Como lector, tengo una relación especial con Paco Roca. Pude charlar por primera y única vez con él hace unos años, en la reconvertida ExpoComic, donde hice cola junto a decenas de admiradores para que me firmara el regalo que quería hacerle a un amigo. Era un ejemplar de Los surcos del azar, una novela gráfica que me había gustado mucho y en la que ya pude encontrar el respeto que el autor demuestra sentir por el pasado en cada una de sus obras. El dibujo con el que firmó aquel regalo, la fluidez y facilidad con la que las líneas salían de su pluma, me sorprendió y maravilló como siempre que veo trabajar a estos genios del arte secuencial. Con su talento y su amabilidad, Roca se ganó a un potencial lector para el futuro, un tiempo que no tardaría en llegar y que, de forma insospechada, estrecharía mi relación con su obra de forma directa. La lectura de tres de sus obras ha ido coincidiendo, con cierta sincronicidad, con momentos relevantes de mi existencia, estableciendo un vínculo con mi memoria pasada y presente. Arrugas, relato de un hombre obligado a vivir sus últimos días en un asilo de ancianos, llegó a mí un año después de tener que ingresar a mis padres en una de estas residencias. La casa, leída meses más tarde, reflotó en mi memoria recuerdos del pasado, de los veranos en el pueblo y de la relación con mis hermanos, más estrecha estos últimos años por las visitas compartidas a la residencia, que, precisamente, se encontraba en aquel mismo pueblo. Ahora, recién fallecida mi madre, víctima de la pandemia, Roca publica esta obra sobre la suya, sobre todas las madres de una generación que se nos muere, encerrada, recluida tras los barrotes, y que retoma en su última hora el padecimiento que les tocó vivir durante sus primeras décadas.
Regreso al Edén es una de esas obras que describen toda una época y que huyen de ese bigger than life tan afín a la narrativa. Nada es más grande que la vida, parecen pregonar este tipo de obras que, como un retablo, carecen de una trama de ficción al uso, ya que, en ellas, la trama es la vida misma. Magníficamente estructurada, la historia se va deteniendo en cada uno de los miembros de la familia y progresando por medio de sus vivencias individuales y de la relación entre ellos. La obra brilla en el devenir narrativo, aunque el ritmo se quiebra en los raros momentos en los que se entromete el frío dato histórico: Franco y su dictadura. Esta debilidad del relato hay que entenderla desde el éxito de Paco Roca, reciente ganador del Eisner, el gran premio norteamericano del cómic, a quien se le ha abierto el mercado internacional. Supongo que la publicación en otros países hace necesaria la introducción de un contexto en las obras históricas que aquí, en el país de origen, probablemente sobra. Y es que, más que los grandes datos, son los padecimientos de nuestros padres y abuelos, su quehacer diario, los que llenan de vida las páginas de un cómic que, como ocurre con gran parte de la obra de Paco Roca, toca el corazón.
Hay aciertos de autor inmensos en Regreso al Edén. El comienzo es el primero de ellos, una utilización maestra del medio y sus posibilidades, narrado con una economía de medios que sorprende por su efectividad. Pero si he de quedarme con uno en concreto, lo hago con la secuencia del bombardeo en las calles, que culmina con una viñeta tremenda, bajo una escalera, que te agarra por las tripas páginas más tarde cuando, por repetición, equipara dos sucesos violentos, presuntamente muy distintos, mostrando un mismo refugio. El dibujo rinde con gran eficacia y los saltos en el tiempo están bien marcados por diferencias cromáticas, algo ya utilizado por Roca en El invierno del dibujante. Precisamente, quizás echo en falta un final algo más original, una menor reutilización de hallazgos, pues el juego narrativo con el que finaliza este cómic tampoco es nuevo.
En cuanto al mensaje de fondo, Roca encuentra una vez más la tecla de lo compartido, del pasado común, una España que muchos aún recordamos en los detalles, vistos y vividos en la propia casa. Por ejemplo, las menciones y las velas a San Antonio para encontrar cualquier objeto perdido, que siempre funcionaban; o las fotos bajo el cristal de la mesilla, que con frecuencia se quedaban pegadas a él al levantarlo, pero también los testimonios de nuestros padres, que atestiguan la veracidad del relato, semejantes en bastantes puntos. El hambre, causante de ese afán posterior por que nunca faltara (más bien sobrara) comida en la mesa de los hijos y nietos y esa obsesión por no tirarla jamás. Los efectos del patriarcado doméstico, presentes muchas veces en la aspereza del cabeza de familia y en los silencios y la resignación de la esposa, pero también en el egoísmo de la suegra y el sufrimiento del hombre débil. Las casas compartidas con los yernos, el casarse como escapatoria, los hijos sin padre. Lo que se ve en estas páginas no es ficción, no, es el pasado real. Y no de un país perdido del tercer mundo, sino de España.
