Soy lo que me persigue. El terror como ficción del trauma, de Ismael Martínez Biurrun y Carlos Pitillas Salva

Soy lo que me persigueLa mayoría de los libros que analizan un género suelen afrontarlo desde una perspectiva bien personal, bien académica, ajustándose sobre todo a cualidades narrativas, ideológicas, estructurales. En Soy lo que me persigue, Ismael Martínez Biurrun y Carlos Pitillas Salva no descartan esta base y, según avanzan las páginas, incrementan el acercamiento clásico al terror. Sin embargo, en su mayor parte se aproximan desde una herramienta utilizada en escasas ocasiones: la psicología. Algo insinuado con el subtítulo que acompaña al libro, El terror como ficción del trauma, pero que llega a tener una profundidad que cuesta anticipar. Esta propuesta rinde buenos frutos e ilumina nuevos recovecos de una poética bastante estudiada, sobre todo desde su reflejo de los acontecimientos históricos y sociales o su manera de despertar y alentar emociones de diversa índole.

En la primera parte del libro Martínez Biurrun y Pitillas Salva asientan las bases psicológicas del trauma. Lo inician con su equiparación con una fractura de Ronnie Janoff-Bulman, pasan por Freud, y llegan al meollo con el psicoanális de Lacan. Quizás la parte que más me ha costado aprehender por el uso de una nomenclatura (lo real, lo imaginario, lo simbólico) que tengo demasiado arraigada desde otros campos. Para proporcionar un asidero y una brújula al lector, cada concepto teórico se acompaña con su manifestación en el mundo de la ficción y cómo en el cine y la literatura han puesto de manifiesto cada una de estos aspectos. Así, por ejemplo, la mencionada ruptura les permite hablar del fenómeno de El doble o de las identidades diversas a través de películas como Enemy o La mitad oscura, o del cuestionamiento del yo como realidad sólida en La maldición de Hill House o La casa de hojas. Esa manera característica de dejar al espectador/lector inerme ante las atrocidades de las cuales puede ser capaz el ser humano, emergencias de un pasado olvidado y nunca dejado atrás, sucesos imposibles de conceptualizar… Todos los elementos habituales del terror desnudan sus significados y aportan claridad desde la psicología, siempre de la mano de los mejores ejemplos, en un equilibrio muy medido. Lo formal y sus representaciones se suceden con continuidad sin que ninguna de las dos partes monopolicen más de la cuenta un capítulo.

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HEX, de Thomas Olde Heuvelt

HEXEntre los premios del pasado festival Celsius, la categoría de mejor novela traducida fue para HEX, de Thomas Olde Heuvelt. Una historia de terror con una génesis cuanto menos curiosa: es el fruto de la traducción al inglés de la novela original, escrita en neerlandés. El proceso llevó a un cambio de localización (de los Países Bajos a una pequeña ciudad del Estado de Nueva York) y a cambios en el desarrollo del relato que, en la nota final, Heuvelt deja para quienes puedan leer en su idioma original. Antes de leer HEX pensé que era algo gratuito y sin demasiado sentido, pero en cuanto entré en la narración tal y como se puede leer en España, comencé a apreciar las capas de significado que se mantienen o arraigan en la reformulación. Contar la historia de mujer martirizada por brujería en los Países Bajos del siglo XVII y cómo atormenta a las nuevas generaciones funciona. Llevar ese argumento a los asentamientos de Nuevo Amsterdam y ver cómo se asienta esa leyenda en otro país que ha perdido la noción de sus orígenes abre puertas, aunque se tardan en apreciar.

Las primeras páginas descuadran a quien esperara una novela de terror al uso. En dos escenas, Heuvelt se recrea en cómo los vecinos de Black Spring lidian con la aparición de una mujer cargada de cadenas, de ropajes de otra época raídas, con la boca y los ojos cosidos. Desde una normalidad entre lo grotesco y lo surrealista, se encargan de ocultar su presencia de extraños si la aparición es en un lugar público, o la tratan con cotidianidad cuando aparece en sus hogares. Es la manifestación de cómo han normalizado su relación con lo sobrenatural; el residuo maléfico de una mujer torturada por los primeros colonizadores cuatro siglos atrás, ligada a la región y sus pobladores sin remedio, y con un poder terrorífico que han aprendido a mitigar/controlar a través de una serie de estructuras y que se resumen en ese HEX por título. La organización que gestiona todo lo referente a La Bruja de Black Rock.

