No he conocido a tantas personas de las que se pueda decir sin asomo de duda que hicieron del mundo un lugar un poco mejor que si no hubieran estado por aquí. Paco Porrúa fue una de ellas.
Seguro que entre los que me lean habrá quienes no conozcan quién fue Paco Porrúa, fallecido esta semana. El fundador de la editorial Minotauro hace más de 60 años en Argentina y también editor de bastantes de los mejores escritores en lengua castellana mientras trabajaba para otras firmas. Una de las personas decisivas para entender la evolución de la literatura fantástica en nuestro idioma, durante décadas quizá el único valedor de la calidad literaria dentro del género en español.
Dado que le apreciaba y lamento mucho su muerte, quiero escribir un recuerdo personal. Traté a Paco con frecuencia durante los años que viví en Barcelona, a finales del milenio pasado. Él era el editor mítico de Minotauro, el hombre que había publicado Cien años de soledad y Rayuela. Pero me recibió en su oficina a mí, un periodista veinteañero que dirigía una pequeña revista de ciencia ficción, con total naturalidad. Ni siquiera creo que fueran decisivas la intercesión de Marcial Souto, que trabajaba con él, o de Alejo Cuervo, que siempre le ha admirado y con el que le visité por primera vez, creo que para darle un premio Gigamesh; mi impresión es que su naturaleza era intrínsecamente amable. Simplemente, Paco no tenía contacto con el mundillo del género porque no tenía tiempo; cuando más tarde le llegaron reconocimientos y premios, siempre los recibió con una socarronería en la que, con el tiempo, aprendí a reconocer una llamita de ilusión.
A las visitas más o menos profesionales, para pedirle una entrevista que terminaría por aparecer en Gigamesh después de que repasara las respuestas durante casi dos años, siguieron otras por pura amistad, por el placer que suponía para mí escuchar a ese hombre paciente y sabio. Más o menos cada mes me dejaba caer por la apacible oficina de Rambla de Cataluña a charlar un rato y saludar al resto de la compañía, su esposa Marcy, y una empleada que llevaba con él más de treinta años, desde los tiempos de Argentina; a veces íbamos a almorzar él y yo a un hotel cercano donde le conocían como cliente habitual.
Atendía con paciencia mis ideas sobre publicar a tal o cual autor, como si le interesaran. También me contaba sus historias. Se refería a Cortázar como Julio con la naturalidad de una amistad sin mayores vueltas; recordaba viejas historias del mundo editorial; rememoraba su infancia en la lejana Comodoro Rivadavia; enhebraba anécdotas y comentaba lecturas recientes. Me desveló (creo que por entonces no era aún muy conocido) que había traducido casi todos los primeros libros de Minotauro como Francisco Abelenda o Luis Domenech; me dijo que su gran error como editor había sido no publicar sistemáticamente a Philip K. Dick, como había hecho con Bradbury, Gibson o Le Guin, sino recomendárselo a Edhasa, de la que actuó como asesor durante unos años.
De sus anécdotas, en las que a veces hacían cameos como si tal cosa Borges o Carlos Fuentes, ya he dado cuenta en alguna ocasión de mis dos favoritas. Una es cuando fue a visitar a J.G. Ballard a su casa de un suburbio londinense. La descripción que hacía del lugar, con botellas vacías en el suelo y la televisión sintonizada en un canal muerto, culminaba con el momento en que la esposa de Ballard –una de esas inglesas hoscas y descuidadas a la que era fácil imaginarse como uno de los Monty Python disfrazados– servía la comida en la mesa, y ella y el escritor se ponían a comer sin invitar a Paco. Hay que recordar que Paco había publicado en Minotauro Argentina las antologías inglesas de Ballard; cuando se trasladó a España, sabedor de sus problemas económicos, le compró las antologías estadounidenses para publicarlas con distintos nombres, los mismos cuentos, y así pagarle de nuevo un anticipo. Ballard, de muy ballardiana manera, castigaría más tarde su amabilidad ordenando a su agente que se marchara a otra editorial cuando la adaptación al cine de El Imperio del Sol movió el interés de las grandes, y poniendo el nombre de Paco a un ángel malvado de un relato. Aunque luego le pediría disculpas. Y Paco, que antes que nada le admiraba y que tenía ese buen carácter, le volvió a publicar.
La otra historia es la muy sencilla de cómo consiguió hacerse con El Señor de los Anillos. Todo se resume en que una buena mañana le llegó una carta de Londres del agente dueño de los derechos -ah, tiempos del correo postal–, comunicándole que la carta de Paco preguntando cómo era posible que no se hubiera traducido el libro había coincidido con el momento en que decidieron retirarle los derechos a Sudamericana, donde había encallado el proyecto. Fue casualidad, pero así se labran a veces las leyendas.
Paco contaba con una sonrisa pícara esas historias y otras que, como es lógico, la prudencia me impide relatar. También su versión acerca de la relación con la ya fallecida Matilde Horne, la traductora de Tolkien, que es casi la única persona que en algún momento haya hablado mal de él.
Cuando Paco contaba todas esas historias, a veces tenía que interrumpirse por la tos; aquejaba ya por entonces, hace trece o quince años, una mala salud de hierro que sobre todo le producía una permanente sensación de frío. Se movía despacio, no había perdido el acento porteño en su voz algo ronca, despertaba respeto y ternura.
