecnológico, sino por el rigor y la exhaustividad con los que se abordan los asuntos biológicos y sociológicos—, es inteligente, divertida, ágil y —probablemente su principal virtud— despierta un sentido de la maravilla brutal. Pero hay una enorme diferencia entre la parte dedicada a la sociedad arácnida y la que sigue las andanzas de los últimos supervivientes de la humanidad. La primera es maravillosa, fascinante y absolutamente original: una excelente muestra de lo que una buena historia de ciencia ficción puede llegar a dar de sí cuando el autor lleva el “qué pasaría si” del planteamiento inicial hasta sus últimas consecuencias. La segunda es más irregular y, desde mi punto de vista, impide que Herederos del tiempo llegue a ser una obra redonda.
Uno de los grandes retos a los que se enfrenta Tchaikovsky es mantener, dentro de una trama que se extiende a lo largo de miles de años, unos personajes fijos a los que el lector siga la pista sin esfuerzo y con los que se pueda identificar. En el caso de las arañas, cuya evolución seguimos a lo largo de distintas generaciones, utiliza la argucia de atribuir el mismo nombre (todos ellos, por cierto, pertenecientes a personajes de obras de Shakespeare) a artrópodos de distintas épocas en función de su personalidad y el papel que juegan en cada momento de la historia. Así, en cada generación de arañas encontramos una Portia (fuerte, valiente, exploradora, guerrera), una Bianca (científica, curiosa, con pensamiento divergente) y un Fabian (macho y representante, por tanto, del colectivo oprimido, como no podía ser de otra manera en una sociedad conformada por criaturas cuyos apareamientos, en tiempos remotos, culminaban frecuentemente con ellos siendo canibalizados por las hembras).
En el caso de los humanos, el protagonista es Holsten Mason, un “clasicista” experto en el Viejo Imperio que viaja a bordo de la Gilgamesh. Dado que sus ocupantes deben pasar la mayor parte del trayecto en un estado de suspensión que los preserve durante cuantos milenios sean necesarios hasta que la nave localice un mundo habitable, el clasicista es periódicamente descongelado y vuelto a congelar siguiendo las exigencias del guión, lo que permite al lector seguir el periplo de los últimos miembros de la raza humana a través de sus ojos y los de sus compañeros, con algunos de los cuales coincide en reiteradas ocasiones durante sus periodos de vigilia.
Es aquí, en los personajes humanos (con permiso de la doctora Avrana Kern, que juega en otra liga), donde se encuentra el talón de Aquiles de Herederos del tiempo. Sus personalidades están elaboradas de forma un tanto tosca, carente de matices. Y ni el escaso carisma de Holsten ni la ausencia de profundidad psicológica de los otros tripulantes logran conmoverme de la manera en la que creo que debería hacerlo el último puñado de seres humanos vivos. Pero es posible que esta cierta desafección hacia nuestros congéneres tenga un efecto secundario positivo, en el sentido de que llega un momento en el que el lector encuentra sus simpatías incómodamente repartidas entre su propia especie y la de unos artrópodos de medio metro peludos, venenosos, con palpos y colmillos. Y añado, sin entrar en detalles que pudieran destripar la historia, que ese sentimiento ambiguo en el que Tchaikovsky logra situar al lector es para mí lo más interesante del tramo final del libro, cuyo desenlace me parece, sin embargo, un poco autocomplaciente.
En Herederos del tiempo, en cualquier caso, las virtudes pesan más que los defectos, y la parte del león se la lleva la descripción del nacimiento, auge y florecimiento de la civilización de artrópodos. Es brillante la manera en la que el autor consigue construir de forma sólida y creíble una sociedad en la que no existen los lazos familiares, que desarrolla una tecnología avanzada sin pasar por el descubrimiento de la rueda y cuyo sistema de comunicación está basado en vibraciones, gesticulación y química. Y es admirable cómo, sin hacerles perder ni un ápice de su “aracnidad”, Tchaikovsky consigue utilizar a sus criaturas como un espejo que nos pone delante de la cara para que nos contemplemos a nosotros mismos. Está —es el ejemplo más evidente—la lucha de los machos para conseguir la igualdad de derechos con las hembras, pero también se muestran los mecanismos por los que la superstición puede llegar a lastrar el desarrollo científico y tecnológico de todo un pueblo, la dificultad para comprender y respetar lo diferente, el ecologismo, la convivencia, la agresividad… Herederos del tiempo invita a la reflexión, es entretenida de principio a fin y resulta, en ocasiones, deslumbrante.
Herederos del tiempo (Alamut, Colección Artifex, 2018)
Children of Time (2015)
Traducción: Luis G. Prado
Tapa dura. 518pp. 29,95€
Ficha en la tienda Cyberdark.net
Veo que coincidimos plenamente en nuestras sensaciones tras leer el libro: las arañas molan, los humanos no son tan interesantes y el final se desinfla un poco (aunque no logro imaginar otro que contentara a humanófilos y arañófilos).
Un saludo.
Pingback: Children of time (Herederos del tiempo) | Rescepto indablog
Recién leído el libro, la reseña refleja exactamente mis sensaciones.