El bosque oscuro, de Cixin Liu

El bosque oscuroCixin Liu demuestra ambición en esta continuación de El problema de los tres cuerpos. Manteniéndose dentro del territorio esbozado, acierta a tocar nuevas teclas y amplía un marco temporal que ya no se extiende sólo al futuro cercano; llega a introducir un salto de 200 años necesario para encuadrar una nueva escala de distancias y tiempos. Asimismo, entre las diferentes tramas ideadas para hacer progresar el conflicto, aprecio la construcción de un subtexto que conecta significativamente las acciones de los personajes. También, una parte de estos esfuerzos se estrellan bien contra las limitaciones de Cixin como escritor, bien contra los excesos ya presentes en el anterior libro, ambos acrecentados por las más de 150 páginas que El bosque oscuro suma a la extensión.

La escena con la que se inicia la novela es elocuente en cuanto a enmarcar la pericia de Cixin Liu para el discurso poético. Una hormiga asciende por un paisaje liso y plagado de surcos. Mientras se desplaza por esa superficie, una lápida donde se encuentra grabado un nombre que es medio capaz de reconocer, asiste a la conversación de dos seres humanos y se convierte en testigo del nacimiento de un área de pensamiento, la sociología cósmica, esencial para el argumento. El pasaje tiene su sentido al enlazar con la equiparación de la humanidad como un grupo de insectos con la que terminaba El problema de los tres cuerpos. Además bosqueja un hecho fundamental para el desenlace de la presente novela. Pero por mucha evocación que pueda verse, la imagen choca con lo ridículo de convertir en testigo con una cierta comprensión a un ser incapaz de discernir el pensamiento humano.

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El hijo del hombre, de Robert Silverberg

El hijo del hombreDentro de la serie de entrevistas a Silverberg reunidas por Zinos-Amaro en Traveller of Worlds me sorprendieron bastantes asuntos. Lo habitual cuando te has formado una imagen de un escritor básicamente a partir de ficciones publicadas hace mucho tiempo sin demasiado contexto. Más allá de sus opiniones políticas o el recuerdo de ciertos momentos de su vida, me llamó la atención su recuerdo de esta novela y su pasión por la aventura en paisaje extraño. Una temática que, básicamente, pensaba había cultivado en su primera etapa, allá a mediados de los años 50 del siglo pasado, y en su regreso a la escritura a finales de los 70 con el pelotazo de Lord Valentine, cuando también era omnipresente en los libros escritos entre mediados de los 60 y principios de los 70. Desde esta óptica, El hijo del hombre (1971) se acerca además a un terreno para mi nuevo en su bibliografía: una extravagante fábula moral que encuadra sus inquietudes más extendidas en Alas nocturnas, Regreso a Belzagor, Muero por dentro, El libro de los cráneos y gran parte de las novelas de esta época.

Escrita en tercera persona y en presente, El hijo del hombre cuenta cómo un personaje contemporáneo, Clay, se desplaza involuntariamente a un futuro lejano. Allí se topa con otros viajeros, descendientes de la humanidad y bastante cambiados respecto a nosotros (unos con forma de esfera, otros de aspecto caprino), y con los habitantes de esa Tierra de otra era, en cuya compañía recorrerá un escenario vivo reflejo de los ideales hippies. Una naturaleza exuberante sin rastro de construcciones o tecnología encuadra a unos seres que han sublimado diferentes aspectos de la condición humana. El grupo al cual Clay se siente más cercano, los deslizadores, se convierten en sus guías por este a priori idílico paisaje.

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Sobre Philip K. Dick y Los jugadores de Titán

Los jugadores de TitánLa ciencia ficción es la deformación plausible de la realidad. En las coordenadas que nos propone todo relato, por muy extraña que nos parezca su idiosincrasia interna, lo que ocurre tiene sentido porque todo está estructurado para que lo tenga. En ese marco alterado, todo es verosímil y creíble, todo emana pensamiento crítico y sentido de la maravilla.