Y este es el mensaje importante que deja esta obra, pues, por inverosímil que pudiera parecerles a los nacidos en los últimos 40 años, lo que se desarrolla en estas páginas es España. El hambre durante años, el frío, el dejar el colegio siendo un crío para ayudar a tus padres (y debido a ello no saber, ya adulto, leer o escribir bien, ni dividir o multiplicar), el estraperlo institucionalizado, las cartillas de racionamiento, los trabajos mal pagados de doce horas, las palizas del marido, la resignación. Todo eso fue España. Nosotros, este país inmerso desde hace décadas en la posmodernidad, tecnificado, refinado, que no conoce el sufrimiento más allá de una rotura del teléfono móvil y que ahora protesta porque es intolerable no poder salir de copas o a correr para salvar la vida de quienes les han permitido estar aquí y ahora, de aquella generación que se partió el espinazo para que las posteriores hayamos podido vivir, aquí y ahora, en un paraíso.
Acabo ya con un apunte personal. Hace unas madrugadas, navegando por internet, volví, como tantas veces, a un clásico irlandés, “Isle of Hope, Isle of Dreams”, que me emociona siempre en las maravillosas voces de los hermanos Keane. Habla del abandono de una Irlanda que representaba hambre y sufrimiento y la llegada a la isla de Ellis, la puerta a un nuevo mundo. Leyendo los comentarios al vídeo, la mayoría se centraban en lo mismo, lágrimas y respeto. Uno me pareció que lo resumía todo. Decía así:
My Irish ancestory sings from my bones everytime I hear this song…
El respeto por el pasado, el recuerdo de los ancestros, algo que en otras culturas es de una obviedad absoluta, en España no es así. Tengo mis propias ideas del porqué, pero no quiero desviar el foco de lo que centra esta reseña, la magnífica novela gráfica de Paco Roca. No olvidar, no olvidar nunca, esa es la reflexión final de esta obra. El conocimiento del pasado, de quiénes fuimos y quiénes fueron, es tan importante como el del presente, tan importante como todo lo demás que se aprende en las escuelas y en la vida. Por humanidad, porque muchos de aquellos hombres y mujeres siguen aún aquí, confinados tras una valla, de vuelta a aquella isla de lágrimas -creían- dejada atrás.
No había caído que esos momentos didácticos sobre el franquismo y sus dinámicas sociales, como el estraperlo, estaban sobre todo para ese público foráneo que una parte del cómic español ha recuperado en la última década.
Es uno de los motivos por los cuales me ha gustado mucho este texto. Además de por cómo contextualiza Regreso al Edén en esta España que estamos sufriendo en los últimos meses. Porque si no lo vives en tus propias carnes o no necesitas sacarle partido político, el sufrimiento de quienes nos han llevado sobre sus hombros se contempla demasiado distante.
En el texto no quiero robar espacio a la obra, pero aquí sí puedo decirlo. Creo que el afán por ocultar nuestro feo pasado bajo las piedras, ese borrón y cuenta nueva que supuso la Transición, acabó con todo afecto por el pasado, no solo con el contenido político. Con todo.
Y sí, ahí está la memoria histórica, pero enfocada casi en exclusiva al ámbito político, a restañar heridas de la Guerra Civil y abusos del régimen. Pero el factor humano ha quedado sepultado bajo todo eso. Y la vida, la cotidianeidad, el esfuerzo y mérito de nuestros padres y abuelos, el reconocimiento y respeto por los ancestros, ha desaparecido en nuestro país, arrastrado como algo perteneciente a un tiempo que no queremos recordar, como si la vida de las personas fuera indivisible del ámbito político. Así mientras en otros países se muestran orgullosos de quienes conformaron sus raíces, aquí se les considera únicamente pensionistas.