Tú, el inmortal, de Roger Zelazny

Tú, el InmortalA fin de participar de forma original y útil en esta recuperación crítica de clásicos de noviembre, consulté al amable responsable de esta web si había algún autor notable que nunca hubiera sido reseñada en ella. Me dijo, entre otros, que Roger Zelazny. Entonces me tomé un momento para salir al patio a blasfemar brevemente contra el destino, con mis puños alzados clamando justicia a un dios cruel que nos contempla indiferente, y luego me recompuse para seguir con mi vida cotidiana.

Quiero decir: hoy hay mequetrefes que se creen importantes porque han sido finalistas del Hugo (¡o del Ignotus!). Este caballero ganó seis, el primero con 29 años. Fue un estilista notable, junto a Samuel Delany, el motor más elegante del cambio del género hacia la madurez literaria en los años sesenta. Combinó elementos como la psicología y la mitología con otras influencias de todo tipo, insertas en escenarios y nociones plenamente cienciaficcioneras, con osadía y acierto. Murió sin cumplir los sesenta, de un cáncer de riñón que hizo que escribiera muy poco en sus últimos años. Su muerte se produjo hace menos de tres décadas, y si hoy preguntan en una librería española, sólo hay un título de toda su obra que aparezca como disponible a la venta. Ni siquiera están en catálogo ediciones de la popular serie de fantasía de Ámbar. Esto de un señor del que figuras actuales como Neil Gaiman o Andrzej Sapkowski dicen que fue el mejor autor del género.

En la ironía definitiva, Tú, el inmortal, justo esa única novela en catálogo en español, le reportó su primer Hugo en 1966 en un ex aequo con otra que ha tenido algo más de fortuna, digámoslo así, en el recuerdo: Dune, de Frank Herbert. Si a cualquier lector un poco espabilado del género le hubieran preguntado en 1966 qué suponía ese empate, habría señalado que se trataba de una especie de compromiso entre el pasado y el futuro del género. Dune, descomunal, brillante a su extraña e irrepetible forma (tan irrepetible que el propio Herbert jamás escribió ni de lejos algo de calidad similar pese a usar cansinamente los mismos manierismos) era una vigorosa actualización del space opera, aggiornada con detalles contemporáneos como la presencia de drogas o un trasfondo reflexivo sobre el debate descolonizador. Era una evolución. En cambio, Zelazny, sin cumplir los treinta, representaba la ruptura con una novela breve, desenfadada, narrada cuidadosamente, tan repleta de recovecos como de escenas de acción bien descritas.

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Los dioses muertos, de José Antonio Fideu

Los dioses muertosMe cuesta desterrar la impresión de que Los dioses muertos tiene un nítido carácter pulp. Su narrativa prima la aventura y la acción sobre unos personajes faltos de relieve; enfatiza algunos excesos de su escenario y un cierto color mientras rebaja su complejidad o las ideas sobre las que se sostiene. Sin embargo, la contención general que domina su desarrollo me ha terminado estrellando contra un relato plagado de estereotipos, más allá del superficial juego de reflejos con la mitología. Una base que ha rendido grandes historias en la ciencia ficción a cuya sombra me ha resultado complicado llegar a disfrutarla. La he sentido como una novela sobre raíles entre paisajes representados con una paleta demasiado anodina. Aunque durante 100 páginas mantuve la esperanza de que pudiera haber germinado con vigor.

En Los dioses muertos José Antonio Fideu plantea un futuro en el cual la Tierra ha revertido hacia un entorno mitológico. El orbe civilizado se identifica con la cultura griega y vive bajo la constante amenaza de los bárbaros. Regularmente, estos pueblos envían expediciones a traspasar las murallas que protegen a una agrupación de polis en perpetuo estado de alarma cuya supervivencia depende de su superioridad tecnológica y el favor de sus dioses. La descripción abunda en una construcción fiel a las fuentes clásicas, con una población entregada a adorar unas deidades cuyos favores empujan a sus héroes.

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¿Qué ediciones de clásicos de la ciencia ficción queremos?

El hombre en el castilloHace un par de semanas Ekaitz Ortega escribía en su blog sobre cómo una serie de editoriales enfoca la reedición de libros más o menos clásicos. En su argumentación comparaba dos posturas: la actualización de los originales mediante nuevas traducciones frente a las ediciones recauchutadas con traducciones provenientes de tiempos y/editoriales menos cuidadosos. Su casus belli: la nueva edición de los tres libros del Universo Bas-Lag de China MIéville por parte de Ediciones B recuperando los textos publicados por La Factoría de Ideas. Un ejercicio que comparaba a sostener un edificio de lujo con vigas defectuosas.

Mientras leía sus palabras no podía dejar de pensar en una exaltación a la enésima potencia de esta actitud: cómo algunas editoriales reimprimen de manera incansable traducciones con muchas décadas a sus espaldas. Libros que prácticamente ya nadie reseña porque o no interesan o, si llegaron a ser leídos (supongo), lo fueron durante la adolescencia y, por tanto, no se observan bajo la lupa aplicada a títulos más contemporáneos. (Pequeñas) Vacas explotadas sin piedad cuyos rendimientos no se utilizan para subsanar una edición en muchos casos poco admisible a estas alturas del siglo XXI. Una idea sobre la que ya he escrito en varias ocasiones, realimentada por mi reciente relectura de El hombre en el castillo en la traducción de Manuel Figueroa para Minotauro.

Tal y como se puede comprobar en la ficha del libro en La Tercera Fundación, esta edición de 1974 es la única en castellano y ha sido utilizada desde entonces en multitud de ocasiones. Un mínimo escrutinio de las primeras páginas deja al descubierto un texto vetusto y mohoso, pobremente vertido al castellano en el cual perviven anécdotas como que al Golden Gate de San Francisco se le llame la Puerta de Oro. Con pasajes confusos donde se hace difícil precisar si ya estaban allí (la redacción original de Dick podía ser caótica, cosa de no contar con la colaboración de editores tal y como los entendemos hoy en día) o se han colado por el camino. Basta testar las traducciones más recientes de este autor para apreciar la diferencia.

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