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Ella dijo destruye, de Nadia Bulkin

Ella dijo destruyeCuando apareció en 2017 no daba dos duros por la supervivencia de La biblioteca de Carfax, y aquí estamos, en 2022, con más de dos docenas de libros publicados, agarrándose al mercado como el mejor jinete de rodeo. Lo están logrando no sólo con lo que sería previsible: publicar novelas. Sus editoras apuestan fuerte por un formato, el relato, fundamental en la historia del terror pero aquejado de serios problemas para afianzarse entre el público contemporáneo. En algunos casos de escritoras jóvenes que, tengan o no fama, llevan bastante lana. Todavía no me he acercado a las colecciones de Gemma Files o la de Elizabeth Engstrom aparecidas en 2021, pero si se parecen a lo que he podido disfrutar en Ella dijo destruye (2020), su lectura merecerá la pena.

Nadia Bulkin nació en Indonesia de un padre de ese país y una madre estadounidense. Esta mezcla se hace evidente en los dramas alrededor de los cuales escribe la docena de historias aquí recogidas, junto a la presencia de los mitos de su país de nacimiento y una ineludible tensión generacional. El despertar o la irrupción de estos enfrentamientos dentro de una pareja, una familia, una población, un país, viene acompañado de una nítida posición de compromiso con las víctimas de una serie de procesos políticos, sociales, económicos que, desde fuera, el discurso dominante considera superados. Esta manera de afrontar el espanto, el terror y el horror, aquí en alternancia de relato a relato o incluso dentro del mismo cuento, me ha recordado poderosamente a la de Nathan Ballingrud. Quizá menos descarnada, sin duda igual de intensa.

El epítome de Ella dijo destruye es “Zona de convergencia intertropical”, las vicisitudes del subordinado de un general en las acciones previas a hacerse con el control de su país. Ese objetivo se afianza gracias a los sacrificios a una criatura que lo guía en su ascenso. Bulkin dramatiza una serie de situaciones primas hermanas de las que auparon a Suharto hasta el gobierno de Indonesia. Encadena escenas de una crueldad ascendente que culminan en un acto con un potente contenido simbólico por lo que supone de síntesis de lo contado. A nivel individual la entrega de sus fieles no supone protección para el hambre del tirano. Y a nivel colectivo es patente la negación de un futuro para un país convertido en alimento para el ego del genocida. Bulkin adapta su estilo a las demandas de su historia y narra de manera tremendamente efectiva. Enhebra un texto lacónico que busca la contundencia expresiva por encima de la evocación.

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Baxter, de Ken Greenhall

BaxterEl título de esta novela, en español y en inglés (Hell Hound), puede conducir a equívocos. El perro en el centro de la excelente ilustración de Rafael Martín para la cubierta es el motor de su argumento y el único personaje cuya historia se relata en primera persona. Sin embargo, hay a su alrededor toda una serie personas que reciben una atención equivalente. En la práctica, esa equidad convierte Baxter en una novela coral que se beneficia del protagonismo compartido. De hecho, me ayudó a olvidarme de mi mayor tensión al leerlo: a pesar de mis amplias tragaderas para asumir el pacto de ficción, con Baxter me he estrellado con la voz y el tono que Ken Greenhall utiliza para modelar los pensamientos del perro. Una decisión que puede poner en cuestión la suspensión de incredulidad durante toda la lectura.

El primer capítulo no se esconde. En tres páginas Baxter revela su cansancio por las rutinas impuestas por su dueña, una señora entrada en años. Las experimenta como opuestas a lo que entiende por vida. Sus expectativas parecen más afines a las de un joven matrimonio al que espía desde la ventana. Con esto en mente organiza el asesinato de la anciana sin que nadie pueda sospechar de él, y ser adoptado por la pareja. Esta treintena de páginas marcan la estructura del resto del libro: se abre un nuevo escenario en el cual Baxter pasa de la ilusión a la frustración y desencadena una nueva secuencia de acontecimientos que le abren un nuevo planteamiento…

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El Pescador, de John Langan

El pescadorDentro de ese ideario en construcción que, al final, es toda colección de libros, el terror contemporáneo me parece el flanco mejor cubierto por La biblioteca de Carfax. Shaila Correa y María Pérez de San Román, sus editoras, están dando cabida a una serie de autores y obras esenciales para entender la actualidad de un género muy maltratado en España. Con cada novedad acrecientan la polifonía de un repertorio tan variado como la propia literatura de terror en sí e invita a ser leído independientemente del conocimiento de su autor o la novedad detrás de su propuesta.