En la narrativa de Philip K. Dick vemos cómo se cuestiona la realidad interior de ese marco hasta el punto de despojarla por completo de su primera apariencia. Esa es una de las claves de Dick. Sí, la estructura de sus novelas no estará tan lograda como en otros autores como Arthur C. Clarke o Stanislaw Lem, ni su prosa será tan brillante como la de Samuel R. Delany o Ray Bradbury, y su sentido del humor no habrá tenido el aplauso unánime, digamos, que sí tuvo el de Kurt Vonnegut, Jr. Sin embargo, su extraña imaginación, su sentido crítico y sus imágenes excéntricas le han otorgado a su obra una cualidad única, un carácter de rareza incomparable en el magma de la ciencia ficción literaria.

Roberto Bolaño dijo en Entre paréntesis que “Dick es bueno incluso cuando es malo”. Para hablar de Dick, pues, cojamos hoy una de sus novelas menos brillantes. Por ejemplo, Los jugadores de Titán. Para despejar posibles dudas, supongo que es justo enumerar cuáles son para mí, por contraste, sus mejores novelas: Dr. Bloodmoney, ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, Ubik, Valis, Muñecos cósmicos, Laberinto de muerte y La invasión divina. Creo que tras una relectura atenta podría añadir Los tres estigmas de Palmer Eldritch y Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, pero a día de hoy las recuerdo poco, menos que las escogidas como representantes personales del mejor Dick.

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La oportunidad detrás de lo raro y lo espeluznante

Welt am Draht

¿Alguien recuerda el seísmo en el mundillo aficionado cuando, tras la traducción de Nunca me abandones, se publicaron unas declaraciones de Kazuo Ishiguro negando que fuera ciencia ficción? Yo mismo escribí un fandomsplaining al reciente premio Nobel, de ese que empieza y termina en tu microburbuja de confianza y que, con el transcurrir de los años, te permite echarte unas risas; esa intensidad, esa pedantería. Quizá por la distancia y las canas, de un tiempo a esta parte miro con ternura los desgarros de vestiduras #FIAWOL cuando otro escritor se atreve a poner en duda que su nueva obra sea ciencia ficción, fantasía o terror teniendo elementos para ello, y la califica como distopía, ucronía, proyección deliverativa… Esa emanación de enojo socializado-“no tienes ni puta idea de lo que estás hablando. Ahora te explico lo que has escrito” sin importar los detalles que pueda haber detrás, como si siempre existiera una visión única del asunto y los matices fueran innecesarios. Total, ya no entran en esas dos frases que deben formar el mensaje. Como si términos como ciencia ficción, fantasía o terror fueran etiquetas con un nombre adecuado para catalogar todo lo que comúnmente sus aficionados situamos en su interior. Como si no hubiera problemas para calificar no ya obras que se mueven en la frontera, si no títulos abiertamente tenidos como tal y que hablan de historias alternativas, poderes mentales, futuros a cinco minutos vista…

En este sentido es una pena que aquella lectura tan certera sobre los “géneros que manchan” establecida por Julián Díez en su desaparecido blog, Soria de los palabras, se haya perdido. Exponía con elocuencia la tiranía de la ciencia ficción sobre cualquier otro género. Cómo, por poner un ejemplo, una historia de asesinos en serie repleta de escenas truculentas, persecuciones y suspense escrita desde un monólogo interior, por el simple hecho de que el psico-killer fuera el clon del narrador, se convierte en ciencia ficción. El terror, el thriller o el rollo criminal quedan automáticamente supeditados a esa etiqueta, sin importar el nivel de especulación.

Desde esta óptica se entiende por qué he disfrutado tanto de Lo raro y lo espeluznante. Una colección de ensayos en los cuales Mark Fisher se sirve de un puñado de obras, literarias, cinematográficas, musicales, para delimitar dos términos de recorrido crítico difuso: lo raro (weird) y lo espeluznante (eerie). Dos sensaciones de máxima trascendencia narrativa tal y como atestiguan la fascinación por el relato Lovecraftiano, la relevancia del extrañamiento en la literatura contemporánea, textos divulgativos como los que Ismael Martínez Biurrun ha escrito en esta web… Dominantes en una miríada de ocasiones, marcando de manera inapelable la recepción por parte del lector/espectador.

