Relatos, 1, de J. G. Ballard

Relatos, 1, de J. G. Ballard

Al valorar la ciencia ficción escrita hace décadas es inevitable discutir su pertinencia; lo actuales que se sienten para nuestro presente sus historias, sus temas, sus desarrollos. De dicha percepción surge mi satisfacción con el éxito de la recuperación de Kurt Vonnegut en Blackie Books; me cuesta encontrar un autor que haya escrito mejor sobre el sinsentido de la existencia o la banalidad del mal. Lúcido, desarmante, doloroso, sus mejores novelas se han aferrado al público gracias a una estética asequible y un humor afilado; una cara ácida para un contenido pesimista, cruel con sus personajes y, en la proyección, con los lectores. Este es el arraigo por el cual continúa batallando J. G. Ballard en España a pesar de contar con unos argumentos al menos tan potentes como los de Vonnegut.

La equiparación no es gratuita. Vonnegut y Ballard quedaron marcados por sus experiencias durante la Segunda Guerra Mundial: el primero después de padecer el bombardeo de Dresde mientras era prisionero de guerra; el segundo por sus internamientos en campos de prisioneros japoneses en Shangai durante su adolescencia. Su intersección más socorrida para el fan de la ciencia ficción está en cómo proyectaron sus carreras desde las publicaciones de género y atravesaron los muros de un ghetto impenetrables para una multitud de escritores, anteriores, coetáneos, posteriores. Comparten más puntos en común, sin embargo, al menos en España, Ballard ha chocado en demasiadas ocasiones con una recepción entre la hostilidad y la incomprensión. Salvo por sus adaptaciones al cine, su eco se ha visto limitado a circuitos minoritarios a pesar de los esfuerzos de las editoriales que le han dado cobijo. Aquí entra el reto aceptado por Alianza por retomar la iniciativa que Minotauro abandonó hace casi 20 años: mantener su narrativa en las librerías. Un desafío ante el cual Emecé, Berenice, Mondadori o RBA terminaron entregando la cuchara.

Cuatro años después de Rascacielos, la colección Runas retoma la publicación de su obra con el primer volumen de sus relatos completos. Un libro en tapa dura que, como reafirmaré en un segundo artículo, cuando se complete con el siguiente volumen supondrá la mejor edición de sus cuentos en nuestra lengua. Para quien conozca su obra, es una oportunidad para deshacerse de la mayoría de los volúmenes viejos en el mercado de segunda mano. Para el lector que quiera tomar la temperatura de sus escritos, o tenderle de nuevo la mano tras sufrir con alguno de sus libros, es una cálida invitación. Desde su primer cuento, “Prima Belladonna”, despliega una multiplicidad de textos que, incluso en su etapa de búsqueda inicial, comienzan a asentar el arsenal de ideas, obsesiones, tratamientos, texturas, lugares que convirtieron su obra en uno de los hitos fundamentales de la literatura del siglo XX y lo que llevamos del XXI.

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El mar de la tranquilidad, de Emily St. John Mandel

El mar de la tranquilidadEl desbordamiento de los muros del gueto de la ciencia ficción a principios de este siglo trajo consigo, entre muchas cosas positivas, la diversificación editorial. Compañías nuevas o alejadas de este género comenzaron a publicar sus obras, aunque en muchos casos renegando de la etiqueta, ocultándola o adulterándola. Aun así, el aumento del número de libros de cf publicados en el exterior hizo que comenzaran a caer viejos conceptos macerados en el prejuicio. La primera víctima fue una etiqueta añeja y, en contra de lo que pregonaba, excluyente. Me refiero al slipstream, una categoría presentada (no acuñada) por Bruce Sterling que consiguió cierto predicamento a finales del siglo XX y con la que algunos críticos y autores buscaban referirse a una nueva literatura del extrañamiento, una sensación situada en los límites, ni dentro ni fuera del género fantástico. En realidad, un poco lo que hace unos años intentaron los generacionales españoles de turno para levantar en nuestro país la llamada Nueva Literatura Extraña. Al final, el uso de aquel anglicismo devino en otra cosa, en un eufemismo con el que diferenciar toda aquella obra de fantasía y ciencia ficción forastera que se publicara en los márgenes editoriales o, directamente, fuera del mundillo. Una etiqueta, en realidad, más divisiva que integradora, que separaba las obras de género cuya sangre no era lo suficientemente pura.