El Pescador fue junto a Cero el plato fuerte entre los títulos presentados en 2018, con una preparación diametralmente opuesta a la de Kathe Koja. Si en Cero el conflicto central emanaba de las turbulencias de la creación artística contemporánea (la década de los 90 del siglo pasado), John Langan se acercaba a la base tradicional de lo extraño, en su frontera con el horror cósmico, e incorporaba un paisaje mental más cotidiano al tradicional desfile de criaturas y sensaciones abracadabrantes: la melancolía por la muerte de un ser querido. Básicamente, todo El Pescador da vueltas al desamparo de una serie de hombres que, por diversas causas, han perdido a sus mujeres. Tal es el caso del narrador, Abe, viudo después de que su esposa padeciera un cáncer que la debilitara hasta su muerte. Tras la inevitable zozobra, alcanza un consuelo en las rutinas asociadas a la pesca. Ese bote salvavidas le lleva a los ríos más recónditos del estado de Nueva York en unas largas jornadas a las que, después de unos años, se ha unido Dan; un compañero de trabajo cuya mujer e hijos fallecieron en un accidente de coche. Sin embargo, mientras Abe se ha “beneficiado” de haberse despedido de su mujer, el duelo de Dan tiene un cariz mucho más depresivo.

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Torrance. Símbolos, números, juegos y notas musicales en El Resplandor de Kubrick, de Daniel Pérez Navarro

TorranceQuien haya leído C durante algún tiempo seguramente recordará a Daniel Pérez Navarro. Entre 2015 y 2018 tuvimos la suerte de compartir su capacidad de análisis y de discurso alrededor de varias obras de actualidad siempre abiertas a interpretaciones y, por tanto, origen de controversia en las redes sociales. Sin embargo, en sus textos sobre Blade Runner 2049 o Aniquilación se alejaba de lo crematístico, estimaba valores que acostumbran a quedar en los márgenes de la conversación e invitaba a recalibrar la mirada. Así horadaba ese sustrato por debajo de la superficie, ese flanco apenas tocado en otros artículos. Por ese motivo cogí con especiales ganas Torrance. Si no me falla la Tercera Fundación, su primer libro de no ficción, escrito alrededor de El resplandor; una obra inagotable que continúa generando atención cuatro décadas después de su estreno.

En Torrance Pérez Navarro aborda aspectos de escritura, diseño y composición de la película en breves desarrollos que apuntan multitud interpretaciones. Abarca sus grandes clásicos, rollo la posición de la cámara, la disposición de elementos en el escenario o las diferencias entre la visión de Kubrick frente a la de King, sus vínculos con las dos grandes novelas de casas encantadas (Otra vuelta de tuerca y La maldición de Hill House), el uso de los espejos y su relación con los personajes, la conexión con los cuentos de hadas, sus nexos con Eyes Wide Shut y otras obras de otros directores… Algunos de estos elementos van y vienen en diferentes capítulos y tejen hebras que atan Torrance más allá de la propia película, pero ningún elemento resulta tan aglomerante como la presencia de una serie de números, por sí solos o en secuencias. El 12, el 21, el 42, los productos de 2×1, 3×7… se convierten en una base rítmica sobre la cual Pérez Navarro levanta las armonías y construye los temas.

