Contra la distopía. La cara B de un género de masas, de Francisco Martorell Campos

En septiembre de 2022 el Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030 publicó un anuncio bajo la etiqueta #BastaDeDistopías.

Básicamente, se alineaba con la corriente que propugna un cambio de paradigma en las historias de futuro cercano a través de buscar ficciones con un sesgo más positivo; huir del fatalismo para, además, plantear alternativas inspiradoras a un sistema socioeconómico predominante, el capitalismo, cuya aplicación se percibe como una amenaza para el futuro. Mi recepción fue recelosa. Más allá del eslogan, me costaba ver los argumentos de una propuesta así, un poco como me ocurrió con la defensa del llamado hopepunk. Muchos de los libros que se defienden dentro de esta corriente me parecen tremendamente conservadores, cuando no abiertamente reaccionarios. El hecho es que he tenido que esperar unos años para poder encontrar una defensa con sustancia de esta línea de pensamiento; o, más bien, llegar a media línea en su argumentario. Su autor, Francisco Martorell Campos, cuenta con otro libro pendiente de reedición, Soñar de otro modo, en el cual complementa la base de Contra la distopía.

En este ensayo, Martorell Campos problematiza la idoneidad de la distopía como cuestionamiento del presente. Esa prevalencia en la ciencia ficción de los últimos quince años cuya relevancia se puede extender hacia atrás en el tiempo más atrás de 1984, Un mundo feliz y Nosotros. Su manera de atacar a esta censura de problemas políticos, sociales, económicos contemporáneos se estructura en tres partes bien delimitadas. La primera, “Distopiland”, cartografía el arraigo de las distopías en la actualidad literaria a partir de un repaso a su prevalencia desde la historiografía. La segunda, “La distopía retratada”, es quizás la que mejor puede servir para todas aquellas personas que, involuntariamente o voluntariamente, tengan confundido su uso: define meticulosamente sus características, alejándola de otras temáticas de la ciencia ficción con la que suele confundirse, caso de lo postapocalíptico. Además lanza los perros de la guerra contra la idea arraigada de que su base ideológica puede ser progresista. Finalmente, en “Distopía: La cara B” concreta una decena de críticas que desnudan obras específicas.

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La naranja mecánica, de Anthony Burgess

La naranja mecánicaLeí La naranja mecánica hace veinticinco años. Apenas conocía la historia por la adaptación de Stanley Kubrick y me encontré con una lectura apasionante por dos motivos, el primero explícito en la película: esa manera de condensar las diferentes violencias a las que nos podemos ver sometidos. La individual, que es la que ejerce su protagonista, Alex, desde su primera página; verbal, física, contra todos sin importar su posible apego. Y la sistémica, aplicada sobre su persona desde una miríada de estamentos: esas fuerzas del orden sin cortapisas al ejercer su labor; las estructuras de poder político, sin ningún respeto ante los derechos de las personas; las instituciones de castigo y reinserción, entornos donde la presión se acumula y las reacciones entre los sometidos a su supervisión se aceleran…

La segunda razón no es exclusiva del libro, pero sí me parece más elocuente en sus páginas: el nadsat. Esa neolengua ideada por Burgess para enfatizar el total desapego por las convenciones de Alex, un alarde creativo que ha contribuido a mantener el carácter atemporal del texto. Sí que requiere un esfuerzo como la mejor ciencia ficción donde se reformula el lenguaje para subrayar el salto generacional, la xenogénesis dentro de la comunidad, un cambio en el tejido social. Pero a poco que fluyan los significados por el contexto o con alguna consulta al glosario en cuya versión al castellano colaboró el propio Burgess, es fácil sumergirse en la novela… siempre que se tenga estómago para soportar los excesos. Desde sus primeras páginas el autor de El reino de los réprobos trama una congoja que puede suponer una barrera.

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La ciencia ficción es un caleidoscopio verbal

Imágenes de cf

Cómo llenarte, soledad, sino contigo misma
Cernuda

Una de las ventajas de leer ciencia ficción, si queremos verlo así, es que estás menos solo. Esto pasa con todo tipo de lecturas, claro, porque todas acaban siendo un lienzo de imágenes entrelazadas que puedes recordar. Pero con la ciencia ficción es un poco distinto. Un poco mejor.