La normalización de la ciencia ficción acabó con esa categoría. Desde hace años se publica cf sin pausa en grandes y pequeñas editoriales “de fuera”, con lo cual ya no es necesario discriminar a ese tipo de libros, separarlos con un apelativo diferenciador como si fueran una rareza. Las obras de cf editadas por Anagrama, Tusquets, Seix Barral, Alfaguara o Mondadori en los últimos años superan la centena. Su presencia en el catálogo de novedades de esas grandes marcas se ha convertido en algo rutinario. Tanto que ya hace años que cayó otro mito, aquel viejo chascarrillo de Norman Spinrad que algunos validaban como definición. “Ciencia ficción es todo aquello que se publica en las colecciones de ciencia ficción”, decía. Aunque alguna vieja momia del género seguirá teniéndola como doctrina,  lo cierto es que esta frase dejó de tener razón de ser hace bastantes años. Publicar cf ha dejado de ser un deporte de riesgo (aunque aún haya miedo a citar la cosa), por lo que no solo los grandes sellos han estado incluyendo este tipo de literatura en sus cuentas, además se ha dado una proliferación de pequeñas editoriales que subsisten en el espacio intermedio entre las colecciones de género de toda la vida y los grandes transatlánticos de la publicación. Lo interesante de estas compañías más modestas es que no le hacen ascos a nada que muestre cierta calidad. Nutren su catálogo de libros de diversa procedencia, tanto de operas primas escritas por noveles fuera del radar como de obras ganadoras de algún premio de la ciencia ficción.

En estas editoriales suelen encontrar acomodo libros que hubieran podido pasar desapercibidos en las antiguas colecciones importantes “de dentro”, obras que utilizan la cf como escenario, alejadas del hard, que no profundizan en el novum sino que buscan su vía en el mestizaje con otros ámbitos, como el de la novela romántica o el del thriller. Son obras poco comprometidas con su origen genérico, que sitúan tramas convencionales en los subgéneros de la cf más populares. En el campo de los viajes en el tiempo, por ejemplo, han aparecido obras de distintas calidades, como la extraordinaria La mujer del viajero en el tiempo, la interesante Las primeras quince vidas de Harry August y algunas otras de lectura agradable, que te hacen pasar un buen rato a pesar de (o quizás debido a) su ligereza. Es el caso de El mar de la tranquilidad.

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Tejedora, de Nina Allan

TejedoraEl cierre de Fata Libeli supuso un doble mazazo: la desaparición de un criterio editorial atractivo, de esos que no se limita a publicar al tun tun y erige un catálogo con personalidad; y el aviso de la imposibilidad de mantener un sello exclusivamente digital con los mejores estándares de edición en papel. Esta segunda cuestión, además, nos llegó con un corolario. Años después, la única manera de poder hacerte con lo publicado es a través de la bondad de los compradores que bien te pueden “dejar” un ejemplar, bien lo “subieron” a un servicio de descarga donde permanecen almacenados. Sin bibliotecas, sin mercado de segunda mano en el cual dejarte los cuartos, no hay otra alternativa que recurrir a estos canales “alternativos”. En mi caso, todavía tengo pendientes algunas compras que hice durante la vida de la editorial y se mantienen en la pila virtual. Una de ellas era esta novela corta, además mi primera narración de Nina Allan.

El enfoque de Tejedora desde una óptica de mercado puede parecer revolucionario. Frente a esa ciencia ficción de pretendido sentido de la maravilla, de grandes imperios sumidos en conspiraciones palaciegas y fuegos de artificio, de entornos reducidos en los cuales se maceran los buenos sentimientos frente a un exterior hostil, plantea un escenario de los próximos cinco minutos sumido en una cotidianidad ligeramente transformada entre la ciencia ficción y la fantasía. En este caso, la persecución y condena a muerte de las personas que manifiestan una cierta clarividencia, ejecutada de manera cruel. Tal fue el destino de la madre de Layla, la protagonista, algo que no se afirma en toda su amplitud hasta bien entrada su extensión, cuando se rememora ese recuerdo traumático.