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Pinceladas (V): Mariana Enriquez y las desapariciones, “Súbenos a casa”, de James Tiptree, Jr., y “Jeffty tiene cinco años”, de Harlan Ellison

Nuestra parte de nocheLa verdad es que no tengo ni idea de si Mariana Enriquez habrá leído o no el artículo “Argentina y los muertos sin adiós”, de Rafael Sánchez Ferlosio, pero, si no, creo que su lectura podría ser un abrazo en el tiempo, un reconocimiento ‘sincero y espontáneo’[1] entre afinidades y pensamientos parecidos. Porque si, como dice Nadal Suau, es cierto que los desaparecidos son una “recurrencia enriqueziana”, entonces, al leer el artículo, vería Enriquez que Ferlosio también trataba de entender cómo afecta la desaparición al que se queda, la paradoja de saber y no saber si alguien vive, en el más bonito artículo que se haya escrito en prensa impresa. Vería que Ferlosio trataba de entender la confusión en la que se queda el quedado cuando el ido se va sin despedirse. De lo necesaria, para los primeros pasos de la reparación emocional, que es la linde de la despedida, de lo reconfortante que es saber que al menos has podido decir adiós. Y así como Ferlosio trató de entender qué consecuencias tiene la desaparición, de racionalizar sus mecanismos y el porqué de sus efectos lacerantes, Enriquez ha ahondado en las desapariciones en sí, en las circunstancias y en las consecuencias metafóricas que desgarran al que se queda, y le añade literatura y metafísica oscura en Nuestra parte de noche: en la novela se convocan también esas zonas intermedias, de existencia ambigua, como se describe en el artículo, y así la escritura de Enriquez y la de Ferlosio, complementarias, conforman un mapa de significados de la desaparición. De Mariana Enriquez hay un cuento-perfección –“La hostería”– que ya exploraba la herencia histórica de las desapariciones. Para que entendamos algo, aunque sea poco.

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Tierra fresca de su tumba, de Giovanna Rivero

Tierra fresca de su tumbaEl desarraigo, la alienación y la culpa son la materia prima de las ficciones de Tierra fresca de su tumba. Media docena de cuentos que, en mayor o menor medida, Giovanna Rivero sustenta en una atmósfera asfixiante. Para sus protagonistas y para un lector obligado a ser paciente a la hora de resolver las causas de esa asfixia. Algunos motivos son evidentes, caso de los abusos padecidos en el pasado por la protagonista del primer relato; otros lo son menos como cuando nos encontramos ante descendientes de emigrantes en un país en el que muchas veces han nacido pero que continúa sin ser el suyo por una serie de marcas que les alejan de su integración. Se hace necesario esperar hasta la retirada del último velo, ese final que se enrosca sobre lo leído, conduce al entendimiento y desemboca en unas consecuencias que pueden experimentarse como una condena o como una liberación.

La máxima expresión de este leitmotiv sería “Cuando llueve parece humano”. Su protagonista, Keiko, es hija de emigrantes japoneses llegados a Sudamérica en la década posterior a la Segunda Guerra Mundial. Sobrevive en la ciudad de Santa Cruz, Bolivia, gracias al alquiler de una habitación y a través del origami; a ella recurre la administración local para enviar una señal de aprecio a Fukushima después del maremoto de 2011 y conduce un taller en una cárcel de mujeres. Este arte la conecta con su comunidad y ejerce de nexo con sus raíces, las de sus padres y las de su difunto marido; una figura fantasmagórica cuyo pasado, silenciado, emerge paulatinamente hasta, en un crescendo final, desencadenar un recuerdo traumático. Rivero entremezcla el “ahora” con los recuerdos de lo vivido en un continuo que liga las tensiones latentes en Keiko. Esta memoria relegada, cuando no suprimida, también se manifiesta en unas secuencias incrustadas en la narración principal, con la que establecen un diálogo. Un recurso compartido en otros cuentos que en “Cuando llueve parece humano” se enriquece con el uso de un recurso fantástico (a la postre, el único del libro). Rivero saca todo el partido a la figura del espectro con una variada representación simbólica de fantasmas (clásicos, psicológicos) que convergen en el desenlace. Más que como revelación, el cúmulo de hechos, primero sugeridos y después confirmados, se siente como una catarsis sobrecogedora.

