El viaje de K en Blade Runner 2049

Blade Runner 2049

Dentro de la ciencia ficción, en los años ochenta, Blade Runner provocó un vasto incendio. Ni su director, Ridley Scott, ni el enrevesado Deckard, interpretado por un Harrison Ford con cara de pasmado, podían haber imaginado hasta dónde llegaría el fuego. El público del estreno la menospreció. Y de entre los que la vieron entonces, la mayoría la tildó de lenta, extraña, pesada, hueca, pomposa, confusa y aburrida. Pasaron unos años y se convirtió, gracias a las grabaciones domésticas de algún pase televisivo y a los videoclubes, en material de culto. Lo siguiente llegó una década después, con el pensamiento ordenado, la maleable memoria y la posverdad: todos la querían, todos la quisieron. La veneraron, en silencio, desde el mismo día que se estrenó. Amaron lo que se vio en cines, incluso los exteriores de The Shining añadidos para el amanerado final feliz. Apreciaron los sucesivos montajes del director, convertidos en carnaza para discusiones sobre cuál de ellos era el bueno. Adoraron la banda sonora de Vangelis, tanto la infumable versión recortada y manipulada de una tal New American Orchestra como la desmedida edición de coleccionista en 3 cedés del propio Vangelis, con la música original, material extra y material añadido al material extra que nunca apareció en la película. La cultura española, cómo no, también se dividió en dos bandos. A un lado, una pequeña resistencia que se entregó a ella, con nombres como José Luis Guarner, Guillermo Cabrera Infante, Rosa Montero o Fernando Savater. Al otro, una mayoría desmemoriada, la que se enamoró de Blade Runner después de despiojarla (operación de limpieza, todo hay que decirlo, llevada a cabo con parecido y divertido éxito cada vez que algo relacionado con lo fantástico adquiere respetabilidad para esta parte de la inteligencia española, ya sean novelas de Orwell o películas de Kubrick). No deja de resultar curioso que Blade Runner 2049 haya repetido algunos tics del estreno: poca afluencia de público y apelativos muy semejantes (aburrida, lenta, cargante, malograda, hueca, etecé). Ya veremos qué pasa con la película de Villeneuve dentro de un par de décadas, si repite o no el mismo camino, el que va del suplicio a la gloria. El comienzo ha sido bastante similar.

Para algunos, entre los que me cuento, Blade Runner 2049 ha resultado una experiencia fascinante. Las redes sociales, como es habitual, han servido para amplificar entusiasmos y menosprecios, con una potencia que nadie (no, tampoco Ridley Scott) podía haber previsto en los lejanos ochenta. Se me ocurren muchos temas de los que escribir. En un momento en el que se acumulan las reseñas agradecidas y las biliosas, las opiniones monolíticas y las razonadas, en el que para algunos aún sigue en el aire la pregunta sobre Deckard y otros montan duelos de pistoleros entre Vangelis y Walfisch/Zimmer, se me ha ocurrido centrar este artículo en el viaje que lleva a cabo el oficial K del departamento de policía de Los Ángeles para convertirse en Joe. ¿Por qué ese tema? Porque, creo, ahí está el corazón de la película.

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Viriconium, de M. John Harrison

“No establecía distinción alguna entre la pornografía y las novelas del espacio, y a menudo se preguntaba en voz alta por qué no se incautaban estas y no las otras. A mí todo me parece lo mismo —afirmaba—. Consuelo y fantasías. Las dos cosas te carcomen el cerebro”. (“Egnaro”, M. John Harrison)                                                         

A pesar de ser devoto seguidor de M. John Harrison desde el día que cayó en mis manos El mono de hielo, esa antología de relatos sobre la poética del misterio y la lobreguez como sustratos fundamentales de la vida cotidiana, confieso que he ido postergando innumerables veces la lectura de una de sus obras más emblemáticas, la saga Viriconium, como poseído por una reverencia temerosa ante el desafío de una montaña-tótem literaria. El caso es que desde hace años ronda por mi casa la edición Fantasy Masterworks de Gollancz, que recopila las novelas, novelas cortas y casi todos los relatos sobre la Ciudad Pastel, un tochazo que sólo de verlo dan ganas de ponerse a hacer cualquier otra cosa, pero como lectorcillo tembloroso ante la magna obra y sintiéndome indigno del superlativo estilo de Harrison en su idioma original, no me atrevía. No ha sido hasta que me he decidido por fin a hacerme con la edición española publicada por Bibliópolis, que vuelca la edición de Gollancz al castellano, cuando me he decidido a acometer este particular rito de paso, hasta tal punto que no descarto escribir una aportación metanarrativa al ciclo algún día, una novela-diario de épica costumbrista, El señor que leía Viriconium, o algo así.