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Infestación, de Érica Couto-Ferreira

InfestaciónUna vez Valdemar aparcó su colección dedicada al ensayo, Intempestivas, ha quedado un hueco inmenso en el fantástico y el terror que otras editoriales trabajan por llenar. Entre las más activas está Dilatando Mentes. A través del sello Paraíso perdido llevan años explorando, sobre todo, el terror en la televisión el cine y la literatura con una serie de ensayos escritos en España. En C ya he dado cuenta de Torrance, de Daniel Pérez Navarro, y Soy lo que me persigue, de Ismael Martínez Biurrun y Carlos Pitillas. Y ahora entro en vereda con Infestación, la historia cultural de las casas encantadas escrita por Érica Couto-Ferreira. Couto-Ferreria es sobre todo conocida en el fandom a través del podcast Todo tranquilo en Dunwich, donde junto a José Luis Forte invita a descubrir novelas y relatos de literatura fantástica, de fantasía y terror clásicos y contemporáneos. En Infestación se adentra en un subgénero del terror muy arraigado desde una perspectiva que, obra a obra, alumbra y sustancia una clara evolución.

Como tantas otras veces, el subtítulo contribuye a definir el contenido. El libro propone una historia cultural de las casas encantadas, desde sus primeras manifestaciones en EE.UU. a través de Poe y Hawthorne hasta Shirley Jackson y sus dos novelas más conocidas: Siempre hemos vivido en el castillo y La maldición de Hill House. Aunque Couto-Ferreira establece la progresión desde la piedra fundacional de la literatura gótica, El castillo de Otranto, y la definición del edificio como lugar donde va a acontecer el drama del relato, es a través de “La caída de la casa Usher” y La casa de los siete tejados como realmente se inicia esta cartografía de las infestaciones con una secuencia clara en cada capítulo.

Primero, asienta unas bases claras de las claves sociales, políticas, culturales del tiempo en que fueron escritas las diferentes historias. Después aborda una elaboración pormenorizada de sus argumentos para que asienten en la mente del lector. Según plantea, estas historias discurren en un sentido que funciona como un viaje en el tiempo y una evolución. La que lleva desde un espacio físico, exterior a los personajes en las primeras historias, a uno plenamente subjetivo, en su interior, en las más próximas al presente.

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Sinsonte, de Walter Tevis

Sinsonte«Sólo el sinsonte canta en la linde del bosque» es la misteriosa frase que se repite a sí mismo el protagonista una y otra vez a lo largo de la novela. Por lo visto, el sinsonte es un pájaro que se caracteriza por su habilidad para imitar el canto de otras aves y precisamente muchos de los personajes que aparecen en la novela aspiran a ser lo que no son. Le sucede incluso a Spofforth, el robot más perfecto jamás construido, cuyo mayor anhelo es sentir lo mismo que los seres humanos. Walter Tevis lo ilustra en la gran escena con la que arranca el libro y que sirve de presentación a este atormentado personaje. Tras haber subido a pie hasta lo más alto del Empire State y haber activado sus circuitos del dolor, Spofforth intenta lanzarse sin éxito al vacío para quitarse la vida. Unos sistemas de seguridad incluidos por sus diseñadores se lo impiden aunque sea lo que más desee en el mundo. Le ocurre como a Multivac, el gigantesco ordenador que aparece en el relato titulado “Todos los problemas del mundo” escrito en 1958 por Isaac Asimov, que, agotado después de escuchar y resolver durante años los problemas de la humanidad, quiere poner fin a su existencia.

Publicada en 1980, Sinsonte nos presenta un mundo en el que las personas viven en un estado de abulia total, en el que las emociones han sido adormecidas para evitar lo que, por otra parte, Spofforth parece buscar, una pulsación, un recuerdo que demuestre que es algo más que un máquina. Mientras que el robot quiere sentir, los humanos parecen querer dejar de hacerlo. Cada vez que alguien se ve alterado, por insignificante que sea el motivo, se echa a la boca un puñado de pastillas «sopor» para que lo devuelva a esa reconfortante nube de inconsciencia y lo libere de las inoportunas turbaciones humanas. Esta novela probablemente desconcierte aún más a los que acostumbran a confundir las novelas apocalípticas con las distópicas. La distopía que describe Tevis en Sinsonte es tan perfecta o tan imperfecta, depende del punto de vista, que conducirá inevitablemente a la humanidad a su fin.

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Hazlo todo mal, de Jarett Kobek

Hazlo todo malUno de los detalles curiosos de Spotify es ponerte a mirar el número de reproducciones de canciones al azar. “Bestia”, de Ilegales, a la hora de escribir esto sobrepasa las 650mil. “The Way It Will Be”, de Gillian Welch, anda cerca de los 2,5 millones. “Satisfaction”, de los Stones, va por más de 500 millones. Lo esperable. Después descubres que un tal XXXTENTACION, del que no sabía nada hasta leer este libro, casi araña los 2000 millones con “Sad”. Y tiene otras canciones con más de 1000 millones. La canción de Pink Floyd que más reproducciones acumula llega a 650 millones. La de los Beatles no alcanza los 1000 millones.

