Entre el libro de viajes, el relato autobiográfico y la autoficción, Chuck Klosterman se embarca en Matarse para vivir en dos odiseas. La más evidente, una aventurilla de carretera por los lugares donde se estrellaron las avionetas de los Lynyrd Skynyrd, Buddy Holly o Ritchie Valens, la discoteca donde casi un centenar de personas murieron durante un concierto de Great White, la intersección donde se rompió la cabeza Duane Allman, el baño donde se paró el corazón de Elvis, el recodo del Mississippi donde se ahogó Jeff Buckley, el cruce en el cuál Robert Johnson hizo su pacto con el diablo… Cada uno de estos sitios-icono se convierten en una puerta abierta al diálogo entre muerte y música popular, cómo se han realimentado ambas desde la iconoclastia, la habitual perspicacia de Klosterman y una cierta ligereza.
El mejor ejemplo para describir esa labor se encuentra en el último hito de sus dos semanas y pico viajando de costa a costa de EE.UU.: su recuerdo del suicidio de Kurt Cobain, contextualizado con lo que habían sido sus meses anteriores. Según recuerda Klosterman, la carrera de Nirvana andaba de capa caída, con un álbum, In Utero, recibido con una frialdad prima hermana del hastío que sentía Cobain por su éxito. La banda no atraía ya al público como lo estaba haciendo Pearl Jam y la devoción de sus primeros años parecía haberse evaporado tal y como demuestran las reacciones contenidas tras su muerte, vivida con respeto y tristeza pero, también, una distancia similar a la que Nirvana había exhibido con sus fans. Sin embargo, con el paso de las semanas y los meses, comenzó a apreciarse un giro, una resignificación inesperada
Su suicidio se convirtió en un comodín para cualquiera que quisiera dotar de profundidad a su adolescencia: ahora podías ganar credibilidad sólo con llorar su muerte de manera retrospectiva. En realidad, la iconografía de Cobain apenas había cambiado; lo que cambió fue la cantidad de personas que, como por ensalmo, pasaron a pensar que la iconografía de Cobain expresaba algo sobre ellas.
Estos pensamientos sobre la muerte y su significado para la perdurabilidad de la propia obra, cambiar el recuerdo o la propia relevancia, apenas son una pequeña parte de Matarse para vivir.
El texto se acerca a la ubicua simbiosis entre vida y música desde otras facetas. Klosterman, aquilatado periodista musical con amplia experiencia escribiendo para la prensa generalista y revistas especializadas, aprovecha los CDs que se llevó como acompañamiento para profundizar sobre su sentido, caso del Kid A de Radiohead y los ecos del 11S que se adivinan en letras grabadas meses antes de ese acontecimiento, o su conexión con las más insospechadas cuestiones vitales, caso de su defensa de Rod Stewart como la mejor voz masculina del rock y y su búsqueda de un sentido a canciones donde el alcohol, el encaprichamiento y una relación banal con las mujeres pueden tener un significado más allá de su superficialidad. Todo ello inevitable puerta de entrada para las vivencias personales del propio Klosterman.
El autor de El sombrero del malo dedica amplios espacios a contar las melopeas junto a sus compañeros de redacción; los encuentros más extravagantes durante su paso por los bares, restaurantes y moteles del trayecto; su uso de sustancias estupefacientes; y, sobremanera, sus dudas, confidencias y miedos surgidos en sus relaciones con las mujeres que habían marcado su vida sentimental en el momento del viaje. Como bromea su editora, entre las páginas de reporterismo Klosterman parece meter su propia Alta fidelidad. A machacamartillo.
Y aunque ocasionalmente le daría de collejas por lo que hace, dice o piensa en este egotrip, Klosterman sale exitoso. Su manejo del lenguaje, su estilo de tertulia de terraza engrandecido por la ausencia de espíritu de la escalera (por escrito, puedes regresar una y otra vez al texto para tapizar el texto con inteligencia), es sumamente perspicaz al conectar el suceso más intrascendente con su visión de la música popular anglosajona de los últimos 50 años, ya sea a través de los compositores e intérpretes, sus canciones, las letras, las anécdotas detrás… Y ese ingenio sobrepasa con creces las gilipolleces que, sin duda, también se pueden encontrar. La indulgencia con Klosterman está emparentada con la que nos aplicamos a nosotros mismos cuando volvemos la vista atrás (aunque no sepamos sacar a nuestras pequeñas epopeyas personales el lustre que hay detrás de este relato).
A destacar una vez más la edición de Es Pop. Ya sólo por el detalle de incluir un glosario al final para poder volver en cualquier momento sobre los cientos de anécdotas y reflexiones, merece un aplauso.
Matarse para vivir (Es Pop Ediciones, 2019)
Killing Yourself to Live: 85% of a True Story (2005)
Traducción: Juan Trejo y Óscar Palmer
Tapa blanda. 272pp. 17,95 €
Ficha en la web de la editorial