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Mil millones de años hasta el fin del mundo, de Arkadi y Borís Strugatski

Mil millones de años hasta el fin del mundoCreo que los hermanos Strugatski deberían ser tomados como parte del culmen de la ciencia ficción, un género que siempre hemos percibido desde un ángulo claramente anglosajón. Tengo la sensación de que aún nos faltan por recuperar multitud de libros escritos en otras lenguas.

Hasta hace relativamente poco, la mayoría de obras soviéticas que leíamos eran traducciones de otras hechas al inglés o francés. Afortunadamente, se ha impuesto cierto rigor y se apuesta por esas traducciones directas tan necesarias. Es cierto que también teníamos libros ingleses que resultaban ininteligibles, pero cuando sumamos a una mala traducción el que encima parta de otra, el juego del teléfono roto suma demasiados vaivenes. En fin, aplaudo que Sexto Piso haya apostado por una traducción directa del ruso.

En los últimos años desde varias editoriales también han llegado, o vuelto, a España las obras de Arkadi y Borís Strugatski: Gigamesh tiene cuatro novelas en su catálogo, Ediciones Nevsky apostó por El lunes empieza el sábado y ahora Sexto Piso nos trae Mil millones de años hasta el fin del mundo. Y es curioso, porque las tres editoriales han apostado por modelos de obras distintos, algo que puede extrañar a quien sólo conozca sus dos novelas más recordadas: Stalker. Picnic Extraterrestre y Qué difícil es ser Dios. Pero en realidad tocaron más palos aparte de la ciencia ficción pura.

Mil millones de años hasta el fin del mundo puede considerarse una comedia con muy mala leche. En este país sabemos que el género puede servir para transmitir crítica al sistema y quizá esta novela podría haber pasado la censura en caso de ser eliminadas las últimas veinte páginas, donde se destapa realmente su función. Sin embargo, fue censurada en su momento y desconozco si disfrutamos del manuscrito completo o si faltan extractos.

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Japón especulativo, selección de Grania Davis y Gene van Troyer

Japón especulativoHay que felicitar a Satori Ediciones por recuperar esta colección de cuentos, traducida al inglés y lanzada en el año 2007 coincidiendo con la celebración de la 65 WorldCon en Yokohama. Una puerta abierta a la ciencia ficción japonesa de los años 60 y 70, aderezada con varios textos de acompañamiento: una introducción de David Brin, breves comentarios de los antólogos Gene Van Troyer y Grania Davis y uno de Asakura Hisashi sobre cómo se abordó la traducción. Aunque mantengo alguna reserva que expresaré más adelante, recomiendo mucho su lectura. Japón especulativo ofrece una inmersión en una ciencia ficción diferente donde, además de una ambientación local, sobresale un enfoque basado en unos códigos propios. Como testimonio de ello, lo primero que me viene a la cabeza son los relatos más largos aquí reunidos: “¿A dónde vuelan ahora los pájaros?” y “La leyenda de la nave espacial de papel”. De la quincena de ficciones seleccionadas es donde mejor percibo ese aroma singular exigible en una antología de este tipo.

“¿A dónde vuelan ahora los pájaros?”, de Yamano Kōichi (1971), es desde un punto de vista estructural la pieza más elaborada. El autor parte de un hilo de acontecimientos y lo fracciona en diversos pasajes, desordenados y recolocados en una secuencia que sitúa al lector in media res y le obliga a recomponer la cadena de principio a fin. Este recurso, lejos de ser gratuito, va en consonancia a la confusión de sus personajes, obligados a enfrentarse a una invasión sutil que se desenvuelve en un plano metafísico: unas criaturas que dan pie a una realidad en descomposición. No contento con esto, Kōichi también se desenvuelve con soltura por la historia de universos paralelos, la pequeña distopía y la búsqueda personal gracias a leves pinceladas que imprimen una deliciosa complejidad.