Detrás de mi desconocimiento, además de ser un señor blanco viejo hetero, hay más detalles a tener en cuenta y sobre los cuales Jarett Kobek sostiene una parte sustancial de este librito. Una suerte de biografía escrita tras la muerte de XXXTENTACION con poco más de 20 años que, además de recordar su vida de una manera bastante curiosa, ejerce de ariete contra la industria musical, el periodismo cultural y cómo se sincronizan para perpetuar un racismo que trasciende la idea que este sustancia en nuestras mentes cuando oímos hablar de él.

La materia prima de Kobek a la hora de reconstruir la vida de XXXTENTACION son sus tweets. Aparte de las páginas de sucesos donde quedó reflejada su historial de violencia, algunos comentarios en revistas especializadas sobre sus canciones, sus letras, no hay muchas más fuentes para rescatar su experiencia cotidiana, las causas de su violencia, su perspectivas sobre las consecuencias… Una tarea compleja porque en algún momento borró participaciones de meses que podían haber aclarado algunos de los hechos en los que se vio envuelto. Hay mucho de arqueología en la labor de recolección, exposición e interpretación de Kobek mientras va adelante y atrás en el tiempo, y perfila los acontecimientos definitorios de una vida breve, plagada de acciones execrables sobre las cuales interesa arrojar luz para no quedarse en el juicio sumario y poder alumbrar qué hubo detrás, sus implicaciones y, sobremanera, su condición de una sintomatología sistémica que subraya un racismo permanente, inasequible a cualquier política destinada a hacerlo desaparecer.

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The Shards, de Bret Easton Ellis

La pelota que lancé jugando en el parque aún no ha tocado el suelo
Dylan Thomas

The ShardsEs curioso porque nunca diría que uno de los ejes principales de una novela puede ser una única palabra, pero en el caso de The Shards, la nueva novela de Bret Easton Ellis, se puede decir sin dudar demasiado. Me explico. Así como se ha dicho en más de una ocasión que la palabra más importante en el léxico de Cormac McCarthy es ‘and’, por esos rítmicos polisíndetons a los que es tan proclive y que se le dan tan bien –no como a Fresán– en el caso de esta novela se puede decir, con igual pertinencia, que la clave está en la palabra ‘narrative’. Es decir, en la constante mención a esa imagen que proyectamos de nosotros mismos, esa ficción de la que nos rodeamos para protegernos.

No sé qué equivalente castellano habrá escogido el traductor o la traductora porque –impaciente– la he leído en inglés, pero el narrador repite muy significativamente la palabra ‘narrative’ para referirse a ese discurso que te creas, para referirse a esa imagen que proyectas de ti mismo en esos años tan vulnerables. (Actitud que no es privativa, como bien sabemos, de nuestras adolescencias). Eso crea un nudo de fantasías, de ficciones dentro de las vidas de estos críos, que hace que encontrar la verdadera personalidad de cada uno sea difícil. Me recuerda a aquellas palabras de Kurt Vonnegut, que no recuerdo donde leí, pero que decían algo así como: ‘cuidado con lo que pretendas ser, porque eres lo que pretendes ser’. Lo que hay que preguntarse ahora es: ¿por qué sentimos la necesidad de crearnos esas ‘narratives’, esas ficciones, alrededor de nosotros mismos? Ahí está una de nuestras claves como torpe y frágil especie animal, yo diría.

¿Qué nos asusta? ¿Lo que nos asusta está ahí afuera? ¿O aquí, cerebro adentro, como convencimientos propios? Y también nos creamos esas narrativas para impresionar. Porque ¿creemos que la verdad no será suficiente? Todo este conflicto mental lo vemos escenificado en The Shards: las decisiones que toman los personajes, los comportamientos que se derivan de todos estos circuitos mentales, tortuosos y equivocados, son reveladoras de todo un sufrimiento en un entorno en el que por otra parte vemos personajes ellisianos sensibles, preocupados por una vez por la insensibilidad ante el dolor ajeno. Easton Ellis es un gran conversacionalista, y su prosa, como sus personajes, si bien quizá no se ha dulcificado, sí se ha suavizado un poco, es menos cortante y menos gélida de lo que podíamos esperar.