El caleidoscopio verbal que es nuestro género se queda retenido en la memoria a la espera del disparador que lo haga florecer. Y el imaginario asociado está tan alejado de lo que nos rodea en nuestro día a día que es, en general, la propia ciencia ficción la que hará de acicate para que se activen sus bobinas verdeazuladas como en un cine. Como el cine que en el fondo son. Así, leer es un disparador de la memoria. Con otro tipo de lecturas puede suceder lo mismo pero la ciencia ficción, aunque tenga tanto y tanto subgénero, tiene en común la deformación de la realidad, y cada una de sus particularidades, cada deformación individuada, te puede retrotraer a otra.

Esa es, seguramente, la diferencia principal con el otro tipo de lecturas. Podemos leer alguna novela que quiera reflejar lo que llamamos realidad, y sus descripciones, limpias como espejos, nos podrán recordar muchas cosas. Pero evocarán tanto, tanta cosa diferente, que no las asociaremos a las otras literaturas de las que puedan venir. Con la ciencia ficción, en cambio, sí: está más acotada porque una descripción remitirá siempre a otra descripción perteneciente al género. Ese límite hace que los recuerdos sean ilimitados; entre la narrativa así llamada realista, que tiene menos límites porque lo incluye casi todo, nos perdemos, y la capacidad asociativa, por tanto, merma.

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Otros días, otros ojos, de Bob Shaw

Otros días, otros ojosOtros días, otros ojos, publicado en 1972, es uno de esos libros de ciencia ficción que pivotan en torno a una buena idea, en este caso la del cristal lento, pero que no se quedan sólo en ella. Antes de entrar en harina he de confesar que, seguramente debido a la nostalgia, me suena mejor cómo lo tradujeron en Mundos desconocidos, aquella maravillosa colección de la Marvel en formato magazine presentada aquí en los Relatos Salvajes de la editorial Vértice, años 70 del siglo pasado, que la de vidrio lento con la que se lo cita siempre en el libro de Martínez Roca, y que es esa la razón por la que me voy a referir a él de la primera forma en la que lo leí. En aquellos cómics sólo se llegaba a adaptar el concepto que da vida al novum de esta novela, un tipo de vidrio que la luz tarda más tiempo del usual en atravesar. La naturaleza de ese efecto se encuentra en la extraña configuración del cristal, en cuyos laberintos atómicos los fotones se pierden durante minutos, días o incluso años, y no en su grosor, como cupiera pensar. Los cómics utilizaron la figura del cristal lento para, en palabras de Roy Thomas, enmarcar la narración, como enlace e introducción a una serie de cuentos de varios autores, entre los que se encontraba el propio Bob Shaw, aunque sólo uno de ellos, “Luz de otros días”, coincidiera con lo relatado en el libro. Sin embargo, el uso de aquella idea ya daba muestra de lo potente que era la propuesta y sus implicaciones.

La novela, de apenas 160 páginas, está construida como una colección de relatos, aunque no se trata de un fix-up, como erróneamente se cita en algunos sitios. Consta de una trama episódica, en la que el protagonista, el empresario descubridor del cristal lento, va resolviendo diversos casos detectivescos que tienen que ver con ese objeto, y de tres relatos intercalados que, aunque utilizan el motivo central, son independientes. La creación de esos tres relatos, publicados en revistas en 1966, 1967 y 1972 es previa a la de la trama que alimenta la novela, así que se puede decir que es esta última la que, curiosamente, complementa a aquellos. El tercer cuento, titulado “Una cúpula de vidrio multicolor”, es el de menor calidad, pues presenta un giro final algo efectista. El segundo es magnífico y versa sobre la frialdad de la ley, el peso de la moralidad en relación con los hechos y la necesidad del conocimiento de la verdad, y lleva el título de “El peso de la prueba”. El primero, precisamente el mencionado “Luz de otros días“, en el que Shaw presentó por primera vez el concepto del cristal lento, es extraordinario. No en vano, a punto estuvo de alzarse en 1967 con varios de los grandes premios de la ciencia ficción. Enfrenta el hastío conyugal con el abismo que deja la pérdida haciendo uso de una de las implicaciones de los efectos del cristal, y deja una desazón interior difícil de explicar.