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El amante germano, de Pilar Pedraza

El amante germanoEs de alabar cómo Valdemar ha sido capaz de reinventar El Club Diógenes para dar cobijo a una serie de escritores españoles que, a través de sus colecciones de relatos y novelas, cultivan diversas formas de terror y fantasía oscura. Más después del fracaso de Insomnia, sello donde algunos de ellos supongo habrían encontrado cabida. Curiosamente el primero que leo no es de uno de los autores que habría terminado en ella sino de Pilar Pedraza, seguramente el autor español más publicado por Valdemar. Junto a José María Latorre, hace años encontró en esta colección de bolsillo el espacio para reeditar su obra y dar salida a su nueva ficción.

El amante germano se centra en la pasión de Valeria, hija adolescente de un rico senador romano y viuda antes de contraer matrimonio con un germano de la guardia del Emperador. Su prometido, Druso Minor, se sacrificó defendiendo a éste en un complot y ahora se encuentra en los Campos Eliseos sin recordar a Valeria. Lo que para su futura esposa fue bastante más cortesía de Eros, culpable de haber reforzado su vínculo con una de sus flechas, para él era un matrimonio de conveniencia. La insistencia de la joven ante diferentes altares y deidades lleva a los responsables del Hades a dejarlo retornar por una noche, permitirle consumar su relación y liberar a Valeria de su melancolía. Sin embargo, como era de esperar, el efecto es justo el contrario y su obsesión se fortalece. Valeria acude a una bruja, Próxima Nigra, que ya ha burlado una condena a muerte por sus prácticas. Con la colaboración de un artesano, fabrica una réplica inerte de Druso a la que insufla vida gracias al alma de un cadáver recién abandonado. Eros vuelve a intervenir y arroja una flecha sobre la bruja que se enamora de su criatura. Enferma de celos, Próxima intenta poner en conocimiento del padre de Valeria el secreto que su hija guarda en su alcoba y para su desgracia termina encerrada junto a la perrera.

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Lincoln en el Bardo, de George Saunders

Lincoln en el BardoMe ha costado entrar en ésta, la primera novela del autor de Guerracivilandia en ruinas y Diez de Diciembre. Sobre todo por su forma: el diálogo entre dos secciones construidas como una especie de relatos orales. No por lo que cuentan, tampoco por el cómo lo escribe Saunders, sino por el pequeño descoloque causado por la yuxtaposición de sus narradores y llegar a apreciar su sentido en esa polifonía más allá de un alarde formal.

La mayor extensión de Lincoln en el Bardo la ocupa el relato que los muertos del cementerio de Washington D.C. hacen de la llegada al recinto, en Febrero de 1862, del hijo del presidente Lincoln, Willie. El acontecimiento transforma el camposanto cuando, la noche del sepelio, su padre entra en el lugar, abre el ataud y abraza el cadáver de su hijo muerto. Un acto de amor como ninguno de los difuntos recuerda haber contemplado. Para su consternación, en vez de abandonar nuestro plano, Willie se queda lo que lleva a tres de ellos a hacer todo lo posible para lograr su tránsito al otro mundo. Hans Vollman, un artesano que encontró el amor en su madurez y murió antes de consumar su matrimonio; Roger Bevins III, un homosexual que se suicidó; y el reverendo Everly Thomas, “atrapado” junto a sus compañeros por sus remordimientos.