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El único indio bueno, de Stephen Graham Jones

El único indio buenoUna de las experiencias inolvidables de mi año en EE.UU. fue un viaje por carretera de diez días alrededor de Four Corners; la encrucijada donde se encuentran Utah, Colorado, Arizona y Nuevo México. Uno de los muchos recuerdos de aquel Spring Break de 2013 está unido a atravesar la nación navaja; el territorio gobernado por nativos más extenso del país donde te puedes encontrar letreros en Km o la única rotonda en mis viajes por las carreteras del sur de EE.UU. Lo más impactante fue visitar Monument Valley y su entorno con un guía navajo a lo largo de una fría mañana. En vez de elegir el trayecto más turístico, nos decantamos por un recorrido por sitios sólo permitidos a navajos (o, en nuestro caso, personas acompañadas por alguien de la tribu). Aparte de los paisajes, nos permitió arañar unas capas de la dureza de un modo de vida marcado por las condiciones en la reserva. Unos entornos empobrecidos con escasas posibilidades educativas, profesionales, de ocio, de atención, donde se vive atrapado en una telaraña de contradicciones de la que resulta casi imposible escapar. El desgarro entre mantener la tradición, seguir el paso de la sociedad ajena a la cultura de tus antecesores o ser capaz de sobrevivir en los intersticios entre ambas posturas. Este es el contexto en el cual crece El único indio bueno, novela donde Stephen Graham Jones se sirve de muchos de los resortes de la literatura de terror para trasladar al lector este trauma.

Ricky, Lewis, Gabe y Cass son los cuatro pies negros protagonistas. Una década atrás participaron en una matanza de ciervos en una zona restringida de su reserva de Montana y ahora les ha llegado el momento de hacer acto de contricción. Tal y como se observa durante el prólogo, una presencia conectada con aquel acontecimiento, caracterizada al principio como una mujer con cabeza de cierto, inicia una venganza que no sólo los tiene a ellos en el punto de mira. Cualquiera de las personas con las que se encuentren o formen parte de sus vidas pude convertirse en víctima colateral de este espíritu imparable.

Stephen Graham Jones a priori se muestra Kingiano a la hora de construir las historias de sus personajes. El elemento fantástico explora los puntos de ruptura de una cotidianidad con una serie de grietas que, tarde o temprano, se hubieran puesto de manifiesto. Es algo que se intuye en el prólogo, centrado en Ricky y la típica noche viernes que sale mal, y se desarrollo con amplitud en la primera sección de la novela; el encontronazo con la criatura de Lewis, el nativo que consiguió huir fuera de la reserva y halló su lugar en el mundo gracias a Peta, una mujer ajena a su tribu, y su empleo en el servicio postal. Hay detalles sintomáticos como el uso del calificativo de jefe por sus compañeros de trabajo, y otros más significativos, caso de la supresión ante Peta de una parte de su cultura y pasado. Una anulación en proceso de revertirse tras el primer incidente con el espíritu y la atracción por una compañera de trabajo crow, Shaney.

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Fracasando por placer (XLIV): Nave de fuego, Joan D. Vinge

Nave de fuego

Al final, termino escogiendo los libros para esta sección no tanto porque me apetezca leerlos (que no es que no quiera, vamos a entendernos), sino porque me abran la puerta (lo que en periodismo llamamos servir como «una percha») para comentar algunas cosas que no haya repetido ya, o que me parece que vienen a cuento, o lo que sea. Es curioso el proceso por el que escribir termina en mi caso por devenir siempre en una cierta obligación, incluso en una sección sin demasiadas reglas como esta que me diseñé a medida (con el amable consentimiento del responsable de la página) para hablar de cosas que me divierten y sobre las que tengo un volumen considerable de documentación y conocimientos inútiles, y que por tanto no me suponen mayor trabajo. Es obvio que la razón de esta perversión mía del (eso dicen) placer de escribir es que ha sido mi actividad profesional durante años, y no consigo del todo convertirla en un pasatiempo sin objetivo definido.

O tal vez a este rollo se le esté acabando el carrete y no hay más vueltas que darle.

Dicho todo esto, en algún momento tenía que pillar por banda algún Nebulae, y éste cuadraba por muchas razones. No lo leí en su momento, para empezar, porque no tengo una opinión especialmente favorable de la autora. Además, creo que no he hablado suficientemente del tema de las novelas cortas «de verdad». Por todo ello, encajaba este volumen además con ciertos hábitos lectores especialmente pijos y absurdos que vengo desarrollando, y con los que procederé a aburrir a los amables lectores que aún me sigan en estas letanías.