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El doctor Hoffman y las infernales máquinas del deseo, de Angela Carter

En marzo de 1969 la novela de Angela Carter, Varias percepciones, recibió el Premio Somerset Maugham dotado con quinientas libras. El premio venía asociado a una condición establecida por el propio Maugham, el ganador debía invertir dicha cantidad en un viaje por el extranjero. Angela decidió, de acuerdo con su marido, Paul Carter, recorrer juntos los Estados Unidos dado el interés de ambos en la música folk, aunque por entonces su relación se encontraba ya muy deteriorada. El resto del dinero ella lo emplearía en una estancia en Tokyo. Una elección en un principio extraña, en aquellos años Japón carecía del poder blando que ostentaría posteriormente, todavía se le consideraba un país atrasado y retrógrado, culpable de crímenes de guerra cometidos en China, Corea, Filipinas y otras partes del sudeste asiático durante la Segunda Guerra Mundial. Se desconoce exactamente la razón por la que Angela escogió este destino que transformaría su obra y su vida; el resultado de una apuesta, que deseaba alejarse todo lo posible de la cultura judeo-cristiana, su fascinación por el cine japonés o una mezcla de todo lo anterior.

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La Bomba increíble, de Pedro Salinas

La bomba increíbleCon la idea de leerme anualmente un clásico de la ciencia ficción española, para este Clásico o polvoriento aguardaba en cola La nave, de Tomás Salvador. Sin embargo, se me cruzó un ejemplar de La Bomba increíble a buen precio; una novela de Pedro Salinas bastante recomendada por Fernando Ángel Moreno cuando le conocí hace veinte años. Y aquí estoy, habiéndome leído un texto de lo más curioso escrito por uno de los poetas del exilio más relevantes. Salvando las distancias, es primo hermano de las fábulas escritas veinte años antes por Karel Čapek en las que se entrecruzaban la crítica social y la historia de artefacto (La krakatita, La fábrica de absoluto), con menos humor y un acusado carácter antiutópico.

Ya el primer capítulo supone un adelanto del tono del libro. Tiene lugar en el Museo de la paz, un espacio consagrado a enraizar un espíritu bélico sin el cual la paz se afirma un imposible. Entre sus muros se encuentran todo tipo de armas apiladas bajo máximas que harían retorcerse de placer a los columnistas de El Mundo: “Hay paces más destructoras que la guerra”, “Hombre, soy de paz, pero no al extremo de confundir la paz con la opresión”… Allí aparece una bomba extraña que produce la muerte de la primera persona en percatarse de su existencia, Nicasio Entrambasaguas; el disparo de salida hacia un recorrido por los estamentos de esta tecnocracia regida por una casta de científicos. Salinas se emplea a caracterizar sus inconsistencias y excesos en capítulos más o menos atractivos en función del interés por el tema a tratar. Mi predilecto es su apuesta por la democracia participativa para un mayor arraigo de sus decisiones lo que implica el amaño de cada referendo a través de un elegante sistema de pucherazos. Su efectividad se pone a prueba en una consulta sobre qué hacer con La Bomba. Aunque no se hace mención del país en cuestión, van surgiendo costumbres tan nuestras como confiarse en la infalibilidad de las manipulaciones realizadas para darse de bruces con la cruda realidad.

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Los diez mil, de Paul Kearney

Los diez milReconozco mi sorpresa al revisar mis anteriores aportaciones a la serie de Clásico o Polvoriento y descubrir que ya son siete los años desde que varios colaboradores revisamos libros y autores cuya cantidad de polvo solo rivaliza con el color blanco de sus cabelleras, si todavía tienen la fortuna de conservarla. Eso cuando todavía se puedan conseguir registros fotográficos de los susodichos.

Para este año me remonto apenas una década en el pasado para leer Los diez mil, la fantasía histórica escrita por Paul Kearney allá por 2008 en inglés y que llegó en castellano en 2013. Pero ¿podemos considerar un libro de 2008 o 2013 como un libro clásico o, peor, polvoriento? Apenas un vistazo a la producción literaria del autor irlandés en su idioma nativo sugiere que, salvo una eventual sorpresa en forma de adaptación cinematográfica, su futuro literario no es nada claro. Sin ir más lejos, su último par de novelas son extremadamente difíciles de localizar incluso en el mercado de segunda mano. The Windscale Incident, su última obra de acuerdo con las bibliografías que se pueden encontrar en la red, cuenta con una escalofriante reseña en Goodreads (“una” desde un punto de vista cuantitativo) mientras que no aparece listada ni en Amazon o Waterstones, la mayor cadena de librerías inglesa. Esto por no hablar de su vida literaria en castellano donde solo aquellas subscripciones (o crowdfunding por email, como podríamos llamarlo hoy en día) de Alamut dieron vida a algunas series que apenas se recuerdan. Eso teniendo en cuenta que la repercusión de su anterior serie, Las monarquías de dios, fue algo mayor que la que nos ocupa. En definitiva, un panorama nada halagüeño que me confirma que Los diez mil era una buena elección para esta sección.