Uno de esos años que andaba por allí se produjo el despegue de El Señor de los Anillos, que si la memoria no me falla fue algo anterior al estreno de la primera película. De repente, vendieron en un año un millón de ejemplares, y de hecho los libros llegaron a estar algunos meses agotados. Era el momento de vender: Paco tenía casi ochenta años y otros intereses que el de andar reeditando los mismos libros, y ya ni siquiera le gustaba demasiado la ciencia ficción reciente con la excepción de Kim Stanley Robinson. Me comentaba sin entrar en detalles, de cuando en cuando, la evolución de las negociaciones. Aquí sí se me permitirá una indiscreción: él no quería vender a Planeta. Sin embargo, las conversaciones con editoriales de perfil más parecido a la propia Minotauro no cristalizaron, y no sin dudas terminó por vender, empujado en buena medida por una oferta económica importante.
Nos seguimos viendo tras la venta, ya en la zona de su casa, cercana al Parque de la Ciudadela. Al principio hablábamos a veces de la evolución de la editorial sin él, que consideraba que ya en los primeros tiempos derivaba hacia donde le indicaban sus peores temores. Al cabo de unos meses me pidió que dejáramos de comentar el tema. Ni quiero imaginarme lo que llegaría a pensar de la Minotauro de ahora, si es que llegó a seguirla mínimamente. Tenía algunos proyectos, orientados a otros campos que también le interesaban como la filosofía o las religiones orientales. Quería visitar con más frecuencia su Galicia natal, y aunque creo que llegó a instalarse de continuo en Sitges, sentía añoranza de Buenos Aires. Hablaba mal de uno y otro lado del charco, pero se le intuía íntimamente satisfecho de tener un trozo de su corazón en cada parte.
Después de volverme a vivir a Madrid, mis visitas a Barcelona fueron haciéndose cada vez más esporádicas. Mantuvimos el contacto algún tiempo, pero después, al igual que me ocurrió con otras personas de allí de las que guardo un recuerdo entrañable (Catherine Zuber, Juli Céspedes, el gran Antonio García Soto…), al principio hablamos por teléfono de vez en cuando y después perdimos el contacto. Recuerdo llamar a Paco por última vez hace ya más de diez años; estaba fastidiado, como siempre, pero tenía el mismo humor, y me reprochó que no me pasara a verle. Luego los acontecimientos se fueron hilando para que transcurrieran cerca de dos años hasta que volví a dejarme caer por allí, y para entonces no avisé a ninguno de mis viejos conocidos porque se me hizo extraño.
Vi hace poco que Alejo le homenajeó bautizando con su nombre una de las salas de la nueva librería Gigamesh, y que Paco estuvo por allí porque, como siempre, en realidad no hacía falta más que preguntarle para poder disfrutar de su presencia. Supongo que Alejo repetiría una vez más la frase con la que siempre se refería a él: si somos lo que somos, es porque se lo debemos a Paco. La verdad, poco puede añadirse. Salvo que no conseguimos parecernos lo suficiente a Paco. En su modestia, en su sabiduría, en su precisión en el trabajo.
Emocionante. Gracias, Julián.
Gracias por compartir estos recuerdos, Julián.
De todo el texto me quedo, sin duda, con la frase de Alejo que recuerdas al final; me la puedo aplicar casi al ciento por ciento. En la biblioteca municipal de Santander había libros de literatura fantástica, en su mayoría provenientes de Acervo, Timun Mas, Nebulae 2ª época y Minotauro. Fueron estos últimos los que me atraparon, una heterogénea muestra de autores que se han convertido en el núcleo de mi bagaje como lector: Le Guin, Bradbury, Ballard… (sí, fui un adolescente rarito, aunque no tanto como para apreciar entonces a Angela Carter). Después, en verano, iba engañando a mi madre para que me fuera comprando títulos que no tenían: Mercaderes del espacio, Ciudad, La mano izquierda de la oscuridad, El día de los trífidos, La tierra permanece… Es un recorrido que supongo sonará a la gente de mi generación.
Más tardé llegué a Wolfe, Gibson o Priest, y finalmente me enteré que él había sido el editor detrás de Cien años de soledad.
No creo que haga falta decir mucho más.
El hecho es que aunque todos esos nombres formen una constelación de autores de lo más diverso, provenientes de diferentes momentos y tradiciones de la ciencia ficción, para los que los hemos experimentado a través de Minotauro conforman una visión coherente, una manera de entender el género en la cual, además de un equilibrio entre forma y fondo, existe una visión genuina; la que nos ha legado su editor a través de ellos. Un legado que, independientemente del camino de Minotauro después de su paso a Planeta, continúa vigente en las estanterías de nuestras bibliotecas, incólume, sin mancillar. No se me ocurre mejor recuerdo.
Magnífico y emotivo artículo, muchas gracias. Suscribo completamente el primer párrafo; mi mundo fue un lugar mucho mejor gracias a Francisco Porrúa y el lector que soy es también gracias a él.
Muchísimas gracias, Julián. Un texto tan emotivo como imprescindible.
Gracias por el texto.
Hace unos meses releí “El hombre en el castillo”, mi edición de 1994, y al mirar las solapas (Aldiss, Ballard, Burroughs, Gibson, Vonnegut…) recordé lo que supuso descubrir Minotauro a mis catorce años. Cambió mi concepción de la literatura. Ojalá las futuras generaciones tengan la suerte que yo tuve al encontrar una editorial llevada con tanto acierto.
Recuerdo que hace casi una década tuve de repente una inspiración mientras estaba de viaje, y te llamé por teléfono para decirte que, aprovechando tu relación con él, tenías que escribir una biografía de Porrúa para que su acervo de experiencia no se perdiese. Me contestaste que, si había tardado dos años en aprobar la entrevista que le hiciste, no querías ni imaginar lo que supondría dedicarse a un proyecto más amplio. Seguramente tenías razón, pero qué inmensa pena, ¿verdad?