Resido a una hora y media de tren de Madrid y debo desplazarme a mi aborrecida ciudad natal con alguna frecuencia, a veces para hacer una sola gestión, o una visita, y después volverme el mismo día sin más paseos. El caso es que para esas ocasiones se ha convertido en una especie de prurito personal subirme al tren sin más que un libro: ni maletín, ni mochila, nada. Móvil, llaves, cartera y librito. Y mientras a mi alrededor la gente ve películas, se desquicia por la falta de cobertura de los túneles o actividades similares (que a mí me ocupan tantas otras veces), yo leo papel con la sonrisa de superioridad de quien sabe cómo manejarse a la adecuada altura intelectual en cada uno de los recovecos de la vida, como si no hubiera superado recientemente el nivel 2.000 del Candy Crush. Escojo libros pequeños, que me quepan en un bolsillo, y preferiblemente que pueda terminar o casi entre la ida y la vuelta: 200 páginas como mucho. Las novelas de Maigret son una compañía habitual para estos casos, pero esta vez le tocó al par de novelitas cortas que componen este volumen: una para la ida y otra para la vuelta. Mi plan, en esta ocasión, tuvo una fisura: descubrí en el retorno que, pasada cierta hora nocturna, las actuales medidas de ahorro energético llevan a que se apaguen las luces interiores de los trenes, con lo que superé creo que cinco o seis niveles y terminé la novela corta al día siguiente.

Bien, vamos por partes. Nebulae. Uf, qué mal manejo tienen estos libros a estas alturas, cómo se desgastan espantosamente, qué diseño más ramplón. Aquí se da el chiste involuntario además de que, al tratarse de un volumen titulado Nave de fuego, la pequeña ilustración de cubierta es de una nave espacial incandescente, cuando en el texto se califica al protagonista como «nave de fuego» porque es como uno de esos barcos vikingos que lanzaban ardiendo contra las flotas enemigas para quemarlas, o sea, nada que ver. Tampoco tengo claro que los vikingos hicieran eso realmente.

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Los invasores, olvidada coetánea de Star Trek

Los invasoresSiguiendo la línea propuesta por el que debe de ser uno de los mejores textos de esta página, creo que sería una tarea oportuna –una tarea de cariño, por decirlo con palabras de Juan Luis Guerra– ver ahora Los invasores. La serie, creada por Larry Cohen y producida por Quinn Martin, juega en el mismo equipo que películas anteriores como La invasión de los ladrones de cuerpos (Don Siegel, 1956), o pelín posteriores, como La invasión de los ultracuerpos (Philip Kaufman, 1978), o incluso Están vivos  (John Carpenter, 1988). Relatos, todos ellos, de una lenta infiltración enemiga, de una presencia que, camuflada, suplanta poco a poco la existencia modélica de las gentes con la intención de acabar con ellas, desde dentro y en silencio. Y sólo unos pocos pueden ver esa presencia donde nadie más ve nada, y pronto ven que alzar la voz para denunciarlo no sirve. Ven que hablar no basta. Que decir la verdad es en vano. Aunque, como diré más adelante, no sea este el tema más interesante de la serie.

Coetánea de la serie original de Star Trek (pero muy alejada del poderío visual de Star Trek), Los invasores está despojada de las osadías temáticas y conceptuales de Gene Roddenberry, y donde ahí había un vasto elenco de personajes carismáticos, en Los invasores vemos sólo al heroico y solitario Roy Thinnes interpretando a David Vincent, testigo de esa invasión alienígena que quiere acabar con la humanidad. Y él lo único que quiere es demostrar que lo que vio es real. Que está solo pero tiene razón.

Es un esqueleto, esta serie. Una única idea.

Pero lo interesante es que el novum es metafórico, o, mejor dicho, puramente verbal, pese a que de vez en cuando se vean, entre los episodios olvidados de esta serie eclipsada, algunos destellos de la nave de esos invasores del título, o se vea la manera en que los alienígenas fulguran siempre un segundo antes de morir en este planeta que se les va resistiendo. Pero la serie funcionaría igual y sería lo mismo si no se viera la nave, si no se vieran los rayos láser, y por tanto vale el argumento: el novum es verbal, no visual. La ciencia ficción ocurre aquí en un terreno que es puramente lingüístico, en las conexiones internas de nuestro cerebro y no en nuestras retinas. Es un fenómeno conceptual.

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