Curiosamente estamos en una época donde la fantasía histórica tiene un relativo renacimiento de la mano de, principalmente, una serie de autoras que están recuperando episodios históricos y revitalizándolos desde un punto de vista feminista. Los diez mil, sin embargo, cumple apenas con el aspecto histórico de la anterior frase, ya que las figuras femeninas son puramente testimoniales. Con los habituales cambios de nombre de personajes y territorios, la novela sigue con bastante precisión la Anábasis de Jenofonte: la historia de diez mil mercenarios griegos contratados por Ciro el Joven en el 401 a. C. para derrocar a su hermano. Una peregrinación a lo largo de distintos territorios que es contada inicialmente desde varios puntos de vista para ir, poco a poco, reduciendo su amplitud de miras y convirtiéndose en una lectura más accesible de lo que podría parecer en su arranque.

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A Choice of Gods, de Clifford D. Simak

A Choice Of GodsBusco, curioseado, en las dos enciclopedias de ciencia ficción que por suerte tengo en casa, y en la de Clute y Nicholls, bien, pero en la de George Mann descubro que le dedican un total de cero páginas a Clifford D. Simak. ¿Cómo puede ser? Busco varias veces por si me equivoco pero el orden alfabético facilita la tarea y aclara cualquier duda que pueda haber. Nada. No está. No lo entiendo.

Bueno. ¡Pues qué le vamos a hacer!

Me fastidia haber dicho ya que a quien más se parece Simak es a Miguel Delibes y, en inglés, a John Steinbeck, porque repetirlo ahora ya no tiene gracia y menos aún la validez de la novedad, pero leyendo A Choice of Gods me reitero: la ciencia ficción rural tuvo a su gran, a su mejor escritor, en Simak. La premisa de la novela recuerda a otros libros suyos (lo que no es tan raro), y a uno, impresionante, de Doris Piserchia: en la Tierra sólo quedan los restos de una humanidad huida a las estrellas, sin que sepamos cómo huyeron ni por qué. Eso y la tecnología, causante directa e indirecta de tanto desastre, son temas ya explorados por el autor (pienso en Herencia de estrellas, por ejemplo), pero lo que vemos ahora son las distintas mentalidades de la gente que se ha quedado. Simak pone el acento en cómo evoluciona la gente en ese mundo más que en la gente huida. Y más que gente huida, es gente que desapareció un día y se fue sin más a las estrellas (rareza que se explica más adelante en la novela y sobre la que no digo nada para no estropear posibles, potenciales lecturas).

Los robots en la novela han desarrollado una especie de religiosidad, y los humanos, los pocos que quedan, han vuelto a una relación pretecnológica con la naturaleza. Más respetuosa y clemente. La dicotomía es clara pero no entre humano y robot sino entre humano ido y humano quedado en Tierra. El que se queda, se queda por miedo o por devoción a un planeta envejecido. Y todos los humanos idos tienen ese llamado, esa profunda llamada de lo salvaje, por usar unas conocidas palabras de London. También los robots.

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Tú, el inmortal, de Roger Zelazny

Tú, el InmortalA fin de participar de forma original y útil en esta recuperación crítica de clásicos de noviembre, consulté al amable responsable de esta web si había algún autor notable que nunca hubiera sido reseñada en ella. Me dijo, entre otros, que Roger Zelazny. Entonces me tomé un momento para salir al patio a blasfemar brevemente contra el destino, con mis puños alzados clamando justicia a un dios cruel que nos contempla indiferente, y luego me recompuse para seguir con mi vida cotidiana.