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36, de Nieves Delgado

36Editorial Cerbero es un pequeño proyecto surgido en el último año que ha logrado una cierta repercusión publicando novelas cortas en formato bolsillo o electrónico a un precio muy ajustado. Uno de sus primeros volúmenes fue 36, de Nieves Delgado. El relato del nacimiento de una Inteligencia Artificial y su relación con la sociedad occidental a lo largo de su existencia. Desde sus primeras páginas la narración sobre todo trabaja la descripción del escenario y su verosimilitud, indiscutiblemente el terreno donde 36 exhibe sus mejores credenciales. En ese futuro cercano de los próximos cinco minutos las expectativas depositadas en las primeras IAs quedan insatisfechas. El epítome de este desencuentro está en Treinta y seis, la IA más interesada en mantener el contacto con el ser humano, a la que se hace pasar por una serie de estadios (convivencia en familia, escolarización…) durante los cuales se evidencian dos fracasos: el de una sociedad incapaz de lidiar con la diferencia y el de los sacrificios vanos de un individuo por amoldarse a un patrón alienante.

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El archivo de atrocidades, de Charles Stross

Poco se imaginaba el bueno de H.G. Wells que la parábola socialista escenificada por los morlocks y los eloi que el escritor inglés presentaba en su clásico La máquina del tiempo, acabaría convirtiéndose en metáfora de uno de los conflictos laborales más crudos y despiadados de nuestra contemporaneidad; la guerra soterrada que transcurre en las oficinas de todo el mundo entre los ingenieros y técnicos de IT, popularmente conocidos como “los informáticos”, y todos los demás. Así que por un lado tenemos a los eloi, los de contabilidad, ventas o marketing, que consideran a los trabajadores de IT poco más que un mal necesario, quejicas y rezongones a la hora de colaborar o solucionar entuertos, siempre presentando irritantes objeciones expresadas con una condescendencia apenas reprimida en el mejor de los casos. Y por otro lado los morlocks, los sufridos trabajadores de IT, atrincherados en el rincón más apartado de la planta baja, presas de un complejo de superioridad técnica e intelectual, pero cuyos conocimientos de cómo funciona la realidad de las cosas informáticas no son valorados en absoluto. Esclavos de horarios demenciales, sufren el desprecio y la incompetencia de los eloi quienes, atrapados aún en el pensamiento mágico en lo que a tecnologías de la información respecta, solicitan características imposibles de implementar en los sistemas, no se molestan en leer los putos correos de seguridad y encima imponen una serie de procedimientos y directrices administrativas absurdas que complican cada vez más el trabajo. Y mientras, se consuelan a la hora de comer; “ay, el día que hagamos huelga se lía, vaya si se lía…”

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Mundos en el abismo, de Juan Miguel Aguilera y Javier Redal

Mundos en el abismoLa triste noticia de la muerte de Javier Redal me recordó que tenía en algún lugar de las estanterías esta edición de Mundos en el abismo. Un volumen especial 25º aniversario fiel al texto publicado por Ultramar en 1988, con una mínima corrección para eliminar erratas y ajustar el texto a la maqueta tradicional de Bibliópolis. Como otras relecturas, la semana que he tardado en dar cuenta de él tanto ha sido una oportunidad para reencontrarme con sentimientos y recuerdos semitenterrados en las capas más profundas de la memoria como una nueva toma de contacto con los cambios en mis preferencias lectoras. Pocos comentarios se pueden leer en C tan mediatizados por ambos aspectos.

Si tu bagaje de ciencia ficción es tan reducido como cuando leí Mundos en el abismo, me parece inevitable entrar en estado de shock ante el despliegue de conceptos tecnológicos y biológicos diseminados por Javier Redal y Juan Miguel Aguilera a lo largo y ancho del escenario en el que transcurre. Un cúmulo estelar donde una humanidad estancada se pega de tortas utilizando todo tipo de cachivaches futuristas en un contexto de decadencia primo hermano de la caída del Imperio Romano. Sin embargo, antes de llegar al espectáculo, en sus primeras 20 o 30 páginas se hace necesario superar un salto de fe: una abrumadora inmersión en un entorno plagado de nombres y referencias en sánscrito adonde el lector es arrojado entre tres entidades políticas en conflicto, cada una intrigando contra las otras mediante una docena de personajes. Sin margen de asimilación. Este escalón se acrecienta debido a la propia estructura, unas escenas de entre dos y cuatro páginas que se suceden a ritmo frenético. Por fortuna el desconcierto desaparece una vez Mundos en el abismo abre campo, se pone en situación y deja al descubierto su principal valor, incólume tres décadas después de su primera publicación: el tremendo lugar narrativo ideado por sus autores.