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Estación Central, de Lavie Tidhar

Estación centralHay libros cuya trama te atrapa: una vez que te adentras en ellos no puedes dejar de leerlos porque necesitas saber lo que va a pasar a continuación. En otros casos, su fuerza no radica en lo que te están contando, sino en cómo te lo están contado: están tan bien escritos, sus frases fluyen de tal manera y hay tanta verdad en ellas, que leerlos es simplemente un placer; el argumento acaba convirtiéndose, en esos casos, en algo prácticamente accesorio. Estación Central no pertenece a ninguna de esas dos categorías. No porque su argumento carezca completamente de interés y tampoco porque su prosa sea ramplona —todo lo contrario—, sino porque su principal atractivo, lo que verdaderamente acaba encandilando al lector, no es el qué ni tampoco el cómo, sino el dónde. El ingrediente x de la obra de Lavie Tidhar es precisamente esa Estación Central ruidosa, colorida, abarrotada y abigarrada que da título al libro y (ampliando un poco el foco) el universo entero en el que está ambientada, ese futuro lejano en el que kilométricas arañas mecánicas recorren la superficie lunar para terraformarla, robots autoconscientes fantasean con reencarnarse en máquinas más sofisticadas y los humanos viven con un pie en el mundo real y otro en el virtual: un personaje que nació sin nodo y, por tanto, sin capacidad para conectarse a la red, es descrito como un minusválido.

Concebida no como una novela al uso, sino como un fix-up o compendio de relatos interrelacionados (la obra es “un homenaje a una antigua era de la ciencia ficción en la cual muchas novelas eran publicadas inicialmente en revistas, en forma de relatos más o menos autónomos, antes de ser recopilados en un libro”, en palabras del propio Tidhar), Estación Central describe un futuro abigarrado, desordenado y ruidoso, como es frecuente dentro del ciberpunk, pero menos oscuro y pesimista de lo que es habitual en el subgénero.

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Las estrellas son Legión, de Kameron Hurley

Las estrellas son LegiónEn Las estrellas son Legión, dos narradoras en primera persona, Zan y Jayd, cuentan cómo se coordinan para escapar de la Legión; una miríada de naves-mundo basadas en una tecnología de base orgánica y pobladas por mujeres. A imagen y semejanza de los relatos clásicos de naves generacionales, el origen, la razón de ser, la historia pasada de este extravagante ecosistema interestelar se ha perdido y, después del tiempo transcurrido desde su formación, su equilibrio se resiente. Una corrupción que afecta a cualquier ente biológico pone en riesgo su potencial de autoconservación. Esta amenaza explica la frenética lucha que se ha iniciado entre los mundos de la Legión. Hordas de guerreras batallan por hacerse con el control de cada nave y apoderarse de sus recursos. Sin embargo detrás del propósito de ruptura de Zan y Jayd, el gran misterio escondido hasta el tramo final de la historia, hay bastante más.

Kameron Hurley estructura Las estrellas son Legión en tres actos, divididos a su vez en capítulos relativamente breves. Zan y Jayd intercalan sus textos en una secuencia ordenada en el tiempo mientras cubren con un velo de intriga los acontecimientos pasados que han terminado con Zan desmemoriada y atrapada en un ciclo sin aparente fin. Su nave-mundo, Katazyrna, la envía al frente de grupos de tropas a la conquista del Mokshi, el mundo que parece haber escapado de la Legión. No obstante Zan fracasa constantemente y regresa a Katazyrna amnésica, para desazón de su señora. Este detalle, unido a su relato en presente y cómo, a ratos de manera en exceso artificiosa y un tanto cargante, Jayd se guarda cualquier detalle sobre lo ocurrido, imprime una oportuna atmósfera enigmática.

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Luna de lobos, de Ian McDonald

Luna de lobosConstruir un buen culebrón no es moco de pavo. Y el logro se enreda sobremanera cuando, como parte del manejo de la trama y la tensión, se convierte en un elemento esencial la muerte de varios protagonistas. Las resurrecciones imposibles, las milagrosas recuperaciones del coma, las reconstrucciones corporales gracias al transmigrificador molecular, nunca llegan a funcionar tan bien como en el más-allá-de-toda-vergüenza mundo de los superhéroes. Se hace imprescindible sustituir a unos cuantos caídos por figuras que aporten (o no) nuevas cualidades. En la mayoría de las ocasiones te das con un canto en los dientes si se consiguen sosias con mínimas variaciones de los desaparecidos. El marrón indeseado explota cuando las incorporaciones no les llegan a la suela de los zapatos a los fallecidos y te encuentras arrojado al hastío de unos guías que, incluso, te cuesta saber quiénes son si no ponen en práctica las dos o tres características que el escritor se ha encargado de fijar sobre sus maniquíes, etiquetas fundamentales para visibilizar su individualidad.