Quiero decir: hoy hay mequetrefes que se creen importantes porque han sido finalistas del Hugo (¡o del Ignotus!). Este caballero ganó seis, el primero con 29 años. Fue un estilista notable, junto a Samuel Delany, el motor más elegante del cambio del género hacia la madurez literaria en los años sesenta. Combinó elementos como la psicología y la mitología con otras influencias de todo tipo, insertas en escenarios y nociones plenamente cienciaficcioneras, con osadía y acierto. Murió sin cumplir los sesenta, de un cáncer de riñón que hizo que escribiera muy poco en sus últimos años. Su muerte se produjo hace menos de tres décadas, y si hoy preguntan en una librería española, sólo hay un título de toda su obra que aparezca como disponible a la venta. Ni siquiera están en catálogo ediciones de la popular serie de fantasía de Ámbar. Esto de un señor del que figuras actuales como Neil Gaiman o Andrzej Sapkowski dicen que fue el mejor autor del género.

En la ironía definitiva, Tú, el inmortal, justo esa única novela en catálogo en español, le reportó su primer Hugo en 1966 en un ex aequo con otra que ha tenido algo más de fortuna, digámoslo así, en el recuerdo: Dune, de Frank Herbert. Si a cualquier lector un poco espabilado del género le hubieran preguntado en 1966 qué suponía ese empate, habría señalado que se trataba de una especie de compromiso entre el pasado y el futuro del género. Dune, descomunal, brillante a su extraña e irrepetible forma (tan irrepetible que el propio Herbert jamás escribió ni de lejos algo de calidad similar pese a usar cansinamente los mismos manierismos) era una vigorosa actualización del space opera, aggiornada con detalles contemporáneos como la presencia de drogas o un trasfondo reflexivo sobre el debate descolonizador. Era una evolución. En cambio, Zelazny, sin cumplir los treinta, representaba la ruptura con una novela breve, desenfadada, narrada cuidadosamente, tan repleta de recovecos como de escenas de acción bien descritas.

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La Fisiognomía, de Jeffrey Ford

La FisiognomíaPara este especial «Clásico o polvoriento» me he fijado en una novela relativamente reciente que fue publicada en 1997. No lo hecho para ahorrarme apartar maletas viejas, routers destartalados, apuntes de la universidad.., en fin todos esos trastos inútiles que guardamos, no se sabe muy bien para qué, y bajo los cuales quedan sepultados muchas veces las cajas con los libros más antiguos, sino porque que considero que es un libro que merece ser recuperado y que no debería de quedar en el olvido.

Esta excelente novela se titula La Fisiognomía y la escribió Jeffrey Ford, un autor al que seguramente muy pocos recuerdan. Cuando la leí hace veinte años me sorprendió muchísimo, rebosaba imaginación, estaba llena de personajes que se salían de lo común, y todo quedaba engarzado gracias a una trama imprevisible y fascinante. Fue la segunda novela de Ford y le supuso el Premio Mundial de Fantasía en 1998, hecho que seguramente favoreció que tan sólo un año después se publicara en nuestro país. Como dato curioso, ese mismo año Arturo Pérez-Reverte quedó entre los finalistas con El club Dumas, aunque la nominación fuera después retirada al conocerse que existía una traducción anterior a la de 1997. Para este especial habría podido elegir cualquier otra novela de Ford de las publicadas en España porque además de estupendas todas están descatalogadas. De ellas me gustaría destacar El retrato de la señora Charbuque por la que he estado a punto de decidirme en lugar de la que he elegido al final. 

La Fisiognomía inaugura la llamada trilogía de La Ciudad Bien Construida, que desgraciadamente a falta del último tomo quedó sin completar en nuestro país. Y es que precisamente en esa época Minotauro, la editorial que comenzó a publicarla, fue vendida por el fundador de la misma, Francisco Porrúa. A partir de entonces los criterios de publicación sufrieron cambios importantes, una de las primeras consecuencias fue que los que comenzamos a leer la trilogía nos quedamos con las ganas de saber lo que sucedía en The Beyond, título que cerraba la serie. Ford es un autor que se ha dedicado sobre todo al relato, ha escrito más de cien, mientras que sus novelas no llegan a la decena. Es curioso que así como la mayoría de sus novelas han sido publicadas en nuestro país no puede decirse lo mismo de sus relatos, que apenas han sido traducidos. Algunos han aparecido en antologías como El camino de la magia, Zombies o El viento soñador y otros relatos, otros en revistas como Gigamesh o Cuásar y últimamente en el blog Cuentos para Algernon. Es una pena porque cuenta con algunos relatos magníficos como “Radiante mañana” o “El imperio de los helados” por destacar algunos de los pocos títulos que he podido leer de este autor.

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