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The Power (El poder), de Naomi Alderman

The PowerMañana las chicas jóvenes comienzan a manifestar una capacidad: un órgano incipiente desarrollado sobre su tórax les permite emitir descargas eléctricas. A medida que más y más mujeres descubren esa habilidad, de forma natural o inducida, y aumenta la intensidad de la electricidad emitida, la extrañeza da paso a una serie de alteraciones que empujan las relaciones familiares, económicas o de poder en nuevas direcciones. Como ocurre en los sistemas no lineales, las pequeñas agitaciones detrás de las primeras interacciones desencadenan una serie de movimientos amplificados imprevisibles.

En The Power Naomi Alderman toca diversos subgéneros sin decantarse por ninguno hasta sus últimas páginas. Utiliza con destreza elementos propios de la historia de catástrofes, la preapocalíptica, el thriller e, incluso, de nacimiento de una distopía. Este jugar a tantos palos es una de las características más atractivas de su concepción unida a una secuencia narrativa muy meditada. Sus 350 páginas se encuentran divididas en secciones etiquetadas en una cuenta regresiva. The Power comienza diez años antes del presente y en cada una de ellas sitúa (en principio) cuatro capítulos protagonizados por otros tantos personajes que muestran los diferentes cambios hasta llegar al “ahora”.

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Kirinyaga, de Mike Resnick

Reconozco que de un (largo) tiempo a esta parte, la avalancha de antiutopías, distopías o simples futuros chungos disfrazados de tales que aparecen por doquier, ya me resulta un pelín cansina, e incluso contrarrevolucionaria. Yo es que soy de la vieja guardia del Partido, de los que le tenían un poco de manía a Revolución en la granja de Orwell, no por sus méritos o deméritos literarios, sino por su carácter de cachiporra al servicio de los apologetas del vivimos en el mejor de los mundos posibles. Ya más en serio, es cierto que la naturaleza humana es profundamente imperfecta y jode casi todo lo que toca, que la cruda y sucia realidad se da de ostias con el prístino mundo de las ideas y que en teoría funciona hasta el comunismo. En teoría. Pero es que ha llegado un momento en el parece que tener convicciones políticas y aspirar a ponerlas en práctica equivale a convertirse en un tirano en potencia y que lo que se aleje un poquito del capitalismo tecnológico de mercado y la democracia liberal es camino seguro al Holocausto como mínimo. También me apena un poco que, por lo general, la ciencia ficción se afane mucho más en advertirnos de los peligros de poner en práctica las especulaciones político-filosóficas de burgueses ociosos, que en imaginar de forma más o menos rigurosa otros sistemas económicos, sociales y políticos viables y diferentes al que disfrutamos ahora. Y Kirinyaga viene a confirmarme esta pequeña frustración con el género.

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La rueda celeste, de Ursula K. Le Guin

La rueda celesteHace unos meses escribía por aquí sobre la tozudez de ciertas editoriales a la hora de actualizar las traducciones de títulos con varias, muchas décadas a sus espaldas. En este sentido, bien está alabar los ejemplos en los cuales te llevan la contraria y deciden actualizar un texto para darle aire fresco al ponerlo de vuelta en las librerías. Tal es el caso de Minotauro. En el mes de Abril reeditó dos de sus ya contados autores fetiche: Los jugadores de Titán, de Philip K. Dick, con traducción de Juan Pascual, y este La rueda celeste, de Ursula K. Le Guin, con una nueva versión en castellano obra de Miguel Antón. El ejemplar que he leído, además, es una edición electrónica muy asequible (menos de 5 €) a la que apenas se puede echar en cara alguna erratilla y el estúpido DRM.

La rueda celeste pasa por ser uno de los libros más singulares de la trayectoria de Le Guin. Justo por lo que se suele comentar siempre que se escribe sobre él: es Le Guin escribiendo una de Dick. Y por mucho que me guste tirarme el pisto de alejarme de los lugares comunes, me resulta del todo imposible porque, es necesario repetirlo, La rueda celeste es Ursula K. Le Guin escribiendo una de Dick. Sin embargo, aparte de conseguir una buena novela, la autora de Los desposeídos introdujo los suficientes matices propios como para realzar el resultado final por encima de la simple imitación/homenaje hasta convertirla en una novela que no tiene nada que envidiar a sus mejores obras siendo diametralmente opuesta en estilo, tono y personajes.

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