Durante demasiadas páginas este problema clava sus zarpas sobre Luna de lobos. Después del pirotécnico desenlace de Luna nueva, con la familia Corta al borde de la erradicación tras el ataque de los Harkon… McKenzie, el obligado paso al frente para tomar la alternativa de varios personajes no le sienta nada bien a la trama. Por poner el ejemplo más evidente, el alivio cómico involuntario, Lucasinho Corta, parecía ahogado entre caracteres más dominantes y una irrelevancia entendible dada su edad y su obligado rol secundario. Pues quien albergara esperanzas de que diera un paso al frente seguramente verá cómo sigue atrapado en la telaraña de la frivolidad más risible, tal y como muestra su conflicto estrella de la primera mitad de este volumen: una crisis de pareja porque tenía ganas de que le hicieran una paja (sic). No es el único.

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Contracultura, ¿dónde estás?

Cómo acabar con la contraculturaJordi Costa no es crítico de cine. Es fácil pensar que lo es, teniendo en cuenta sus disecciones, cada viernes por la mañana, en las páginas de El país, pero esas brillantes lecturas que desgrana en la prensa sólo son una pequeña parte de su contribución a la cultura crítica y al ensayismo más lúcido que se escribe en castellano. Autor, entre otras maravillas, de Películas clave del cine de animaciónde Vida mostrenca. Contracultura en el infierno posmoderno, y partícipe, a menudo destacado, en libros colectivos como CT o la cultura de la Transición o Una risa nueva, Costa ha sido una notable influencia en otros autores de la no ficción española –Jordi Carrión lo llamaba maestro en un estado de Facebook– y precursor de algunos de los mejores ensayistas de nuestro tiempo (pienso en Eloy Fernández Porta y Jorge Fernández Gonzalo). Es, además, un hipnótico prosista, afilado y sorprendente. (Atención al uso que hace aquí de la palabra “polinización”). Y, ahora, en su último libro, Costa absorbe las tareas y los talentos del historiador y el analista político para añadirlos a los suyos habituales. Entre otras cosas, ha pensado la cultura española del fin de siglo XX y del cambio al XXI en un contexto político social muy consciente, con sus macabros paralelos con el pasado.

En Cómo acabar con la Contracultura. Una historia subterránea de España, analiza Costa la cultura desplazada, podríamos decir, de la España de los años sesenta en adelante. Empieza con el nacimiento del rock sevillano en los sesenta y el cómic irreverente underground, pasando por el cine entendido “como una piedrecita en el zapato” y las primeras discotecas de Barcelona e Ibiza. ¿Qué tiene cada una de estas manifestaciones de elemento contracultural? Lo que tienen de “impugnación de los discursos dominantes precedentes”. Siempre se es contracultural, como el propio nombre indica, en oposición a algo, y, en el caso de la España en la que se abre paso la Contracultura, se es en oposición al “prejuicio cultural”, como subraya el autor con total pertinencia, pues los mismos prejuicios actúan hoy en otros aspectos de la vida cultural de este país. A través de la Contracultura nos habla a la vez de la cultura, la oficial y propagada por el Estado, y de ese Estado postfranquista –menos post que franquista– al que se opone en sus inicios. Así, establece preocupantes concomitancias con la situación de nuestro Estado actual: la Contracultura se puede entender como una ofensa al gusto extendido, oficial, de las instituciones, a ese gusto que pasaría de ser patrimonio de “la sotana y el atavío militar a la pana (social)demócrata”.

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