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Ahora solo queda la ciudad, de Cristian Romero

Ahora solo queda la ciudadLa originalidad de los ocho relatos (siete cortos y uno largo) que integran Ahora solo queda la ciudad se manifiesta de muchas formas diferentes. La más importante de ellas —quizá también la más sutil— probablemente sea la pluma del autor, el colombiano Cristian Romero, que no solo escribe muy bien sino que, además, lo hace con un estilo propio, muy marcado y reconocible, que rezuma personalidad. El autor se expresa con frases breves y cortantes, manifiesta una cierta querencia hacia el feísmo y la mala baba, y demuestra una habilidad especial para retorcer mensajes que comienzan siendo amables, como si hubiera decidido dar un pequeño respiro al lector dentro de una trama cargada de tensión, y terminan siendo devastadores. En «Más allá de las ruinas», un personaje acaricia a un cachorrillo al que guarda en una caja, entre mantitas, para acto seguido revelarnos el destino de sus hermanos: «A los siguientes cachorros los hundió en un balde con agua. Luego se los comió asados.» En «Vientre», alguien alaba la belleza del paisaje con un «Mira qué lindo se ve el cielo» y a continuación se pregunta enseguida, en referencia al apocalipsis inminente que parece cernirse sobre ellos: «¿Cómo será cuando se chamusque?» Por poner solo un par de muestras sobre la capacidad de Romero para jugar con nuestras expectativas.

Del mismo modo, las tramas de sus cuentos rehúsan adaptarse a moldes o ideas preconcebidas. A lo largo de Ahora solo queda la ciudad me sorprendí en varias ocasiones asumiendo que el relato que acababa de empezar a leer iba de una cosa (una historia de vampiros, por poner un ejemplo, o un cuento de fantasmas de corte victoriano) para acabar descubriendo pocas páginas más adelante que los planes de Romero transcurrían por caminos muy diferentes de los que yo había anticipado. Y así, lo que yo había tomado por un vampiro resultaba ser el descendiente de una familia adinerada (y con acceso, por tanto, a costosas intervenciones de ingeniería genética) en un futuro post apocalíptico; y el supuestamente familiar escenario de terror clásico (mansión con muebles polvorientos y servidumbre a la que se llama tocando una campanilla) tampoco tardaba demasiado en romper mis esquemas entre salpicones de sangre y pus. (Ambos ejemplos, acabo de darme cuenta, corresponden a las dos primeras historias del volumen, y creo que es porque a partir de cierto momento el lector aprende a entregarse, sin más, a la idiosincrasia peculiar de esos relatos, a su —por así decirlo— cristianromeridad, y a disfrutar de las narraciones sin tratar de descifrarlas antes de tiempo, a sabiendas de que el autor le va a lanzar un gancho a la mandíbula en algún momento, pero abandonando toda esperanza de poderlo esquivar.)

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Las voladoras, de Mónica Ojeda

Las voladorasLas voladoras es una colección de cuentos en la línea de los primeros libros de Mariana Enriquez publicados en España por Anagrama. Desde una mirada comprometida y una propuesta estética propia, Mónica Ojeda se acerca en sus ocho relatos a aspectos relevantes de la actualidad, ahondando la vía abierta en Nefando y Mandíbula. Este carácter potencia la sensación de conjunto, aunque no ha sido suficiente para pasar por alto pequeños excesos o carencias que, tal y como los percibo, desequilibran varias historias. Veamos por qué a partir de una de ellas: “Soroche”.

“Soroche” se sostiene sobre los abusos que padece una mujer: de su marido y, colateralmente, de su grupo de amigas más cercanas. Lo viciado de sus relaciones se evidencia desde el momento que cada una de sus protagonistas cuenta cómo valora al resto en primera persona. Unos pensamientos que detallan unos vínculos donde lo que cada una expresa está en continua contradicción con lo que creen. La toxicidad en la que se maceran realimenta la baja autoestima de la víctima y la empuja a dar un salto transformador delante de sus compañeras. Esas perspectivas en primera persona, formuladas a modo de confesión, se suceden de manera certera y desnudan sin miramientos la hipocresía general. Sin embargo, todo lo que tiene “Soroche” para promover una reacción a partir del daño padecido por la víctima se enmaraña y se ahoga acogotado por una retórica exagerada. Sin tregua, Ojeda insiste en esa falsedad en el trato y subraya cuestiones innecesarias (la clase social) en una formulación que escora los retratos hacia lo paródico. Si le sumamos lo precipitado del desenlace, la gravedad se evapora y las virtudes del relato quedan neutralizadas.

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